Como homenaje in memoriam a nuestro entrañable compañero de cuadrilla recién fallecido, Antonio Varillas Alonso, “Toño”.
“Cazafranca” es el nombre de un grupo de WhatsApp compuesto por los cazadores que somos socios de los dos cotos de caza del municipio salmantino de Casafranca, a saber: los numerados como SA-10801 y SA-10440. Con los últimos cambios legislativos en materia cinegética y dentro de la invertebrada España de las Autonomías, consta recientemente bajo el sonoro nombre de Club Deportivo de Cazadores de Casafranca. Mas el caso es que la historia de este pequeño pueblo, Casafranca, o por mejor decir su intrahistoria, corre paralela o contiene en su devenir secular, a la actividad cazadora como una parte importante de la misma.
No está de más principiar recordando lo que la vetusta Enciclopedia Universal Ilustrada Europeo-Americana, editada por Espasa Calpe ya hace más de cien años, decía de Casafranca en su tomo XII y página 37. Y cito: “Geog. Mun. de 149 edifs., con 393 habits., formado por el lugar del mismo nombre. Corresponde a la prov. de Salamanca, p. j. de Alba de Tormes, de donde dista 38 kms. Aunque escaso de aguas, en el término se encuentran algunos manantiales de donde se provee el vecindario. Está situado en la falda de la alta sierra denominada Cabeza. Hay una pequeña extensión de monte poblado de carrasca y jara, siendo el terreno de escasa producción que consiste en cereales, garbanzos, legumbres, lino y cáñamo; cría ganado y abunda la caza menor. Dista 16 kms. de Guijuelo, cuya est. es la más próxima”. Exceptuando que se menciona a la sierra denominada Cabeza y no al pico Monreal, monte en cuya base y mirando al norte se encuentra el pueblo, y que la distancia a Guijuelo es justo de 10 klms y no de 16, llama la atención para el propósito de este escrito que se reseñe su abundancia en caza menor, lo cual para cualquier cazador castellanoleonés quiere decir por encima de toda otra pieza, lo siguiente: abundancia de perdices, liebres y conejos.
Cotejando los datos de edificios y población con los de otros pueblos colindantes de la comarca de Entresierras (según la prestigiosa enciclopedia y con la actual y digital Wikipedia de nuestra era informática y global), sabemos que estos datos, tanto de geografía humana como económica, pertenecen al censo de 1920. En el presente Casafranca pertenece al partido judicial de Béjar.
Como bien sabe nuestra prima Virginia Corzo Varillas, historiadora que con tanto esmero y dedicación se ha volcado en investigar las raíces etnográficas e históricas de Casafranca, leyenda e historia se entremezclan en el origen y decurso de nuestro pueblo. En la web que ella misma ha elaborado pueden seguirse las pesquisas de lo que se conoce con certeza y de lo que se intuye sobre Casafranca. (Véase: https://www.casafrancaweb.es/). Nuestra autora se interroga con humor (¡al mejor estilo CSI…, dice ella!) ¿qué tenemos?, y responde: una lápida romana, una excavación en un cercano paraje llamado Santillán, unas piedras labradas en la fachada de la iglesia y una reseña histórica.
No procede aquí glosar lo que de forma tan certera ha estudiado Virginia, tan sólo recordar, antes de meternos en “harina venatoria” y si se me permite tal expresión, que tras la excavación arqueológica de agosto de 1976 en el lugar y fuente conocidos como Santillán, donde fueron encontradas tumbas y restos de esqueletos humanos, se confirmó lo que por vía de leyenda (tradición oral que pasa de generación en generación a lo largo de los siglos), ya se había medio transmitido. A saber: que hubo un inicial poblamiento y ermita en dicho lugar (con el siglo VII como datación más reciente), es decir que allí estaba el pueblo originario y que donde hoy se ubica Casafranca había una gran casa común sin cierre para guardar aperos de labranza y tal vez algunos víveres. De ahí el nombre de “casa franca”.
