Propaganda de guerras ya olvidadas

Propaganda de guerras ya olvidadas. Javier Bilbao

Uno de los aspectos más singulares de la dictadura de Miguel Primo de Rivera fueron las «Notas Oficiosas» que obligaba a incluir en la prensa contando su versión de los hechos, generalmente escritas de su puño y letra ¡Qué prodigio de laboriosidad, sacrificio y amor al periodismo molestarse en leer cada día tantos embustes y libelos y a continuación señalar las correcciones pertinentes! Aparte de la honestidad de mostrar de forma expresa y delimitada a su sección la explicación gubernamental (un humilde «esta es mi verdad»), en lugar de usar a los periodistas como un ventrílocuo fingiéndolos profesionales e independientes. Tal vez le habría salido más a cuenta decir genéricamente que todo lo publicado era una sarta de mentiras y dedicar su tiempo a otros menesteres… Quien sabe, quizá algún día, tal como ahora son obligatorios los mensajes contra el tabaco en las cajetillas, las portadas de los medios de comunicación lleguen a incluir esta cita de Jefferson: «Miro con verdadera conmiseración a la mayor parte de mis conciudadanos, los cuales, leyendo los periódicos, viven y mueren en la creencia de que han conocido algo de lo que está pasando en el mundo de su época (…) Quiero añadir que la persona que nunca echa una mirada al periódico está mejor informada que aquella que los lee; por cuanto que el que nada sabe está más cerca de la verdad que aquel cuya mente se ha llenado de falsedades y errores».

Podemos asomarnos a los titulares de cada día con toda la ironía y sarcasmo al alcance de nuestro magín —¡a mí van a engañarme, ja!— pero siempre quedará un desasosiego íntimo, un regusto amargo al tomar conciencia de cuánta gente sí creerá en esa propaganda, todos aquellos que alzarán la voz en el bar, la red social o cena navideña con el desparpajo de quien cree saber de lo que habla. Ahora bien, si la manipulación más grosera se extiende no ya a la sección de deportes, sino incluso a la antaño información meteorológica, con esos mapas que van desde el rojo infernal al negro chamuscado para temperaturas que no llegan a los 30º, entonces qué no serán capaces de contarnos cuando nos informen de algún conflicto bélico, si ya nos avisaban los clásicos de que la primera víctima de la guerra es la verdad.

Las últimas décadas están resultando bien rebosantes de matanzas, en las que vemos repetirse una y otra vez la narrativa neocon: hay un régimen al que acusar de crímenes de guerra cuyo líder será comparado rutinariamente con Hitler y entonces una coalición liderada por EE.UU. debe proceder a «liberar» a la población de aquel país. Quien se oponga será tildado de Chamberlain (¡imperdonable error el suyo querer evitar al mundo la que fue peor guerra de la historia!) y, paradójicamente, tachado de insensible hacia el sufrimiento de la población local oprimida. El papel de los medios en todo este proceso es fundamental para lograr el consentimiento de la opinión pública internacional. Veamos, por ejemplo, cómo la primera guerra del Golfo en 1991 vino precedida por una historia sobre 312 bebés de un hospital de Kuwait que fueron extraidos de las incubadoras y arrojados al suelo en el que murieron tan prematuramente como nacieron. Hasta en seis ocasiones aludió Bush a aquel episodio tan dramático como fantasioso, pues fue todo una completa mentira. Pero luego ya dio igual: la propaganda de guerra se sustenta en la lógica de los hechos consumados. Una vez satisfecho el complejo industrial militar, a reclamar al maestro armero.

Esa misma década concluía con otra intervención militar, esta vez contra Serbia, a cuenta de la masacre de Račak. Consistió en exhibir los cadáveres de 45 guerrilleros kosovares como si fueran civiles muertos a manos serbias en un crimen contra la humanidad. El periódico alemán Bild mostró las imágenes en su portada con el titular «Por esto hacemos la guerra», mientras que por su parte Bill Clinton pronunció un discurso ya sospechosamente familiar: «¿Qué habría pasado si alguien hubiera escuchado a Winston Churchill y hubiera detenido antes a Hitler? ¿Cuántas vidas habrían podido salvarse? ¿Cuántas vidas de norteamericanos habrían podido salvarse?». Tras los bombardeos de la OTAN sobre territorio serbio, realizados sin la aprobación de la ONU, Estados Unidos construyó en Kosovo su base militar más grande desde la guerra de Vietnam. Le salió a cuenta…

