Se escribe Occidente, hoy se lee Uccidente (*)

Se escribe Occidente, hoy se lee Uccidente (*). Diego Fusaro

(*) Juego de palabras con el término Occidente y el verbo italiano “uccidere”, que puede traducirse como “matar”, “asesinar”

 

Si se quisiera expresar con la potencia inmediata de la imagen la condición del actual Occidente a merced del nihilismo y, para decirlo à la Hegel, de la «furia del desaparecer» (Furie des Verschwindens), no habría otra obra más adecuada a la que remitirse que a La Parábola de los ciegos (1568) de Pieter Bruegel.

Como sabemos, el cuadro de Bruegel traduce en imágenes la parábola evangélica (Mt 15, 14) del ciego que guía a otro ciego: «son ciegos que guían a ciegos. ¡Y cuando un ciego guía a otro ciego, los dos caerán en un hoyo!”. La superación acéfala, irreflexiva y totalmente miope de los límites y de la justa medida, a la que se acompaña el falso mito del crecimiento infinito y de la destrucción de los entes en su integridad, alimenta, en el tiempo de la «noche del mundo”, una condición análoga a la plasmada por Bruegel, en la que la humanidad, siguiendo ciegamente a los falsos ídolos y a los falsos guías de la sociedad del fanatismo del mercado -ellos mismos ciegos-, se precipita en el abismo. La pérdida del marco de valores, el olvido del Ser, la desacralización del mundo, la furia de la voluntad de poder ilimitadamente empoderadora constituyen hoy la constelación heterogénea, pero no por ello menos unitaria en su significado, dentro de la cual se consuma la decadencia de Occidente, su ruinoso y ciego caminar hacia el despeñadero.

La interpretación de Occidente como «tierra del ocaso» se presenta, en efecto, como un auténtico τόπος (tópos –lugar-) literario ya arraigado en nuestra civilización desde hace algún tiempo. Al Oriente como la tierra de la aurora (ex oriente lux) se suele contraponer el Occidente como condición crepuscular. Aún más claro que nuestras lenguas, donde también se da la conexión con el «ocaso» (occasum), resulta el idioma alemán, que llama a Occidente Abendland, literalmente «tierra de la noche«.

El tema, ya claramente desarrollado por Nietzsche mediante la mise en forme de las categorías decadencia y nihilismo, sólo se convierte en un leitmotiv popular con la publicación -entre 1918 y 1922- de La decadencia de Occidente de Oswald Spengler, profundo estudio que, no sin un cierto dilettantismo, tiene el doble mérito de transformar la cuestión en un horizonte de sentido (si no compartido, ciertamente discutido en todas las latitudes) y de reflexionar sobre las causas y sobre las modalidades en que se manifiesta este declive de nuestra civilización. Al margen de los múltiples aspectos intrínsecamente problemáticos y no compartibles del análisis spengleriano (in primis su percepción de la democracia misma como síntoma de la decadencia y el análisis superficial, cuando no farragoso, de las condiciones socioeconómicas), no se puede negar el mérito de su obra.

Toda civilización, incluida la nuestra, resultaría del todo similar a un organismo, dotado de nacimiento, desarrollo y muerte, según lo que el propio Spengler denomina «lógica orgánica del devenir» (organische Logik des Werdens). Y ya Hegel, en sus Lecciones sobre la Filosofía de la Historia, había evidenciado que, sobre el plano de la historia como «tribunal del mundo» (Weltgericht) y como espacio temporal de concretización de la Idea, cada pueblo y cada civilización, una vez cumplida su propia misión de realización del Espíritu, entrega el testigo y, al igual que los héroes cósmico-históricos, cae como una cáscara vacía y usada por la «astucia de la razón«: «un pueblo no puede recorrer más etapas, no puede hacer época dos veces en la historia del mundo».