De nuevo entre la historia y la leyenda nos llegan los ecos de que en la Edad Media, al amparo de Salvatierra de Tormes y entre la Vía de la Plata y la Cañada Real, el enclave de Santillán (incluyendo su ermita y sepulturas) fue arrasado por un gran incendio. De esta suerte (o más bien mala suerte) los vecinos, frente a fuego tan devastador, fueron a refugiarse a la “casa franca”, distante a un cuarto de legua. El pueblo no se reconstruyó en su lugar originario tras ser devorado por las llamas, sino que en torno a la citada casa se originó un nuevo pueblo, llamado, ahora sí, Casafranca. Desde entonces, entre el mito y la realidad, a los lugareños también se les conoce con el apelativo de ‘chamuscaos’.
Los dos lugares siguen existiendo, Santillán como paraje y hasta no hace muchos lustros como tierra de labrantío, y Casafranca como pueblo. Aunque de éste no hay mención escrita hasta 1523, en 1405 ya se cita el alfoz de Salvatierra de Tormes. Sabido es también que bajo el reinado de Alfonso IX de León se repobló toda la comarca de Salvatierra, orden dada por el rey en 1215 y ya cumplida en 1217, ya que en el largo proceso de Reconquista frente al Islam convenía repoblar y fortificar este territorio de frontera. Entre 1215 y 1265 ya hay datos de la primera repoblación y de los topónimos de esos nuevos emplazamientos. Además muchos dan nombre a pueblos que aún existen, pero no se nombra a Casafranca aunque sí aparece Monreal. Parece casi seguro que este Monreal o “monte real” sea lo que queda del Monreal de Alfonso IX. En su cima y a modo de gran mirador defensivo hubo una especie de fortaleza (bien atalaya o castillo) y también sobre este hecho siempre se han relatado leyendas que nos llevan a acontecimientos sobre los que la prima Virginia sigue investigando.
Igualmente muchos apellidos de personas y antepasados de Casafranca y demás pueblos cercanos remiten, en ese proceso de repoblación medieval entre el río Duero y el Tajo, a sus orígenes norteños. Así por ejemplo “Navarro” emerge de caballeros principales, hidalgos de Navarra conocidos como Los Navarro, que tomaron heredad en la ciudad de Ejea de los Caballeros en 1108, al luchar al lado de Alfonso Io de Aragón y vencer a los musulmanes. Y “Crego” es apellido de origen gallego, y como nombre común y con minúscula significa clérigo, cura o sacerdote. Estos como otros apellidos de Casafranca y muchos pueblos y ciudades españolas van estrechamente ligados a la Reconquista, sus gestas de armas, el ennoblecimiento de ciertos linajes y a las repoblaciones en su avance de norte a sur, además de contar con los que proceden claramente de origen sefardí.
Para finalizar con estos apuntes historiográficos que pretenden contextualizar nuestro ulterior relato, hay que referir que Casafranca fue durante el Antiguo Régimen un anejo de Fuenterroble de Salvatierra (pueblo sito a 4,3 klms al sureste en la carretera hacia Guijuelo), pero con la distribución de España en las actuales provincias en 1833 se desgajó y quedó como municipio independiente hasta hoy en día.
Acercándonos ya a nuestro tema hay que resaltar que el término municipal de Casafranca es rico en toponimia de diferentes parajes, bien se trate de fuentes, charcas, regatos, tierras de labor, prados en los que pastan los ganados o zonas muy determinadas del pico Monreal y de los montes y dehesas que quedan al norte del pueblo. Esto es importante, pues los vecinos y de entre ellos los aficionados a la caza menor (y durante muchas décadas más por necesidad alimenticia que por esparcimiento deportivo) podían así determinar con precisión donde abundaban los bandos de perdices, los vivares de conejos, la presencia de la esquiva liebre, antaño abundante, y de las codornices en tiempo de verano durante la media veda. Sabido es también de la abundancia de palomas torcaces, zorros, sisones en sus campos hasta no hace muchos lustros y patos en sus charcas. La noctámbula gineta también tenía su hábitat en el Monreal. Y como alimaña temida por cualquier ganadero hay que citar que el lobo estuvo presente hasta finales de los años cuarenta del pasado siglo, a veces de forma esporádica en la comarca, criando principalmente en los montes de Tonda y el Cabezo, próximos a Fuenterroble.