Pocos años después nos encontramos la segunda guerra de Irak, cuyo casus belli como recordaremos fueron unas armas de destrucción masiva que luego nunca aparecieron. La fórmula para adivinar si un país dispone de tales armas es sencilla: si no es invadido es que sí las tiene y por tanto se temen sus represalias. Rajoy definió por entonces a Sadam Hussein como «el Hitler del siglo XX» (¿?) y la idea puesta en circulación por los medios es que caído su régimen florecería la libertad y la democracia en Oriente Medio. La realidad es que la guerra civil posterior ante ese vacío de poder provocó entre 600.000 y un millón de muertos, aparte de varios millones de refugiados.

Pasemos al siguiente caso, el derrocamiento de Gadafi en 2011. Que Libia fuera por entonces el país con el Índice de Desarrollo Humano más alto de África según la ONU (estimando el acceso a la educación, renta per cápita y salud pública) no le salvó de ser acusado de reprimir atrozmente a su población —lo cual requería la urgente intervención de la OTAN para liberarla, como sabemos— y se difundieron informaciones sobre que Gadafi daba viagra a sus militares para que violasen mujeres. También fue preparándose a la población recurriendo al comodín imprescindible: «’Muamar Gadafi se suicidará como Hitler’» tituló El Mundo el 24 de febrero de 2011, mientras que The Guardian publicaba artículos como «Desde Hitler a Gadafi: dictadores y sus búnkeres». Según un informe posterior de Amnistía Internacional: «los líderes de la OTAN, los grupos de oposición y los medios de comunicación han producido una serie de historias desde el inicio de la insurrección el 15 de febrero, afirmando que el régimen de Gadafi ha ordenado violaciones masivas, utilizado mercenarios extranjeros y empleado helicópteros contra los manifestantes civiles (…) No hemos encontrado ninguna evidencia ni a una sola víctima de violación, ni a un médico que supiera de alguien que hubiera sido violado». Pero eso ya no importaba, el objetivo de acabar con Gadafi estaba cumplido. Al precio, eso sí, de sumir a Libia en una guerra civil seguida una permanente división entre dos gobiernos rivales.

De forma simultánea otra «primavera árabe» se había iniciado en Siria para destituir a Bashar al-Assad que desembocó en una cruenta guerra civil. Fue en ese contexto cuando en agosto de 2013 tuvo lugar la llamada masacre de Guta, un ataque químico cerca de Damasco que provocó varios cientos de muertos (las cifras varían mucho según la fuente) del que Estados Unidos responsabilizó al gobierno sirio, aunque este se ofreció a colaborar de inmediato con los inspectores de la ONU alegando que era un ataque de falsa bandera. La autoría no llegó a aclararse, aunque, ya en 2017, se denunció otro ataque químico por las tropas gubernamentales, hecho que fue desmentido en un reportaje por el premio Pulitzer Seymour Hersh (quien tiempo después, recordemos, publicó otro responsabilizando a la administración de EE.UU. por el sabotaje del Nord Stream): «la inteligencia disponible dejó claro que los sirios atacaron un sitio de encuentro yihadista el 4 de abril utilizando una bomba guiada suministrada por Rusia y equipada con explosivos convencionales (…) los detalles del ataque, incluyendo información sobre sus llamados blancos de alto valor, habían sido compartidos días antes por los rusos con oficiales militares estadounidenses y sus aliados».

La represalia de EE.UU. se produjo igualmente en forma de bombardeo contra las tropas de Assad, pues según afirmó el secretario de prensa de la Casa Blanca: «Ni Hitler se rebajó a usar armas químicas». Véase que ya no se equipara al enemigo de turno con el pintor austríaco, ¡ahora es peor que él! De manera que si el segundo —supuesto— ataque químico fue un pretexto para la intervención estadounidense, cosa de la que como vemos hay apreciables indicios… ¿no podría haberlo sido también el primero? Sea como fuere, hoy día hay siete bases militares norteamericanas en territorio sirio, como por ejemplo la base llamada Mission Support Site Conoco, que da soporte a la compañía petrolífera texana Conoco que opera allí. Assad, por su parte, logró mantenerse en el poder pese a todo, en parte gracias a la ayuda de Rusia, la siguiente pieza a abatir.

