Reseña de «Los Sufis»

Reseña de "Los Sufis". Guillermo Más

Título: “Los Sufis

Autor: Idries Shah

 

El islam y los orígenes desconocidos de la alquimia occidental

En su canónico texto sobre el mundo sufí, con prólogo de Robert Graves, el erudito Idries Shah escribe «Tanto si Richard Francis Burton era francmasón como si no, lo indudable es que era sufí». A partir de ahí, Shah comienza a señalar una serie de puntos de unión entre el mundo del esoterismo islámico más profundo, el de los sufís, y el esoterismo occidental más oculto, en la línea de lo que hiciera en su momento Miguel Asín Palacios con Dante o, más recientemente, Luce López-Baralt con Juan de la Cruz. Según demuestra Shah, tanto el término «constructores» como «albañiles» procede de una sociedad secreta sufí llamada «los constructores» («Al-Bama») que nació en el siglo IX. Por su parte, también los «carbonarios», fundados entre Francia y Alemania, provienen de la escuela derviche de los «carboneros».

La palabra «al-Banna» sirve por igual, en el contexto sufí, para nombrar a «constructores» y «masones». La «baraka» es transmitida por una cadena de «maestros» y «alumnos», a través de un «lenguaje secreto» que evita la intromisión de los profanos. Incluso la raíz de los «trovadores», que es «trb», proviene del árabe. Igual que el término griego «melaina» hacía referencia al color negro, en el mundo árabe también existe esta conexión fundamental con un color tan simbólico: el grupo escogido por el grupo terrorista ISIS nos lleva hasta el Antiguo Egipto, también llamado «Tierra Negra» por los árabes, con un término que es punto de partida de la moderna noción de «alquimia» («al-khīmiyā»), y las vírgenes negras como sacerdotisas de Isis (véase: Virgen de Montserrat), la diosa que se corresponde con la estrella de Sirio.

De Egipto los árabes se llevaron los «secretos egipcios», tras la conquista musulmana del país de los faraones acontecida en el siglo VII, sobre todo del territorio de «Chemia», tras el cual acabaron derivando en el restablecimiento del «Arte Negro» como «Arte Hermético». Fueron descendientes directos de Mahoma, según reza la leyenda, los encargados de transmitir este conocimiento, conformando el grupo de los «Shriner» (o «shrine»), también conocida como Antigua Orden Árabe de los Nobles del Santuario Místico y fundada en La Meca. Según Shah, existe una relación entre el Templo Sagrado en La Meca y el Templo del rey Salomón: el gran maestro Sufi Maaruf Karkhi es llamado «hijo de David», a la manera del Salomón hebreo, por su relación con el gran maestro que lo antecedió: Daud el Tai.

El autoproclamado «luciferino» Michael Howard afirma: «El símbolo de la Orden de los Shriner es una Luna creciente formada por las garras de un tigre de Bengala, con una efigie de un faraón egipcio grabada, una urna encima y un pentagrama debajo. La Luna creciente cuelga de una cimitarra que para la Orden es una representación de la Madre Universal venerada en la antigüedad como Isis. Los cuernos de la Luna creciente apuntan hacia abajo porque representa el ocaso de la Luna de la fe antigua ante el amanecer del Sol de la nueva religión de la fraternidad de la humanidad». Muchos han querido conectar a esa deidad femenina, la Isis egipcia o la Ishtar babilónica, con esa Babalon adorada por Aleister Crowley (que anunció el «Eón de Horus» tras contactar con la entidad Aiwass en la pirámide de Guiza, allá por abril de 1904), de la misma forma que han conectado el grado 13 de los masones, llamado «caballero templario», con una ceremonia satánica denominada «la ceremonia del aire asfixiante».

Alrededor del 691 los sarracenos terminaron su particular recreación del Templo de Salomón en el lugar que ahora es conocido como la Cúpula de la Roca, que más tarde sería venerado por los caballeros templarios y, tras la persecución de estos en parte debido a sus «inclinaciones sarracenas», serían los francmasones quienes asumirían los dogmas de los extintos miembros de la Orden del Temple.