Así pues nombres como la fuente de Santillán, fuente Arriba, fuente Abajo, fuente Herrera, del Maíllo, del Chorlito, de la Mentira, de la Perdiz, la charca de los Maderos, la charca el Monte, el teso Martín Tabayo, el Cañito, el prao Grande, el prao Marta, el de las Monjas, el prao las Encinas, Pedrofeo, las Viñuelas, la Naveta, las Cerrás, las Raes, Cuatromojones, la Majá las vacas, la Granja, el Monteabajo, el teso Pendón, los Carrasquitos, la Punta la pared, el camino de los Serranos, la Mata, los vivares de Aldeanueva, Arroyomolinos, las Armuñas, la Calamorra y un largo etcétera, son lugares de fácil reconocimiento para cualquiera que haya vivido en Casafranca y mucho más si ha sido cazador.
He de confesar que para el que esto escribe es motivo de cierta vergüenza no reconocer mentalmente y con precisión la ubicación de muchos de esos parajes citados, y más siendo nieto e hijo de cazadores (Calixto Navarro, 1888-1953, y Ángel Navarro Varillas, 1929-1994, respectivamente), pero también he de decir que disfruto por igual con la lectura de relatos cinegéticos de los que España es una nación que despuntó ya desde la Edad Media y más aún desde su Siglo de Oro. Frente a la tradición anglosajona la legislación cinegética, desde Alfonso X el Sabio hasta los Austrias y los Borbones ha sido sabia y ponderada, y permitía el ejercicio de la caza, a partir de Felipe II y Felipe IV, a todo hombre de bien, con independencia de su linaje o clase social. Época hubo en que se concedía licencia gratuita a los pastores que pudiesen pagarse un arcabuz o escopeta de chispa o pistón, siempre y cuando fuera para defenderse de los lobos, usando bala o postas, pero con la prohibición expresa de usarla con perdigones durante todo el año para la caza menor. Los tratados de Alonso Martínez de Espinar (de 1644) y de Don Fernando Tamariz de la Escalera (“Tratado de la caza del vuelo”, de 1654) son sólo una pequeña pero excelente muestra de lo que acabamos de afirmar. Otro apunte: se sabe que en tiempos de Felipe IV en el Monreal, que era de paso obligado en la ruta hacia el castillo de Monleón (próximo a Linares de Riofrio), abundaba la caza mayor, suponemos que el ciervo, el jabalí y el lobo.
Se puede colegir que pocos cazadores habría en Casafranca en el siglo XIX al ser éste un pequeño pueblo, pues en 1842 tan solo contaba con 148 habitantes, cifra que fue lentamente subiendo hasta llegar a su cota máxima en 1910, donde, según los censos, había 427 almas.
Es ahora cuando la información que Adolfo Varillas González narra en sus memorias nos viene como anillo al dedo. Esta persona notable de Casafranca, nacida en 1902 y que falleció ya entrada la década de 1990, nos cuenta, por transcripción de su nieta Virginia Corzo, ya mencionada, su infancia y juventud en el pueblo a principios del siglo XX, su vida como militar y, por supuesto, algunos de sus recuerdos como cazador que es lo que aquí nos interesa.
Aunque a partir de 1860 ya eran conocidas en España las escopetas (de un cañón o de dos) de retrocarga sistema Lefaucheux y a partir de 1875-1880 las primeras de cartucho de fuego central, eran éstas armas caras, imposibles de adquirir por los labriegos y pequeños ganaderos que vivían en nuestra “piel de toro”. Así pues y como nos recuerda el “tío Adolfo”, en los pueblos la mayoría de los cazadores seguían usando las viejas y baratas escopetas de pistón y avancarga, con su largo cañón y baqueta metálica embutida en la caña de la cureña o caja.
