Aunque modulada según figuras diferenciadas y de manera falsamente polifónica, la ininterrumpida cantinela que la sociedad del espectáculo repite a través de sus redes unificadas –“la sociedad existente es la única posible, como siempre ha sido y como siempre será”– acaba por despojar de fundamento, a nivel de imaginario colectivo, la crítica teórica y, con ella, la posibilidad de reversión práctica. Nos persuade de la inexistencia de algo fuera de la caverna y, en última instancia, de la inevitabilidad de la caverna misma que nos convierte en internados a escala global. En cada una de sus representaciones, el espectáculo busca una transformación: por un lado, la del espacio de la caverna en una jaula de hierro con barrotes inoxidables y salida prohibida para evitar posibles fugas; y por otro, la de los prisioneros, potencialmente en busca de su propia liberación, en simples espectadores pasivos y, además, en devotos inconscientes de sus propias cadenas. Es la condición imperante en el triste tiempo de Facebook, de Twitter y de todas las demás egosferas posmodernas, variaciones digitales y rigurosamente solitarias de la Caverna de Platón.
A este modelo parece reconducible la “caverna perfecta” de las soledades digitales de la civilización tecnomorfa y del nuevo “capitalismo de vigilancia” (surveillance capitalism) con la esclavitud Smart (inteligente) a la que condena cotidianamente a sus felices Siervos. Los sistemas totalitarios del “siglo corto” oprimían la libertad, allí donde el neoliberalismo de la vigilancia la explota y la somete a un régimen de lucro, figurando con ello como el primer régimen cool. Las dos figuras opositivas hegelianas del Siervo y el Señor, del Amo y el Esclavo, vienen a coincidir en una única figura, la del homo neoliberalis que –como “emprendedor de sí”– se autoexplota sin tregua para ser máximamente performativo. Cada uno, como Amo, se exige la máxima productividad a sí mismo como Esclavo, llevando la explotación capitalista a su nivel hiperbólico.
El homo digitalis asume cada vez más la semblanza de un súbdito del “imperio cibernético” en tecnificación integral, poblado por mareas oceánicas de soledades conectadas vía Internet, dedicadas al lenguaje poshumano de los “emoticonos” de la sociedad de los likes. El socialismo, forma política centrada sobre la díada libertad e igualdad, decae al rango de mera actividad individual en las redes sociales. Más precisamente, el socialismo real es defenestrado por el “socialismo digital” de las redes sociales y las plataformas cibernéticas, nuevas prisiones smart que atrapan al sujeto en los mecanismos de la soledad conexionista y la ininterrumpida valorización del valor.
El espacio digitalizado, liso y aparentemente libre, parece cada vez más similar a un inmenso campo de concentración smart, una community no comunitaria en la que los súbditos son controlados y rastreados, explotados y engañados, ilusos por tener experiencias lúdicas y de entretenimiento mientras que, en realidad, trabajan sin descanso –y sin intercambio de equivalentes– por el orden neoliberal. En la burbuja digital, donde la conexión desplaza al contacto y la soledad de las redes sociales sustituye a la sociabilidad, se está solo y vigilado, ya que casi cada gesto, además de generar beneficios para el capital, es panópticamente monitoreado y rastreado. La ludificación, que permiten los persuasivos emoticonos y la espiral de los likes, oculta el hecho de que el usuario inconsciente de las plataformas sociales, engañándose pensando que se está comunicando y divirtiendo, está trabajando para el capital sin intercambio de equivalentes y, por tanto, en la forma máxima de explotación.
La digitalización y la infosfera no sólo contribuyen al declive del mundo objetual (produciendo con ello la paradoja de una sociedad hipermaterialista en un orden de cosas cada vez más desmaterializado), además, prometen un crecimiento exponencial de la libertad que rápidamente se invierte en un régimen de vigilancia total, en una prisión smart cuyos barrotes invisibles están hechos del mismo material que las aplicaciones de seguimiento y recolección de datos diseminadas en nuestros dispositivos técnicos. Consideremos el caso emblemático del smartphone, “el campo de trabajo móvil en el que nos encarcelamos por nuestra propia voluntad”, como lo definió Byung-Chul Han: desrealiza el mundo y, al mismo tiempo, en la forma de un ojo de buey sobre lo real, se presenta como un informante que vigila implacablemente a su dueño, controlado y feliz de serlo a través de la cesión voluntaria de datos e información sobre casi todos los ámbitos de su vida.