La «kaaba», el cubo negro de La Meca, recibe el nombre de «hajarel aswad», la Piedra de la Sabiduría. en una acepción donde «negro» debe entenderse como sinónimo de «carbón». Las sinergias entre la Cábala y el conocimiento esotérico de estos sarracenos son evidentes y, en muchos casos, remontan sus relaciones hasta un pasado común de tránsito casi cotidiano en España. Los sufíes empleaban, por ejemplo, un Cuadrado Mágico de quince de clara procedencia cabalísitca, como afirma Shah: «Si fuesen necesarios más indicios, podríamos referir el hecho de que este mismo cuadrado mágico fue usado por Geber, el padre de la alquimia tanto oriental como occidental, y por la sociedad sufi de la cual Geber era miembro».

El nexo más evidente entre alquimistas, templarios, rosacruces y francmasones, por no hablar de otros grupos como los «Carbonari», es su vinculación profunda con el mundo sufí. El padre de la alquimia, Jabir Ibn el-Hayyan, más conocido como Geber, era sufí y fundó un método basado en la conjunción de tres elementos principales, la sal, la azufre y el mercurio, para encontrar Oro Filosófico (o «Piedra Filosofal»). Su obra fue introducida en Occidente a partir del año 1144 por Robert de Chester, que estudió en la España musulmana, especialmente interesado por las técnicas desarrolladas por Geber para explorar la sabiduría oculta en la oscuridad y, a partir de ese presupuesto, lograr ampliar la conciencia humana. Tanto Geber como su maestro, el Imán Jafar Sadiq, son grandes maestros sufíes cuyo conocimiento deriva directamente de Mahoma.

La célebre «Piedra Filosofal» de los alquimistas modernos no es otra cosa que una traducción del «azogue» (o «el-dhat») de los árabes, el «mercurio» (o «zibaq») que para la mística islámica sublima la Naturaleza. Escribe Shah: «La palabra árabe para piedra está asociada con la palabra “oculto, prohibido”. Por ende se adoptó el símbolo de la piedra según la regla normal de asonancia que rige entre los Sufis»

Para Ibn Arabí, el «azufre» es divino, lo mismo que el oro y la plata. Esto debe entenderse desde un punto de vista metafórico más que literal, referido al proceso de transformación interior antes que como expresión de un proceso químico. Hermes Trismegisto, equivalente del dios Mercurio griego, el hierofante, es percibido por algunos como la conjunción de tres maestros reales: el Thot egipcio, el Enoch judío y el Idris musulmán. Lo último que sabemos de Mercurio es que acabó convertido en pájaro, como Merlín, hablando ese «lenguaje» sagrado para la cosmovisión sufí.

El dogma central de toda alquimia es el de la unidad, llevar la conciencia del iniciado hacia lo Uno, provocando una transformación capaz de sintetizar macro y microcosmos en un mismo «metal» humano. Esta recursividad histórica, que podríamos denominar sincronicidad discontinua, ya que todos los esoterismos describen la misma iniciación, en la medida en que la Verdad trascendente de las religiones es la misma, lo que explica las similitudes entre el taoísmo y la alquimia sufí.

El iluminismo rosacruz es el intento más ambicioso por sintetizar todas las tradiciones en una misma cosmovisión occidental, en la línea de Ramón Llull o Roger Bacon, tras los pasos de Paracelso, que fue iniciado en Turquía, de Alberto Magno, que enseñó a Tomás de Aquino la obra de Aristóteles a partir de traducciones musulmanas, o del legendario Christian Rosenkreutz que adquirió un conocimiento ancestral, el mismo que la Sibila le reveló a Eneas, de Oriente.

Desde esta óptica los Fieles de Amor (o «Fedeli d’Amore») encabezados por Dante, no son otra cosa que una actualización de la obra de Ibn Arabí, nacido en España y muerto en Damasco, maestro del esoterismo musulmán que influyó en distintas órdenes caballerescas que entraron en contacto directo con los caballeros templarios, como por otro lado hizo Omar Khayyam, introduciendo en Occidente la célebre búsqueda de «las fuentes del Nilo», así como la «rosa mística» del jardín sufí retomada en la Divina Comedia, que a su vez daría lugar a obras literarias como el Roman de la Rose y sobre todo al ideario mínimo del rosacrucismo tal y como lo conocemos.