El primer grupo de cazadores que menciona en sus memorias tan entrañable familiar fue el formado por Ignacio Pérez, Eusebio Navarro y su hermano Juan Manuel, Adrián Varillas, Calixto Navarro, Pedro Navarro y el propio Adolfo Varillas (hermano del señor Adrián). Seguro que estos hombres conocieron y aún usaron de jóvenes en el término de Casafranca las escopetas de avancarga y pistón, pues por ejemplo y como a mí desde niño me contó mi padre, el suyo, Calixto, y alguno más, tras ser requisadas las escopetas de cartucho durante la Guerra Civil (1936-1939), desempolvaron de los sobrados las viejas de avancarga y con ellas se las apañaron para seguir cazando, que en tiempos de tanta necesidad era lo mismo como tener la oportunidad de llevar carne al hogar; es decir alguna liebre o conejo. Como anécdota contaré que incluso a falta de pistones llegaron a utilizar cabezas de cerillas a modo de fulminantes, lo cual producía un retardo en el disparo que hacía “chisss-pum”, al igual que las aún más antiguas escopetas de chispa del siglo XVIII y principios del XIX.
Entre los cazadores más jóvenes y ya a partir de mediados de la pasada centuria hay que citar a Adolfo Varillas (hijo), Manuel Varillas, Vicente Varillas, Ángel Navarro (sobrinos de quien nos dejó estos testimonios), Eusebio Navarro (hijo), Juan Pedro Navarro y Heliodoro Navarro. Con posterioridad se fueron incorporando hijos y nietos de los ya mentados más arriba, como Adrián, Vicente, Victoriano, Joaquín, los hijos del señor Justo (Simón, Antonio –Toño para los amigos—y José), etc. Como sucede con muchos pueblos la afición a la caza se transmite de generación en generación, de padres a hijos.
El mío, Ángel Navarro, cuando yo era niño y aquí, en Sama de Langreo (Asturias), pues la inmensa mayoría de los pobladores de la España rural tras la posguerra iniciaron el camino de la emigración a zonas industriales, me contaba no cuentos fabulados, sino pequeñas aventuras, incidentes y lances de caza de su padre, mi abuelo Calixto y de él en su primera mocedad. Mi abuelo, además de la muy vieja de avancarga, tenía una escopeta del 12-65 de un solo cañón, llave a la caja con martillo exterior; arma que fue muy popular entre los cazadores campesinos dado su bajo precio. Los cartuchos (de cartón, por supuesto) los recargaba con fulminantes, pólvora negra, tacos, tapas y perdigón a granel que compraba en Guijuelo, en ese gran almacén que popularmente siempre se llamó “en casa la viuda”. No puedo menos que acordarme aquí del personaje de Juan Gualberto, “el Barbas”, que tan bien describe Miguel Delibes en su obra Viejas historias de Castilla la Vieja, pues la forma de cazar de mi abuelo recuerda mucho a la de este personaje.
El viejo Calixto (y acompañado por mi padre desde que éste era muchacho) se dedicaba en invierno y los días de nieve a cazar ginetas, a ser posible sin tener que disparar un tiro para así no estropear la piel. El caso es que durante la noche anterior no hubiese nevado, de tal suerte que las huellas quedasen impresas en la nieve y era fácil saber, para un experimentado cazador, en qué árbol hueco se había refugiado la gineta. Se hacía un agujero mayor en la base del árbol y otro pequeño en el remate del tronco por el que se metía un chuzo afilado, del que huía el animal bajando por el interior del tronco. En la base y frente al hueco abierto se ceñía un saco y si había suerte se podía atrapar a la gineta viva, cuya piel era valorada por los peleteros de Salamanca. Era ésta una forma de sacarse unas modestas pesetas.
La caza con armas tan sencillas no estaba exenta de ciertos peligros, pues una vez mi abuelo, aún joven, al saltar una pared de pizarra entre dos prados, tiró del cañón de su escopeta al ir a cogerla tras el salto, y en esto el martillo percutor, el clásico “perrillo”, se enganchó en un saliente y se le disparó el arma de forma involuntaria, quedando él con una mejilla toda ennegrecida por la explosión de la pólvora y con algo de sangre. Un centímetro más inclinada la escopeta y mi querido abuelo se habría volado la cabeza, mi padre no habría nacido y yo no estaría aquí relatando esta anécdota. Sucedió que dolorido y con el rosto ensangrentado se refugió en las “Casas Caídas” y llegó a la suya de esta guisa, y ya al anochecer, intentando no asustar por su aspecto a mi abuela Brígida. Yo este hecho, del que se cumplen más de cien años, se lo oí contar a mi tía Filomena que era la hija mayor de la familia, pues había nacido en 1916.