En la historia sub specie speleologica de la humanidad, la última caverna –a la espera de otras que, posiblemente, vendrán– es de cristal. Las nuevas prisiones digitales y smart de la civilización tecnomórfica son transparentes y vítreas, como la flagship store de Apple en Nueva York, evocada por Byung-Chul Han: un cubo de vidrio, un verdadero templo de la transparencia, que vuelve a los seres humanos –rectius, consumidores- integralmente transparentes y visibles, anulando cada zona de sombra y cualquier ángulo sustraído a la vista. Todo debe ser visto y expuesto y, además, los sujetos no deben desear otra cosa que no sea su ininterrumpida exhibición espectacularizada en forma de mercancía. El Esclavo ideal de la caverna vítrea –reducido a perfil sin ninguna identidad– comunica y comparte sin parar datos e informaciones, ocupando cada espacio con su presencia y trabajando en todo momento para el capitalismo informacional. El nuevo “capitalismo de vigilancia”, reino de la infocracia y del “dataísmo”, no sólo explota los cuerpos y las energías, sino también –en no menor medida– la información y los datos: gracias a la transparencia total de la nueva caverna de cristal, el acceso a las informaciones hace que éstas sean utilizadas con fines de vigilancia psicopolítica y de control biopolítico, pero también para la predicción de los comportamientos y la generación de beneficios.
Como el entenebrecido de Platón, también el ignaro prisionero de la caverna Smart de cristal se considera libre y creativo en el gesto, sistémicamente estimulado, de la performance constante y de la ininterrumpida ostentación de sí mismo en los escaparates de esa community virtual que, habitada sólo por consumidores, no es nada más que la versión mercadizada de la comunidad. Cuantos más datos generan los súbditos digitales y cuanto más activamente comunican sus gustos y sus actividades, sus pasiones y sus ocupaciones, tanto más eficaz se vuelve la vigilancia, de modo que el propio smartphone aparece como una prisión inteligente o, incluso, como un aparato de vigilancia y sumisión que no reprime la libertad, sino que la explota implacablemente con el doble propósito del control y del beneficio.
Byung-Chul Han ha escrito que la historia del dominio también puede describirse como dominio de pantallas diversas. En Platón y en la caverna por él imaginada, encontramos el prototipo de todas las pantallas: la pantalla arcaica de la pared que pone en escena las sombras intercambiadas y confundidas con la realidad. En 1984 de Orwell, nos topamos con una pantalla más evolucionada, llamada telescreen –telepantalla-, en la que se transmiten incesantemente emisiones propagandísticas y gracias a la cual queda escrupulosamente registrado todo lo que los súbditos dicen y piensan en sus casas. Hoy la última figura del dominio a través de la pantalla parece implementarse con la touch screen –pantalla táctil– de los teléfonos móviles: el smartphone se convierte en el nuevo medium de la sumisión, la caverna individualizada y vítrea en la que los seres humanos ya no son espectadores pasivos, sino que se convierten todos ellos en transmisores activos, que producen y consumen información de forma continua. No se les obliga a permanecer en silencio y a no comunicar, sino, au contraire, a hablar y transmitir sin tregua, «vendiendo» por cuenta del capital sus propias historias y sus propias vidas, sus propios datos y sus propias actitudes comportamentales (lo storytelling se transforma en storyselling). En resumen, la comunicación no está prohibida, como en las antiguas cavernas, sino que es promocionada y estimulada, siempre que sea funcional al capital y a su valorización, a su conservación y a su progreso.
En las viejas cavernas –desde Platón hasta el panopticon de Bentham y Foucault–, los internados eran vigilados y castigados; en la nueva caverna vítrea con paredes touch -táctiles- de la era digital, están motivados y son performativos, estimulados a exhibirse y a comunicarse. Baste pensar en el paradigma posmoderno de la Smart home -casa inteligente- altamente tecnificada, con sofisticados dispositivos -celosamente instalados por el mismo propietario– que transforman el apartamento en una prisión digital, en la que cada acción y cada discurso son minuciosamente controlados y transcritos. Control, vigilancia y seguimiento se perciben y experimentan, de esta guisa, como comodidad y como expresiones de la collness del mundo tecnificado, y no, por el contrario, como herramientas y, al mismo tiempo, expresiones del cómodo, confortable y suave cautiverio del homo globalis. La caverna perfecta es vítrea no sólo para que su prisionero sea observado en todo instante y hasta cada remoto ángulo de su conciencia, sino también para que no se puedan ver sus paredes y, en consecuencia, no se pueda ser en ningún modo consciente de su existencia.