Hegelianamente, la Historia mundial o universal (Weltgeschichte) sería esencialmente una historia de los pueblos, cada uno de los cuales ofrece su propia contribución específica a la implementación del fin universal. Más precisamente, «a cada pueblo cósmico-histórico se le ha confiado la misión de representar un principio»; cumplido el cual, el pueblo en cuestión cede al siguiente el cetro de la función de representante temporal del «Espíritu del mundo» (Weltgeist). Como ocurre con los héroes, cada pueblo y cada civilización creen que contribuyen únicamente a su propio desarrollo cuando, en realidad, operan secretamente, sin tener consciencia de ello, en nombre del progreso de la humanidad unitariamente entendida, con arreglo a la lógica de la providencia inmanente de la “astucia de la razón” (List der Vernunft): “el fruto vuelve a ser semilla, pero semilla de otro pueblo, para llevar esto a la madurez”.

En calidad de sismógrafo de la vitalidad y de la decadencia de las civilizaciones, Spengler utiliza la pareja conceptual Kultur y Zivilisation para sondear el estadio en el que se encuentra Occidente: si la Kultur coincide con la «cultura» vital, espontánea y creativa, como se ha ejemplificado extrínsecamente con la civilización helénica, la Zivilisation, por su parte, corresponde a una cultura refinada y artificial, agotada y entregada a la consunción. Tal es, a juicio de Spengler, la condición de Occidente, cuyo tránsito de la Kultur a la Zivilisation revela las huellas indelebles de la decadencia en curso. Según cuanto ya se ha apuntado, la diagnosis de Spengler parece aceptable en sus líneas generales, independientemente de las particulares soluciones hermenéuticas propuestas en relación con los síntomas de la décadence.

¿Qué es entonces el Occidente del que se registra hace tiempo el ocaso? ¿Cuál es su esencia? Es éste un «eterno problema«, por retomar la locución aristotélica – τὸ ἀεὶ ἀπορούμενον – relativa al Ser (Metafísica, 1028 b 3). Occidente parece, en primer lugar, expresar un movimiento o, más concretamente, un preciso momento en la trayectoria del desarrollo de la humanidad: es la fase tardía de la madurez y del declive precursor de la senectud de una humanidad ahora cansada de sí misma y de la vida. La imagen de Occidente como movimiento de decadencia parece recordar directamente una visión heliodrómica de la historia como es, en forma suprema, la hegeliana, según la cual la humanidad nace en Oriente y, después de haber recorrido el rico abanico de sus posibilidades, se pone en Occidente.

Pero, junto a esta imagen dinámica, el lema Occidente reclama también la figura de la espacialidad y, señaladamente, la del Oeste contrapuesto al Este, por tanto y ante todo, de Europa como sinécdoque del propio Occidente. La figura espacial, no obstante, parece hoy extremadamente problemática si se considera que la occidentalización del mundo -otro posible nombre para la globalización como «pasaje a Occidente» (Giacomo Marramao) universalmente impuesto a todo y a todos- ha llevado a una saturación del planeta por obra de la lógica y de los usos, de las costumbres y de las visiones occidentales; con la flagrante paradoja de que las tierras japonesas, que geográficamente pertenecen al Extremo Oriente, en el plano de la Zivilisation y del ordo mentis encarnan la quintaesencia de Occidente.

Por lo tanto, entrelazando las determinaciones conceptuales examinadas hasta ahora, se podría inferir que Occidente representa inicialmente una Kultur y, en las posteriores fases de su desarrollo, una Zivilisation que, surgida en el espacio circunscrito de la Europa del pensamiento griego y de la teología cristiana, tiende a saturar el espacio del mundo y a volverse all inclusive, obligando a toda otra civilización y a toda otra cultura a asimilar el modelo de vida y de relación occidental. Desde las conquistas de Alejandro Magno, que hicieron del Helenismo la primera globalización ante litteram, hasta las navegaciones de conquista con las que se inaugura la Modernidad, Occidente se presenta como una civilización inquieta, insatisfecha de sus espacios y vocacionalmente proyectada hacia el plus ultra de la conquista y de la asimilación del Otro de Sí.