El peregrinaje de Dante en su «opus magnum», directamente inspirado en el de Mahoma, no es otra cosa que el intento por restaurar el estado primigenio extraviado, ese «estado edénico» de virtud e inocencia que perdemos al «caer» en la materia, pero que a su vez es el inicio de un camino de ascensión hacia las regiones superiores pobladas por ángeles querubines y ese Dios representado como un foco de luz rodeado de 9 círculos. Los sufís son los místicos ortodoxos del islam, mientras que los ismailitas son los heterodoxos.

Escribe Shah: «La piedra, según los Sufis, es el dhat, la esencia, la cual es tan poderosa que puede transformar todo lo que entre en contacto con ella. Es la esencia del hombre, que participa de aquello que la gente llama lo divino. Es la “luz solar”, capaz de elevar a la humanidad hasta la etapa siguiente». La piedra es siempre el primer pilar y, por eso mismo, el primer paso para la re-construcción del Templo. Por eso Hiram Abiff, que más tarde sería encarnado por Jacques de Molay, resulta enormemente relevante, en tanto que actualización de Osiris, dentro de los ritos iniciáticos de rosacruces, primero, y masones, después. Su muerte a manos de Jubelo, Jubela y Jubelum es, como la de Juan Bautista por culpa de Salomé, una muestra de que la vida del iniciado pasa a estar al servicio de algo superior. O, si se prefiere, de que la víctima nunca está exenta de ser verdugo (y viceversa).

La actitud del iniciado, al que se le vendan los ojos exteriores para que comience a mirar con el «tercer ojo» interior, debe ser la de «adentrarse», mediante la voluntad activa de «rasgar el velo» y «hacer entrar» (o «eisôtheô») la conciencia al otro lado de la puerta de lo Real, donde, una vez atravesado el manto de las apariencias, es posible observar aquello que oculta la manifestación: lo esencial. En ese sentido, el significado profundo de ese «adentrarse» («eisôtheô») consiste en asistir a la revelación de la Doctrina Secreta reservada solamente para un pequeño grupo de iniciados dentro del grupo más vasto de iniciados que nunca la conocerán.

El simbolismo de la «Estrella de David» o el «Sello de Salomón» tiene dos partes bien diferenciadas que explican esto gráficamente: el triángulo superior representa la tríada celestial de «kether», «chokmah», «binah» y el triángulo inferior representan a los tres traidores de Hiram Abiff, a los que corresponde una negligencia del iniciado, asociada con la ambición, el ego o la maldad. Para que el mercurio se materialice el azufre debe ser templado, ya que sin esa transformación interior no aparecerá ese Cristo interior que se identifica con Juan el Bautista: aquel que, tras los pasos de Orfeo, es decapitado para poder alcanzar el Sí Mismo.

El primer arquitecto del templo del que tenemos noticia es Tubal Caín, discípulo del primer herrero, el vulcano latino, que a su vez iniciará a Hiram Abiff en la historia rosacruz del siglo XVII transmitida a masones y relativa a la construcción del Templo de Salomón, según la cual tres compañeros celosos roban al Gran Maestro y el último de ellos lo mata. Encima del cuerpo exangüe estos hermanos envidiosos plantan una planta, la acacia, que servirá para que otros compañeros encuentren el cadáver. Este Hiram, detrás del cual late el arquetipo de Osiris, de la unidad fragmentada en lo múltiple, pasará a identificarse con lo solar a partir de la acacia. Por eso se dice que los masones son «hijos de la viuda», esto es, de la diosa Isis, de la Naturaleza que se oculta tras un velo negro. Sin embargo, Hiram resucitará, en términos alquímicos, en el plano divino, como Mercurio. En ese preciso punto, el de la sublimación, es donde el esoterismo islámico se terminará de volver alquimia occidental.

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