Progreso

Progreso. José Vicente Pascual

Si la humanidad hubiese sido siempre vegetariana continuaríamos encendiendo el fuego haciendo chispas con dos piedras, aunque seguramente ni a ese nivel tecnológico habríamos llegado. Más seguramente todavía: nos habríamos extinguido.

Convertirnos en cazadores y comedores de carne —depredadores—, exigió un fenomenal incremento de habilidades determinantes en nuestra evolución como especie. Tanto el uso de herramientas, utilería y armas como la organización colectiva en torno a la captura de otras especies posibilitó crear sociedades más numerosas y mejor protegidas, lo que favoreció el incremento de la expectativa de vida y que los ancianos, enfermos y desvalidos pudiesen ser cuidados por sus parientes y allegados. Cualquier antropólogo de cualquier escuela reconoce que uno de los “hallazgos intermedios” decisivos en el aprendizaje de la caza fue la fábrica de herramientas capaces de romper los huesos de la presa y extraer el tuétano, una materia nutricional también decisiva para el desarrollo orgánico/cerebral humano. Sabemos igualmente que el concepto nuclear y protector de “familia”, básico para la supervivencia no sólo individual sino de los clanes de recolectores y cazadores, aparece en el ideario afectivo y la estructuración social a partir de las tareas compartidas en torno a la cacería y la preparación y conservación de los alimentos. O sea y resumiendo: si no nos hubiésemos dedicado a cazar y zamparnos a otros animales seguiríamos formando rebaños de buscadores de frutas, bayas y raíces; eso en el mejor de los casos, milagrosamente indemnes ante el acoso de los tigres de dientes de sable y las manadas de lobos.

Pero siempre hay quien dice, claro. Siempre habrá quien diga que el carnivorismo fue una etapa necesaria, inevitable en la evolución humana, pero que a estas alturas de la historia y dado el refinamiento cultural y ético que hemos alcanzado es momento de plantearnos un regreso a la nutricia vegetal, dándonos el lujo moralizante de tratar a las demás especies animales como iguales en derechos y, por supuesto, a salvo de nuestra depredación. No seré yo quien entre en debate sobre los supuestos beneficios o desventajas del vegetarianismo-veganismo, entre otras razones porque la discusión afecta  a la libertad de cada uno a la hora de sentarse a la mesa, pero una cuestión sí tengo muy clara: un modelo nutricional que implica un modo de vida determinado y que, encima, plantea supinamente la refutación de los demás, abogando por su desaparición al no ajustarse a la exigencia moral de los tiempos, no es un modelo nutricional; es una corriente ideológica con inclinación sin disimulo al sectarismo. Y que instancias de la administración pública exhorten a los ciudadanos a comer menos carne —una vez por semana, dice el ministro… quien pueda, claro—, no es progreso sino involución.

Dormir al raso no es una forma de arquitectura moderna deconstructiva, es dormir al raso. Que una mujer aborte porque no hay esperanza en el futuro para ella y su bebé no es una conquista de los derechos humanos, es un fracaso monumental del supuesto estado del bienestar en que vivimos y, sobre todo, del ideal humano sobre el valor de la vida. Renegar de la energía nuclear y sustituirla para siempre por paneles solares y generadores eólicos es volver a los tiempos de las sábanas secándose al sol y los molinos de viento. Alcanzar la igualdad entre todos por el sencillo sistema de ser todos pobres y austeros no es igualdad, es forzarnos desiguales en la capacidad de resistir la miseria material y la muerte espiritual de la civilización. Cambiar el coche de gasolina por uno eléctrico no es cuidar el medio ambiente sino revertir la carga visible del problema sobre quienes no pueden permitirse el gran disimulo de conducir un Tesla. Viajar en tren en vez de en avión es un descenso folklórico a la tortilla de patatas, el botijo y los mozos que van de Calatayud a Madrid para hacer la mili —con otras trazas costumbristas, no lo niego; con azafatas de buen ver recorriendo los vagones, pero pegados a la tierra y sus caminos como manda la tradición—. Marcar los límites de la libertad en la “sensibilidad” de los demás es senda abierta a las fatwas islámicas. Vivir pensando en el daño que la vida hace a nuestro entorno y la molestia que podríamos suponer para nuestros semejantes no es vivir, es volver al cerebro de mono que salta de rama en rama, temeroso de alertar a sus depredadores o cabrear al resto de la colonia. Todo aquello no es progreso, es vivir con miedo. Y como dice la letra de la canción: “Nunca es libre quien tiene miedo”.

O salimos ahí fuera sin más temor que mancharnos la ropa con los barros del ayer o nos comen tal que si fuésemos zanahorias, berzas y acelgas rehogadas. Y entonces, de verdad, adiós progreso.

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