En sus múltiples y prismáticas autorrepresentaciones, Occidente se ha concebido bajo diversos paradigmas: ora como el reino del «concepto» (Begriff) y, por tanto, de aquella racionalización que, en opinión del Weber de La Ciencia como profesión (1917), representaría el fil rouge (hilo rojo o hilo conductor) de nuestra civilización, desde la filosofía socrática a la moderna racionalidad capitalista; ora como imperio de la libertad y de la vivacidad de las formas de vida, según un τόπος –tópos– que establemente acompaña, a modo de bajo continuo, la autocomplaciente representación que nuestra civilización ha presentado de sí misma, desde Los Persas de Esquilo pasando por Del Espíritu de las Leyes de Montesquieu, hasta, una vez más, Hegel y su suprema sistematización de ese esquema hermenéutico: el Occidente, por tanto, como reino de la libertad, contrapuesto al Oriente, espacio homologado e indistinto del despotismo.

De ello se deduce también la necesidad que, desde siempre, Occidente tiene del Otro de Sí, de Oriente, para definir por contraste su propio perfil. Sobre las pisadas de las hegelianas Lecciones sobre la Filosofía de la Historia, Occidente es la tierra en la que el Espíritu se hace cada vez más conciencia de sí mismo y de la libertad como su determinación fundamental, universalizando paulatinamente ese principio, según el ritmo que va desde el mundo helénico, en el que pocos eran libres, al cristiano y moderno, en el que todos -en cuanto seres humanos – son igualmente libres. El “Espíritu del mundo” (Weltgeist), que notoriamente no descansa nunca, induce a avanzar, con lo moderno, calzando las botas de siete leguas; y acelera el proceso de universalización de la libertad siguiendo la máxima motus in fine velocior -el movimiento es más rápido al final-. Esta dinámica se aprecia nuevamente del modo más nítido mediante la contraposición con Oriente, petrificado en sus condiciones dadas y condenado a no conocer otra cosa que la libertad de uno solo -el déspota– que, precisamente por eso, ni tan siquiera hace libre a su único y exclusivo titular, ya que carece de la relación de reconocimiento con el Otro. En opinión de Hegel, en las tierras orientales, caracterizadas por espacios abiertos y llanos, prevalece en todos los frentes –desde la política a la sociedad, desde la historia a la economía- el «elemento estacionario» (das Statarische), según el persistente cliché occidentalista antiguo que es posible rastrear al menos desde Los Persas de Esquilo, y que va a ser reeditado con énfasis, entre otros, por Maquiavelo, y luego por Herder en sus Ideas para una Filosofía de la Historia de la humanidad (1791), donde compara el inmovilismo oriental con un largo «sueño invernal«.

Mientras en Oriente, presa del letargo asiático, todo vegeta aprisionado en una parálisis crónica que se prolonga durante milenios (encarnada del modo más emblemático por el horror de las castas en las que «todo está petrificado en las diferencias»), Occidente se distingue por un inflexible dinamismo, por una inagotable aceleración del proceso histórico que no tiene parangón en el resto del planeta; y esto no sólo por mor de la Revolución Francesa, que ha desintegrado el viejo orden sociopolítico, sino también de la Revolución Industrial, con la que se han difundido en brevísimo tiempo los cambios económicos de tipo capitalista que han reconstituido sobre nuevas bases el tejido de la sociedad moderna.

La tesis que nuestro estudio aspira a sostener es que, sin olvidar estos presupuestos y, con mayor motivo, aquello que fuimos, debemos ahora examinar en lo que nos hemos convertido: el desarrollo de Occidente nos conduce a nuestro presente en el que -paradójicamente- algunas de las tendencias fundamentales de nuestra civilización son desarrolladas y cumplidas y, al mismo tiempo, precisamente por causa de ese cumplimiento, entran en conflicto con los fundamentos mismos de nuestra cultura. Y de esta manera, si, por un lado, el hodierno “Uccidente” realiza la visión tecnocientífica sobre los entes de la modernidad cartesiana y asegura así que el nihilismo turbocapitalista recoja y aplique una parte notable de las premisas y las determinaciones de la historia occidental y de su destino, también es cierto que no deja de aparecer flagrante una difícil conciabilidad entre Sócrates y la civilización de la Bolsa, entre Cristo y el principio tecnocientífico de utilizabilidad universal, entre el λόγος –Lógos- griego y las alambradas de los campos de concentración, los dispositivos técnicos del control total y la administración integral de la vida o, incluso, entre los templos griegos y aquellos que ya Jünger, en su ensayo de 1932 sobre El Trabajador, había identificado como Werkstattlandschaften, los «paisajes de taller” del orden tecnocapitalista.

