Qué limpio estaba todo

Qué limpio estaba todo. José Vicente Pascual

En la bonita población costera de la no menos costera Cataluña donde actualmente resido —a la fuerza ahorcan—, doy un paseo matutino y dominical en compañía de mi perro, de nombre Claudio, hasta la ensombrada plazuela donde el animalillo tiene por costumbre hacer sus necesidades también matutinas aunque no exclusivamente dominicales. Mi asombro: encontrar a un grupo de limpiadoras-barrenderas que están dejando los entornos como la patena. Pregunto a una de ellas: “¿En domingo?”. Me responde: “Sí, en domingo. Y tenemos para todo el día”.

El alcalde del lugar, socialista como corresponde en las catalanas tierras donde no hay alcalde nacionalista a mano, ha decidido que con motivo de la regata de la Copa América celebrada este fin de semana en aguas de nuestro municipio, la población tiene que estar en perfecto estado de revista. El resto del año más o menos, pero a 17 de septiembre, después de un verano infernal con ratas en los contenedores y cadáveres de palomas planchetados por los vehículos en medio de la calzada, hay que dejar las calles pulquérrimas, no sea que los visitantes regatistas y público en general del marítimo evento —por lo visto la Copa América es la leche— piensen que en nuestro pueblo somos unos guarros; o algo peor: que el ayuntamiento gasta en limpieza menos que en gasolina para un mechero de yesca. Y por eso se han pasado las limpiadoras toda la mañana y toda la tarde, hasta la puesta de sol, dale que dale al rastrillo y el escobón, vaciando papeleras y limpiando cacas de perros porque no todos los dueños son como un servidor y bastantes de ellos dejan los truños, de diverso tamaño y aspecto, a la buena de Dios en la vía pública. Pero nada, ya les digo: gracias a nuestro flamante alcalde, el aspecto citadino de la bonita localidad costera donde habito era impecable. Y lo mismo que los incívicos dueños de los perros que dejan su rastro en la acera, habrá pensado: mañana Dios dirá.

Siempre me ha fascinado esa capacidad fabularia que tienen los políticos para adecentar la realidad, pasarle el trapo del polvo y presentarla como algo decente, aceptable y sobre todo meritorio en la medida en que el riguroso presente siempre es tarea común, como un logro civilizatorio conseguido a partes iguales entre la sufrida ciudadanía y los abnegados representantes del pueblo. Que unos se lleven la presión fiscal, la inflación, la suciedad y la inseguridad en las calles y las multas por pasarse de tiempo en la zona azul y otros vivan opíparos gracias a la presión fiscal, la inflación, la suciedad y la inseguridad en las calles y las multas por pasarse de tiempo en la zona azul es cuestión secundaria. Lo importante es que el sistema funciona así y no de otra manera y, ojo: es democrático. Y contra la democracia no hay palabra que levantar. Ya lo decía Julio Anguita: “La democracia no es gratis, amigos”. Uno, en su ingenuidad, siempre creyó que el buenazo de don Julio se refería a que vivir en democracia exige un esfuerzo cívico de participación y compromiso con las instituciones y la observancia colectiva de principios compartidos. Al cabo de los años ya se me han abierto los ojos: la democracia no es gratis porque cuesta muchísimo dinero, el necesario para mantener cuadrillas de limpiadoras —imagino que también de limpiadores— activas todo el fin de semana, la ciudad limpia como la conciencia democrática de quienes la dirigen, los salarios municipales de ediles, directores de área designados a dedo, personal de confianza, organizaciones benéficas subvencionadas —en la bonita población costera donde resido las hay a puñados—, ferias y fiestas, castillos de fuegos artificiales, artistas y pregoneros… Todo eso cuesta una lana y todo sale del mismo sitio, el mismo bolsillo rascado de siempre. Ah… Se me olvidaban los sombreritos de paja. Ahora se lo explico. Déjenme respirar un puntito y aparte y se lo cuento.

Pues nada, resulta que el alcalde del lugar —socialista de los modernos, aunque eso creo que ya lo dije antes— ha decidido que a cuantos asistieran a las carpas lúdicas organizadas con motivo de la Copa América se les regalase un sombrero de paja, para el sol, ya me entienden. El dicho sombrero tenía y tiene la particularidad de que en la toquilla que rodea la copa se exhiben en ristra las banderas de un montón de países americanos y, cuidado con esto, se destina el 50% de su longitud a la bandera de España. El detalle, como es natural, ha disgustado a los miembros del consistorio y representantes del pueblo que además de representantes del pueblo son independentistas o concilian más o menos con ellos, es decir: todos, incluidos los concejales del PSC, quienes manifestaron la inoportunidad de los célebres sombreritos. Nuestro alcalde, genio y figura, ha tenido que comparecer en distintos medios de comunicación para explicar que los sombreros son obsequio de la organización de la Copa América, no tienen coste para el ayuntamiento pero hay que tomarlos como vienen, con toquilla bicolor; y claro, entre regalar sombreros aunque sea con la aborrecida bandera española —española, ya ves, con lo a gusto que se vive siendo catalán a secas— y no regalar nada, decidió, en un acto de reflexiva generosidad, lo primero, aun a sabiendas de que el gesto quizás no iba a ser comprendido del todo por sus amigos de ERC, de JxCat., de ECPodem, de las CUP y de la ensaimada en verso.

Así que ya lo ven, se nos llena el municipio de sombreros y la vida pública de polémicas sobre banderas, como siempre; los políticos acolchonados en su profesión de siempre dicen lo de todos los días, las limpiadoras urbanas pasan la escoba, la gente luce sombreros de paja y la vida sigue, la gasolina está a 1´85 €/l y el diesel a 1’78, el aceite de oliva virgen extra Carbonell se nos pone a 11’26 el litro y el euribor ha subido otros 0’25 céntimos de euro. Y esto es la democracia, la que no es gratis según magisterio de aquel gran maestro que fue Anguita. Yo creo que el día en que los portadores de sombreros de paja con banderita entiendan que la diferencia entre dictadura y democracia consiste en que en una dictadura se sabe quién manda y en una democracia se sabe quién no manda ni pinta nada de nada, ese día, decía por decir, se convencerán también de que la vida es corta y a fin de cuentas no hay que detenerse tanto en cuestiones formales, y que la democracia es sobre todo una cuestión, justamente, de formas. Quizás entonces empiecen a pensar qué han hecho con el don más valioso que adquirieron junto a su condición humana: la libertad. Puede que reparen alguna vez en que identificar democracia con libertad —sobre todo esta “democracia”—, es comparar el océano Índico con una bañera en Móstoles. En fin, para meter la morra bajo un sombrero de paja ya tienen libertad suficiente, de eso no cabe duda. Lo que falta de esa misma libertad, que es buen trecho, es también debate mucho más largo. A saber para cuándo.

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