¿Qué fue de Cs?

¿Qué fue de Cs?. Javier Bilbao

Llamamos democracia a este simulacro de nuestro tiempo por el que aquello promovido desde el poder, desde las élites, sería orgánico, espontáneo, demandado por las bases. El continuo martilleo mediático es lo que hace posible este mito fundacional, legitimador del orden establecido, que provoca un desconcertante efecto óptico por el que lo que va de arriba a abajo parecería moverse en dirección contraria, como Michael Jackson haciendo el moonwalk. Así que en 2014 comenzó a aparecer constantemente en los medios un tal Pablo Iglesias, del que se ensalzaba su sencillez, sus hábitos austeros, con hilarantes reportajes como este de El Mundo donde se nos contaba que compartía habitación de hotel, comía en un autoservicio y caminaba en lugar de coger taxis… ahora sabemos que en realidad estaba ahorrando para su mansión de La Navata.

La psy-op fue todo un éxito. Un personaje infatuado, vicioso y corruptible (y por lo tanto inofensivo para el sistema) lideraba un partido de ideario progre-posmoderno que reconducía cualquier fervor revolucionario a cuestiones de bragueta y poses juveniles, mero liberal-individualismo sesentayochista donde la subversión consistía en ir en chancletas al Congreso. Era la válvula que aliviaría la presión, una puerta que te hacía reentrar en la habitación por el otro lado. Pero sus proclamas airadas, ciertos devaneos ideológicos que hacían pensar en la sinceridad de algunos de los artífices del proyecto y, en definitiva, la incertidumbre que todo cambio provoca por gatopardiano que sea, generaron temor en algunos sectores, así que ya a mediados del 2014 hubo banqueros que reclamaron un «Podemos de derechas» porque «el Podemos que tenemos nos asusta un poco». Fíjense en la frase, más reveladora que cualquier tocho de cientos de páginas.

El caso es que ya existía por entonces un partido de alcance nacional y retórica contraria al bipartidismo, que prometía ciertos cambios, aunque sin ningún aventurerismo económico, un potencial Podemos de derechas llamado UPyD. Quienes lo llevaban debieron parecer poco manejables porque se optó por otro partido de similar corte, Ciudadanos, si bien menos conocido al estar recluido en su ámbito catalán, lo que exigía reconfigurar su discurso para extenderlo al resto de España y darlo a conocer. Dicho y hecho, para comienzos de 2015 todos los medios pasaron a centrarse repentina y obsesivamente en un partido que llevaba desde 2006 recibiendo una modesta atención. ¿Qué había pasado exactamente para que ahora lo que dijera Albert Rivera importase tanto? ¿Realmente había demanda del público de ese producto? Moonwalk. Así, con ambos partidos complementándose, cubriendo convenientemente el espectro político, tertulianos y columnistas pudieron teorizar largo y tendido sobre la «nueva política», que se diferenciaba de la vieja en ser aún más inane.

La preeminencia en Podemos de licenciados y profesores de ciencias políticas le daba cierta pátina discursiva por pedantuela que fuera, como si ya tuvieran ideas antes de entrar al partido; la singularidad de Ciudadanos radicaba en que era puro márquetin en el fondo y la forma, costaba distinguirlo de una operadora de telefonía móvil, de la franquicia de alguna multinacional con sede en el Paseo de la Castellana.

Aséptico, tecnocrático, aspiracional, hecho a la medida de jóvenes profesionales urbanitas en un país donde hay más bien pocos y los jubilados mandan, encarnaba la confluencia de pensamiento liberal y retórica de autoayuda que tanto gusta en el mundo corporativo. «Imposible es solo una opinión» tenía Rivera como uno de sus lemas y para sorpresa de nadie después de la política, donde nunca se le conoció idea propia acerca de nada, se dedica ahora dar cursillos de «liderazgo y gestión de equipos». Porque, como ya sabemos, este partido flor de un día se fue tan rápido como llegó, ¿qué es lo que falló?