Occidente está decayendo -o ya ha decaído-, pero por razones y con efectos distintos a los sugeridos por Spengler. Intentando, a vuelo de ángel, ilustrar de manera impresionista a partir de ahora la interpretación que pretendemos ofrecer de la actual decadencia de Occidente, estimamos que esta debe ponerse en relación con el advenimiento y con la lógica de desarrollo y profundización del moderno “Tecnocapitalismo”; expresión con la cual, como aclaramos en nuestro estudio La notte del mondo. Marx, Heidegger e il tecnocapitalismo (2019), nos referimos al «sistema» (Gestell, en términos heideggerianos) fundado sobre el binomio Capitalismo y Técnica, tal como afloró con la epifanía de lo moderno y tal como se ha desarrollado a lo largo de la trayectoria de la Neuzeit (Edad Moderna), hasta cumplirse en el hoy omnipresente dominio de una Técnica y de un Capitalismo que han subsumido bajo de sí la totalidad de lo real y de lo simbólico, transformando cada ente -incluida, huelga decirlo, la vida humana- en «fondo» (Bestand) disponible para el hacer nihilista y autorreferencial de la voluntad de poder ilimitadamente autoempoderante. Las diferentes, y ciertamente entre ellas recíprocamente irreductibles, consideraciones sobre la Técnica de Heidegger y de Severino, y sobre el Capitalismo de Marx y de Gramsci pueden, si se las hace interactuar fecundamente, proporcionar un marco hermenéutico combinado para descifrar la decadencia de Occidente y el nihilismo conectado al sistema técnico y a la forma mercancía. Entrelazando las gramáticas de Nietzsche con las de Marx y Heidegger, “Dios muere” (Gott ist tot!) cuando el mercado planetario y el aparato técnico saturan el mundo de la vida, haciendo colapsar el firmamento y provocando la desvalorización de los valores , el olvido del Ser y la mercadización integral de los entes qua talis.

La tesis que pretendemos defender es que la decadencia de Occidente y el completo despliegue del nihilismo, en la doble acepción nietzscheana (la desvalorización de todo valor) y heideggeriana (la condición en la que el Ser ya no es nada), deben situarse en conexión con el moderno tecnocapitalismo y con la historia de su desarrollo y de su cumplimiento presente, en un horizonte en el cual -con el dominio supremo del mercado y de la valorización del valor como figura coesencial a la voluntad de poder– todo valor fundacional de nuestra civilización se evapora y se desvanece y, al mismo tiempo, el Ser es completamente olvidado, en favor de la reducción de los entes a simple fondo disponible y manipulable, explotable y calculable, organizable y reproducible en función de la furia del crecimiento desmesurado y de la ilimitada valorización del valor.

Es de acuerdo a esta perspectiva hermenéutica que proponemos denominar «Uccidente» al Occidente en fase de decadencia y a merced del nihilismo rampante; la locución «Uccidente» no es sólo una variatio lingüística o un divertissement literario, sino que permite expresar de la forma más clara y más radical la esencia tecnomórfica y pantoclástica de la actual civilización occidental -o, mejor dicho, «uccidental«-, volviendo todavía más palmariamente visible su perfil, por lo demás ya contenido, al menos en parte, en la propia expresión «Occidente» y su directa alusión al occasum. Así entendido, Uccidente podría interpretarse como la extrinsecación hiperbólica del Occidente mismo y de su tendencia a la decadencia; tendencia que hoy encuentra su propio máximo locus revelationis en la cultura de la nada que, en todas las latitudes, parece hegemónica en nuestra civilización subsumida bajo la lógica ilógica del tecnocapitalismo y su nihilismo específico. La violación de todo inviolable, la demolición de todo fundamento, la desacralización de toda figura de lo sagrado y la aniquilación de lo eterno se convierten, por esta vía, en las prerrogativas medulares del Uccidente.