Si bien todo acto de propaganda es, por definición, manipulación mediante mentiras y medias verdades, la dirección e intensidad con la que se ejerza puede darnos una idea de cuál es la realidad que pretende alterar. De tal manera que desde el primer momento de aquella invasión del territorio ucraniano en febrero de 2022 la consigna a repetir es que tal ataque fue unprovoked/no provocado. No hubo discurso de político o periodista que no repitiera enfáticamente esa palabra como una gota malaya con la que alienar a la opinión pública, lo que entonces nos lleva a concluir que sí fue provocado.

De forma paralela, se acumulaban las noticias y reportajes sobre el presunto estado de salud de Putin, que empezó en marzo con un cáncer (de distinto tipo según el medio) y para noviembre ya se le había añadido Parkinson y demencia, con titulares anunciando que moriría en 2023. En el suplemento semanal de los periódicos del Grupo Vocento se llegó a publicar un artículo con infografías de su cerebro afectado por un tumor. La idea de fondo en todos los casos era la misma: retratar esa acción militar como fruto de una mente enajenada, de alguien agonizante que no es capaz de tomar ya decisiones racionales. Putin estaba loco y no había nada más que mirar ahí. Y era también, cómo no, el nuevo Hitler.

Así que los medios exponían simultáneamente que la operación era el paso previo a la conquista de Europa, pero al mismo tiempo era un fiasco gracias a pilotos fantásticos que sobrevolaban Kiev acumulando más victorias que el Barón Rojo, a grupos de gitanos ucranianos que robaban tanques enemigos y a niños que pilotando drones lograban detectar columnas rusas (se ve que EE.UU. no tiene satélites espía para tales labores). La misma Ursula von der Leyen anunció que Rusia estaba extrayendo chips de lavadoras para su renqueante industria armamentística, que desconocemos cómo ha podido aguantar el pulso casi ya tres años a los envíos de material de la OTAN mucho más sofisticados. Otra historia reciclada de los tiempos del derrocamiento de Gadafi fue la de que el ejército ruso distribuía viagra entre sus soldados para violar a ucranianas (de nuevo, sin pruebas). Así mismo, se alegó otra masacre que sería un crimen contra la humanidad, esta vez en Bucha, pero un informe posterior de Amnistía Internacional redujo la cifra a 22 víctimas. Una vez más, también, se aplicaba la plantilla según la cual el país enemigo del momento era un régimen sin apenas apoyo popular, por lo tanto, combatirlo tanto militarmente como mediante sanciones comerciales era liberar a su población.

La propaganda de guerra se marchita particularmente rápido con el paso del tiempo. Putin sigue vivo; no hemos visto muestras de oposición interna que demostrasen falta de apoyo (hay evidencias de lo contrario), así que los rusos no parecen interesados en que EE.UU. los libere; las historias de heroísmo ucraniano y de incompetencia rusa no se corresponden con la realidad de los territorios conquistados; y, en definitiva, la idea de que todo habría sido un mero arrebato caprichoso de un cerebro desquiciado va volviéndose una simpleza para cada vez más gente a medida que ha empezado a escuchar y leer acerca de la expansión de la OTAN tras la Guerra Fría, el golpe de Estado del Euromaidán, la guerra del Dombás, los fallidos acuerdos de Minsk (ahora han reconocido sus propios artífices que solo buscaban ganar tiempo) y la verdadera naturaleza del nacionalismo ucraniano. Trump ha logrado una amplia victoria prometiendo, entre otras cosas, acabar con el envío de armas y dinero a Kiev. Si cumple su promesa entonces estaríamos asistiendo a los estertores del conflicto.

Así como una cucharada de buen vino no mejora un barril de mierda, pero una cucharada de mierda arruina un barril de buen vino, con la credibilidad ocurre algo parecido. Y respecto a la confianza —que viene a ser lo mismo, pues no se confía en quien nos miente— ya nos avisó Lady Gagá que «es como un espejo, puedes arreglarlo si se rompe, pero aún puedes ver la grieta en el reflejo de ese hijo puta». La fragilidad de la propaganda radica en que, descubierta una mentira, todas las demás afirmaciones sostenidas por ella se desmoronan como un castillo de naipes. El descrédito de la clase dirigente occidental y de los medios a su servicio (casi todos) no es fruto de conspiraciones rusas, youtubers y redes sociales, sino algo ganado por méritos propios. Queda por saber cuánto se prolongará la agonía.

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