Me recordaba mi padre la primera pieza que cazó con dieciséis años. Cogió a hurtadillas la escopeta de mi abuelo y tres cartuchos que éste había recargado. En los primeros prados que hay a la entrada del pueblo tiró a una perdiz, y nada; luego a otra que se le escapó soltando plumas. Por fin y con el último cartucho que le quedaba revolcó a una liebre grande, que muy serio y ufano llevó a casa y colgó en la alacena. Mi abuelo se sorprendió al verla, pero le regañó por haber malgastado tres cartuchos para traer solo una pieza. En otra ocasión a punto estuvo mi padre siendo muy joven de dispararle a un arriero, pues él, que estaba en una tierra escardando, casi lo confunde con una zorra, pero es que el mulero había seguido a escondidas a mi padre y estaba oculto tras unos zarzales haciendo ruido pero sin darse a conocer, ya que había perdido una manta que llevaba sobre su mula y se le había metido en la cabeza que mi padre se la había encontrado y no se la iba a devolver. También y de forma algo truculenta me describió la primera vez que él, yendo armados a rastrear huellas de gineta, un día de invierno en que el Monreal estaba todo nevado, vio con su padre y de lejos, en “Los Piornales”, a una pareja de lobos, macho y hembra, que en cuanto alzaron la cabeza y olfatearon su presencia salieron corriendo en dirección a la Calamorra.
Era tal la afición a la caza que, con la excusa de que los cazadores de los pueblos aledaños no se metieran en los terrenos de Casafranca, la víspera de la apertura de la veda un año decidieron los del pueblo ir a pasar la noche al raso, acampando en “Los Carrasquitos”. No pegaron ojo, pues toda la noche Ignacio no paró de despotricar y quejarse de que tenía pulgas, pero lo cierto, según las memorias del “tío Adolfo”, es que se había acostado sobre un hormiguero. Yo recuerdo muy de niño, tal vez en 1969-70 y cuando la apertura era el 12 de octubre, día del Pilar y de la Hispanidad, que a media mañana ya bajaba un burro tirado por un lugareño cargado con la multitud de piezas cazadas hasta ese momento por toda la cuadrilla, para así evitar el excesivo peso en los morrales. El reparto de los lotes (perdices, liebres y conejos) se hizo en el portal de la casa de mis abuelos paternos (Calixto y Brígida) que la tenía en arriendo Adolfo; con Isidro, que era un muchacho, de espalda a todos los lotes y repartiéndolos entre los cazadores por sorteo.
Algunas anécdotas más podría contar yo basadas siempre en la memoria de mis mayores, pero este escrito ya se extiende demasiado. La caza de verdad, no la sembrada, la de hombre libre frente a pieza libre y en campo libre (como le gustaba decir a Miguel Delibes) está llena de mil peripecias e incidentes, como el año en que el día de la apertura (no sé muy bien si en 1981 o 1984) una liebre se llevó veintitrés tiros antes de ser abatida por el último y ello a la vera de Santillán. ¡lo que tiene la precipitación!. Yo ya estaba en la Universidad, había comenzado el curso y esa misma tarde tuve que coger con pena y en Guijuelo el tren para Asturias.
Finalmente quiero despedir este relato recordando la composición que dediqué a la memoria de mi padre, Ángel Navarro Varillas (1-3-1929 — 29-4-1994), tras su fallecimiento. Dice así:
La vieja escopeta
Mi padre te jubiló con su muerte prematura
y entre tus dones legó la pátina en tu figura.
Abriste aula en las manos de un cazador de tal tino, que te hizo así maestra del campo salamanquino.
Las bestezuelas del bosque concédanle ya el perdón, que tú bien que las cazaste sin dar tregua a su afición.