La pulsión de muerte y la tendencia exterminadora del Uccidente se registran hoy en casi todos los ámbitos: especialmente en la relación con el ente en su totalidad, si se considera que, en el apogeo del olvido del Ser, cada ente resulta explotado, manipulado, consumido y destruido en nombre de la autorreferencial y nihilista valorización del valor y del autoempoderamiento ilimitado del sistema tecnocapitalista. Con la sintaxis de la Introducción a la Metafísica de Heidegger, ello determina «la fuga de los dioses, la destrucción de la tierra, la masificación del hombre, el predominio de la mediocridad», esto es: la desdivinización y la desacralización del mundo, reducido a pura res extensa calculable científicamente y manipulable técnicamente; la devastación del ecosistema, explotado y aniquilado en nombre de la valorización; la homologación y la deshumanización del ser humano, reducido él mismo a mercancía entre las mercancías y a fondo a manipular sin medida (así debe ser entendido el fenómeno del transhumanismo); y, finalmente, el predominio del conformismo y de la mediocridad propios de una época -la nuestra- en la que todos calculan y nadie piensa, y todo tiene un precio sin tener ya un valor.

La concepción tecnocientífica del ente, apoyada en el olvido del Ser, comporta la posibilidad para el hombre, él mismo gobernado por el Gestell, de manipular y, a la postre, destruir cualquier ente con vistas a la utilizabilidad universal: la fórmula “uccid-ente” ayuda a comprender este proceso, culmen del nihilismo ontológico y del Seinsvergessenheit (olvido del Ser). No sólo el medio ambiente y la vida animal, tampoco la propia vida humana escapa a esta dinámica: en el despliegue del poder tecnocapitalista global la vida misma resulta desacralizada y degradada, mortificada y despreciada, reducida a simple apéndice del Gestell.

Pero la pulsión uccidental también se hace patente en el plano de las relaciones con las otras civilizaciones, bajo la forma de un imperialismo técnico que, de facto, coincide con la dinámica de la globalización capitalista como imposición del modelo tecnocapitalista a todo el planeta. El liderazgo y la planificación de este proceso se identifican con la civilización estadounidense, de modo que globalización y americanización del mundo se invierten dialécticamente la una en la otra y podrían expresarse igualmente en el término «anglobalización«. La globalización, así entendida, coincide con aquella pulsión nihilista en virtud de la cual el «Uccidente» liberal-atlántista y global-financiero «uccide» (“mata”) y aniquila a las otras civilizaciones y, más en general, al pluriversum de las culturas que habitan el planeta y que van a ser todas ellas igualmente consideradas ilegítimas en su diferencia respecto al paradigma «uccidental«.

La esencia del hodierno Uccidente se manifiesta en su nihilismo autodestructivo, pero también en la «furia del desaparecer» que ya desde hace tiempo nuestra civilización se aplica con celo a sí misma, cortando sus propias raíces culturales y valoriales, identitarias y tradicionales, haciendo tabula rasa de sí y de su propio acontecimiento histórico. La pulsión uccidental del tecnonihilismo se desvela así como «oikofobia» (Roger Scruton), o sea como idiosincrasia contra el οἶκος –oikos-, es decir, contra la propia «casa» y la propia pertenencia histórica. En este sentido, la práctica de la cancel culture -fase superior del tecnonihilismo- no representa otra cosa que este movimiento, intrínsecamente nihilista, de oikofóbica cancelación de las propias raíces; de manera que la misma expresión que expresa esta tendencia –cancel culture– debería traducirse, más que con la habitual fórmula «cultura de la cancelación«, con la más precisa y más penetrante expresión de «cancelación de la cultura» en todas sus determinaciones.