Sobre esta base debería repensarse el relato, tan querido por los cantores del orden discursivo neoliberal, que siempre presenta a Alemania del Este y a la Unión Soviética como grises imperios del control de las «vidas de los otros«, como reza el título de una exitosa película sobre el tema; con el objetivo, no hace falta decirlo, de contraponer a aquellos imperios del control total su propio resplandeciente ideal de la libertad en forma de mercancía. Es naturalmente cierto, por supuesto, que en el Berlín más allá del Muro o en el Moscú soviético, los ciudadanos eran espiados y vigilados permanentemente (no sabemos, en verdad, cuánto y cómo fueron espiados en Alemania Occidental o en los EE.UU por la CIA, por el simple hecho de que ambos sobrevivieron a la caída del Muro y a la ignominiosa extinción de la URSS). Pero no es menos cierto que hoy el habitante de la caverna de cristal sin fronteras es espiado, rastreado y vigilado en formas y con gradaciones inconmensurablemente superiores, posibilitadas por ese progreso tecnocientífico que –ya debería estar claro– tiende a coincidir con el progreso de la sumisión del hombre al aparato tecnocapitalista. La Stasi de la RDA resulta, en todos los aspectos, arcaica y amateur comparada con Alexa, el “asistente virtual” y “altavoz inteligente” de las nuevas casas smart. Prisionero de la enésima manifestación de la falsa conciencia necesaria, el homo neoliberalis condena como vigilancia opresiva, en la Alemania del Este y en el Moscú del socialismo real, esa misma dominación que sufre a diario en formas increíblemente más radicales y más invasivas, viviéndola en cambio, con insensata alegría, como “comodidad” y como “progreso”.
Vuelve a plantearse de nuevo, mutatis mutandis, un modelo puesto en discusión por la modernidad y ahora actualizado en forma digital. La nueva figura de la caverna perfecta coincide con aquella en la que los prisioneros son controlados de modo total y –esta es la novitas decisiva en el tiempo de las masas tecnonarcotizadas– son felices de serlo, colaborando activamente en su propio encarcelamiento. Este es el paradigma originariamente desarrollado por Jeremy Bentham en la cárcel ideal que proyectó en 1791, el Panopticon como caverna de alta vigilancia, que aísla y controla de manera total. La vigilancia perfecta, propia de la fortaleza ideal de la que es imposible cualquier fuga, está confiada a un único guardián: escondido en la torre central, rodeada por una construcción circular donde están dispuestas las celdas de los prisioneros, iluminadas desde el exterior y separadas por espesos muros, el guardián misterioso, a quien nadie puede ver, observa todo y a todos (a esto alude la síntesis entre πᾶν y ὀπτικός) sin permitir a los internados saber si, en un momento dado, son realmente observados. Los reclusos son potencialmente controlados en cada instante, ya que nunca pueden ver al controlador: la trayectoria de la mirada es, en efecto, de sentido único, ya que el observador no es observado y los observados no son observadores.
Esta relación asimétrica, en la que se cristaliza el nexo de dominio y servidumbre en la «caverna» de Bentham, admirablemente analizada en 1975 por Foucault en Surveiller et punir, hace que los prisioneros deban comportarse como si fueran ininterrumpidamente vigilados, sin necesariamente serlo en concreto: la torre podría, efectivamente, estar carente de guardián y, sin embargo, no pudiéndolo saber los prisioneros, estos deberían seguir comportándose como si aquél estuviera en su puesto de control. De hecho, deberían asumir comportamientos disciplinados y casi automáticos, como si de veras fueran vigilados de manera total. Este paradigma, recuperado por Bentham, ya había sido esbozado por el sofista Critias –uno de los Treinta Tiranos–, cuando llegó al punto de sostener que la invención misma de los dioses “que todo lo ven” resultaba funcional al comportamiento moral de los individuos, potencialmente siempre observados desde lo alto.
En el tiempo del nuevo orden tecnomórfico el control es total sin que, en general, sea ni tan siquiera advertido el carácter problemático de su presencia, que de esta forma es buscada y deseada por las nuevas subjetividades tecnonarcotizadas. Una vez más, según el teorema de Adorno, la omnipotencia de la represión y su invisibilidad se invierten la una en la otra. En el panóptico de cristal de la era digital, los internados no saben que están internados y son inducidos a comunicar sin tasa todo sobre sí mismos: en ninguna de las precedentes cavernas de la aventura histórica había ocurrido que fueran los propios súbditos los que se registraran con entusiasmo y suministraran al poder toda clase de información sobre ellos mismos y sobre sus propias vidas.