¿Quién llueve?

¿Quién llueve?. José Vicente Pascual

Yo creo que empecé a torcerme en la vida cuando, allá por los años del cólera, mi profesor de lengua española —«gramática» llamábamos entonces a la asignatura— explicó al alumnado que algunos verbos y sus acciones aparejadas no tienen sujeto, por la propia naturaleza de dicha acción. Casi todos esos verbos son los asociados a fenómenos meteorológicos —llover, diluviar, granizar…—, detalle del que tomamos buena nota en clase. Como cada uno es como es, donde mis condiscípulos vieron una oportunidad para librarse de la tiranía de las reglas sintácticas gracias a una excepción, yo vislumbré un desastre. Los verbos sin sujeto me abismaban a la quiebra ontológica, por así decirlo, como si a Tomás de Aquino le hubiesen apabullado con un efecto sin causa, desbaratando su certeza en las vías cognoscitivas sobre la necesidad del ente supremo. Si nadie llueve, ¿por qué llueve?, me interrogaba desde la inquieta irreverencia que caracteriza a la extrema juventud. Dicen los sabios —y no tengo motivos para dudarlo, a pesar de todo—, que si los jóvenes supieran y los viejos pudieran, el mundo sería muy otro y mucho mejor. Reconozco sin embargo que en esta materia de la lluvia, por más viejo que se hace uno no alcanza su discernir hasta el gran secreto: la razón metafísica del fenómeno. Quizás por eso, cuando llueve nos sentimos más libres; porque nos entregamos a una realidad sin causante, ajena del todo a voluntades humanas, en extraña y gozosa aceptación de nuestro vínculo inmaterial sustantivo con el todo que existe y conforma la razón amalgamada, indiferenciada, del ser en todo; del cual también lo ignoramos casi todo.

Dámaso Alonso, en «Hijos de la ira», atribuye esa mezcla de íntimo consuelo y nostalgia por lo aún no acaecido que sentimos cuando se abren las exclusas del cielo a la potestad liberadora de «la álgida mano de la lluvia». Gómez de la Serna, en su creatividad desbordada y a menudo exagerada, definía la lluvia como «la forma que tiene Dios de escribir en letra cursiva». Aunque Dios tampoco llueve, en este caso es verdad que da buen uso al recurso atmosférico. Sin olvidar, desde luego, al dios creador de Macondo, García Márquez, que a fuerza de hacer llover y más llover sobre el pueblo de los Buendía convirtió la lluvia «en una forma de silencio».

Todo esto y algunas otras observaciones que ahorro por no hacerme más pesado todavía, como dije antes, pertenecen al pasado, a otra época. Antes la lluvia, aparte de mojar y limpiar las calles, purificar el aire y regar los campos, daba razones a poetas y escritores para ejercer su oficio. Cómo olvidar a esa chica menuda y grácil que en un paisaje perfectamente urbano desaparece envuelta en su gabardina, bajo la lluvia, en todas las novelas policíacas; y cómo no acordarnos de Audrey Hepburn tiritando de amor junto a George Peppard, bajo la lluvia, en «Desayuno con diamantes».

Pero son cosas del pasado, no insistan. La contemporaneidad es diferente porque nada ha sucedido antes y todo cuanto ocurre es distinto. Mejor no darle más vueltas. La lluvia sigue sin tener sujeto pero ahora —hoy— tiene culpables. Si llueve poco o no llueve, la culpa es del cambio climático y de los «negacionistas» del cambio climático, que ni reciclan ni van en bici. Si llueve o llueve demasiado, como ha llovido este mes de marzo en toda España, la culpa es del cambio climático y de los «negacionistas» del cambio climático, que ni usan el transporte público, ni apagan la luz cuando salen de la habitación ni comen grillos. No me lamento porque echar de menos el pasado es de viejos y añorar la alegría pretérita nos estorba en la justa ponderación del ruido y la furia del hoy, lleno de culpables como todo el mundo sabe. Los aluviones distópicos sobre el progreso han conseguido lo que todos los profesores aburridos de lengua y literatura no lograron ayer: espantar a los poetas y otras aves literarias del hecho meteorológico y del factor climático. Ya no se puede escribir algo tan simple como «llueve», mucho menos «sobre los chopos medio deshojados, sobre los pardos tejados llueve y llueve» sin que la voz de cristales rotos en el ideario oficial, tan común, estridule: por culpa del cambio climático.

Siempre se dijo que la literatura y el arte en general son sistemas cerrados de valores en los que no caben consideraciones éticas ni ideológicas de ninguna especie. Pero no contábamos con la llegada de la larga noche, la pulsión paroxística de moralizarlo todo, incluida la lluvia. Aducen los biempensantes: «Es ridículo, lo politizan todo». No tanto, no se trata de politizar sino de moralizar, distinguir entre las buenas personas que ven llover y se remueven contra el capitalismo y el patriarcado y las malas gentes, aquellos que ven llover al otro lado de los cristales y sienten que la lluvia «es una cosa que sin duda ocurre en el pasado, pero también en el presente, porque uno la lleva consigo». Si lo dijo Cortázar, será. Y si los buenos dicen que la lluvia es refutación capital de los malos, entonces se acaban la poesía y la gramática y nace el sujeto, nuevo y poderoso artificio: ellos llueven.

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