Quizá su problema es que nació un poco antes de que se asentara la pléyade de youtubers andorranos, criptobros y coachers del emprendimiento y del gym que prometen «libertad financiera» y six pack. Proclamarse «liberal en lo económico, progresista en lo social» viene a ser la quintaesencia misma del Régimen, es lo que toca, como identificarse del Athletic en Bilbao. Tal vez por ser tan generalizado tampoco servía como distintivo partidista.

Lo mismo les pasaba cuando reivindicaban centrismo entre dos extremos inexistentes y equivalentes en su maldad (nada gusta más al búmer, de edad o de espíritu, que la teoría de la herradura), pues el cruce de insultos y la intransigencia hacia el rival en un régimen bipartidista no es la consecuencia de una fuerte polarización, de una distancia ideológica insoslayable sino justo lo contrario: una sobreactuación para que el circo democrático pueda proceder creando ilusión de pluralismo y alternancia. Sin ese griterío la farsa no se sostendría.

Qué decir de su profesión de fe europeísta —«los Estados Unidos de Europa» proclamaba Rivera creyendo que era una idea sugerente—, trasversal a todo el arco parlamentario y por tanto superflua. Su logo de un corazón dividido entre la bandera catalana, la española y la europea ya dejaba reducida la identidad nacional a un tercio en igualdad con las otras… no vaya a ser que a base de reivindicar el patriotismo se acabase en posiciones soberanistas ¡eso no sería moderno, europeísta y anglófilo! Como si ante el riesgo de que las tensiones separatistas avivasen un nacionalismo español que se saliera del redil fuera precisa una vacuna de ciudadanía.

Cs era un partido ilustrado, nos decían, no tanto porque tuviera muchos dibujos (aunque sí algún que otro monigote), sino como heredero del iluminismo afrancesado, que se materializó en su fichaje de Manuel Valls, quien tras haber sido primer ministro de Francia acabó de candidato a la alcaldía de Barcelona como esos futbolistas que terminan su carrera en ligas de Oriente Medio, aunque en este caso el empeño resultó un fiasco y regresó a la política francesa. La que le interesa, al fin y al cabo, y la que le corresponde por su nacionalidad e identidad, siendo actualmente ministro de Ultramar allá. Gobernador colonial, vaya, por lo que se aprecia cierta continuidad…

Claro que la cuestión de quienes engrosaban las filas de este partido no se agota ahí. Hubo entre ellos antiguos humoristas, actores, tías buenas con ganas de medrar de aquella manera, rebotados del PSOE, del PP, a veces de ambos… Una formación-coche escoba que daba más segundas oportunidades que el Proyecto Hombre. Servidor tuvo ocasión de conocer en persona a algunos de sus cargos medios y siempre tuvo la impresión de que eran paracaidistas con escasa afinidad común más allá de tener baja testosterona (ellos). De hecho, es todo un ejemplo de la comedia humana contemplar dónde ha terminado hoy día cada cual tras la implosión del partido que momentáneamente los reunió. Unos han reencontrado la fe en Cristo, otros se han volcado en el sionismo, están los que ahora se dedican al coaching empresarial o a la imagen corporativa y quienes tienen podcasts para reivindicar la importancia de formar una familia, aunque bastantes —quizá la mayoría— han encontrado hueco en otros partidos, al menos cuatro distintos han recogido los restos del naufragio.

Y qué naufragio, señoras, señores y señoros, de una épica wagneriana que deja el del Titanic en aguadilla. Perder con tal estrépito te permite hacer historia. Que en dos elecciones celebradas solo con 7 meses de diferencia Cs pasara de 57 escaños a solo 10 es un descalabro que por su escala y rapidez no se había visto antes en ningún país. Ya en 2023 pasaría a desaparecer del arco parlamentario. Pero el tiempo va pasando y se avistan nuevos proyectos en el horizonte sospechosamente parecidos, el espectáculo democrático debe continuar…

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