Tomando en consideración estas determinaciones fundamentales, se hace necesario revisar el declive del Uccidente y, a su vez, delinear posibles rutas para escapar de la Caverna –la platónica misión de la filosofía como práctica de la verdad y de la liberación- y para rectificar el rumbo. Bajo este enfoque, en lo que concierne a la parte «terapéutica» y práctica, nuestro análisis no seguirá la estela de Spengler, de Nietzsche y de Heidegger.

Por lo que respecta a la perspectiva spengleriana, La decadencia de Occidente parece resolverse en un sombrío y resignado fatalismo incardinado en la categoría de ineluctabilidad: para Spengler, de hecho, toda civilización, y por ende también la nuestra, estaría necesariamente determinada por el conjunto de posibilidades de las cuales dispone desde el principio de su desarrollo, encontrando en la necesidad del destino el propio fundamento.

Por lo que se refiere a Nietzsche, la asunción de la Tod Gottes (muerte de Dios) y del advenimiento del nihilismo como fundamentos de un posible renacimiento para Superhombres «fieles a la tierra» y capaces de reprogramar sobre nuevas bases la “tabla de valores”, desemboca en una mera utopía, en un quimérico desideratum refutado por la realidad efectiva que nos muestra, au contraire, cómo la muerte de Dios y la epifanía integral del nihilismo también traen consigo sucesivamente la muerte del hombre e idéntica amenaza para cualquier forma de vida, como predijeron las novelas de Dostoievski (desde Crimen y castigo hasta los Demonios).

En cuanto a Heidegger -y después también a Severino-, su perspectiva de denuncia crítica de la errancia conectada a la civilización de la Técnica deriva sin solución de continuidad en la dogmática del fatalismo y de la estética de la inacción: reconocer que ahora “sólo un Dios puede aún salvarnos» equivale a admitir la inhabilitación de toda praxis redentora, ella misma reconducida, por otro lado, bajo el dominio del hacer técnicamente administrado. En este sentido, la dogmática heideggeriana -que retorna, mutatis mutandis, también en el fatalismo de la aparentemente opuesta «dialéctica negativa» de Adorno– se presta a ser fácilmente reabsorbida por el discurso ideológico del Uccidente y por su teorema del ne varietur (desde el programa del there is no alternative a la proclama del Fin de la Historia): la crítica radical del Tecnocapitalismo tal como se manifiesta en Heidegger y en Severino, en Adorno y en Galimberti, reconociendo al mismo tiempo la inmodificabilidad práctica del sistema, acaba así por invertirse dialécticamente en su glorificación ideológica, si se considera que el sistema mismo, aunque sometido a apabullantes descalificaciones, resulta de hecho reconfirmado en su destinal inmodificabilidad y en su inemendable imperfección.

Más plausible parece, entonces, el esquema dialéctico abierto por Marx y ulteriormente desarrollado por la constelación heterogénea de sus discípulos: de Gramsci a Bloch, de Lukács a Marcuse, autores sin duda diferentes entre sí, pero aunados por la perspectiva según la cual el Occidente capitalista sea y, al mismo tiempo, tenga un destino, resultando este susceptible de transformación mediante el actuar consciente de una Subjetividad organizada. Reposa sobre todo en ese delicado punto la diferencia entre la Técnica de Heidegger y de Severino, y el Capitalismo de Marx y de Heidegger: en síntesis, el Capitalismo coincide con una Técnica que no es inenmendable, sino prácticamente transformable, por lo tanto no con un destino ineluctable a la manera de la weberiana «jaula de hierro”, sino con una figura histórica determinada, puesta en marcha por las objetivaciones del Espíritu y, en cuanto tal, trascendible por nuevas y superiores objetivaciones del mismo. Así entendido, el tecnocapitalismo puede libremente ser interpretado a la manera de la lúgubre caverna platónica, de la que es posible evadirse una vez haya sido comprendida en su carácter contradictorio y movilizada en nombre de ulterioridades ennoblecedoras y de sueños despiertos de mejores libertades.

 

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