Psicología y política son dos ámbitos que siempre han ido de la mano, hecho quizá corroborado con ese epítome histórico suyo conocido por todos: los 11 Principios de Joseph Goebbels. No por casualidad los términos políticos más empleados actualmente por políticos y gabinetes de comunicación se nos presentan con un tufillo psicológico que, por momentos, confunden ambas disciplinas hasta el punto de identificarlas. Así las cosas, sintagmas tales como apelar a las mayorías, política del odio y egoísmo económico (e ideas como influencia, racismo, polarizar o convencer) permiten entender que la política de nuestros días se ha convertido en mera psicología de grupos siendo su aplicación práctica más inmediata la más burda ingeniería social de toda la vida. En resumen: estamos hoy ante una psicologización de la política que, más que entender las relaciones entre ambas disciplinas, se limita a reducir casi por completo la una a la otra olvidando frecuentemente cuestiones previas como «¿qué es la política en sí misma?» o «poder sí, pero para qué y sobre qué».
Ahora bien, a fin de no aburrir al lector con otra reseña más sobre los tejemanejes diarios que inundan nuestras redes sociales (cosa ya tediosa a la que nos fuerzan a mirar si no queremos abandonar esa cosa pública llamada España), pretendo hablarle de psicología y política pero invirtiendo el orden de influencia al que nos acostumbran; es decir, hablar de las relaciones entre política y psicología, o más bien, del papel que lo político tiene sobre aquello que algunos —erradamente, me parece— tienden a denominar «la ciencia del comportamiento». Y no me refiero al mero hecho de tener que invertir más o menos presupuesto en salud mental, cuestión que sin duda concierne determinar a quienes se vayan afincando por turnos en la Moncloa. Más bien quisiera hacer referencia a si lo político, entendido ahora como la gestión del Estado y su recurrencia en el tiempo, tiene algo que ver con lo que, a tenor de los datos, parece no funcionar bien «en la cabeza» de los españoles: depresiones, suicidios, ansiedad… por resumir, un 34% de españoles sufrió algún tipo de trastorno en lo que fuese aquel año de 2024. Un dato que además estaría dejando al margen de los registros a todas aquellas personas que, por diversas razones, son imposibles de «fichar».
Creo que es justamente esa definición antes mencionada —la ciencia del comportamiento— la que dificulta entender esa relación que el Estado tenga, como cosa pública, con la psicología. ¿Y por qué? Pues porque «el comportamiento», para empezar, es un componente genérico que en nada nos diferenciaría de los animales. Resulta que esos predecesores nuestros a los que siempre se alude con el fin de compararnos (los bonobos, por poner un ejemplo) ya estarían siendo estudiados por esa otra disciplina llamada etología. ¿Y en qué se diferencia entonces esta de la psicología?, ¿es acaso, y tan solo, una diferenciación de grado según la cual nosotros somos «más complejos»? A mi parecer nada estaríamos diciendo con este último supuesto, por cierto que sea, dado que eso mismo de «ser más complejos» confunde más que aclara a nada que lo pensemos: ¿en qué consistiría tal complejidad? Si dejamos al margen cuestiones religiosas hay quien insiste en apelar a un zoon politikon aristotélico que, no por casualidad en su Política, algunos han venido a identificar con la idea de “animal social”. Craso error, porque este apellido —«social»— nos devuelve irremediablemente a la consideración previa en donde la política se definía e identificaba con el comportamiento grupal (psicológico) de unos individuos yuxtapuestos a otros en la polis. Ahora bien, ¿en qué se diferencia una polis griega de una manada de lobos? Otra vez el problema de estar solamente ante algo que es «más complejo».
Así las cosas ¿qué salida nos queda? Brevemente: el filósofo español Gustavo Bueno afirmaba que la diferencia crucial entre animales y hombres no estaba tanto en “La Razón” sino en el modo de ejercer dicha razón. ¿Un juego de palabras? En absoluto, porque no es que los humanos tengamos una razón más compleja que los animales (que la tenemos) sino que esta, lejos de ser una cualidad mental o psicológica —situada «dentro de la cabeza»— estaría más bien ejerciéndose «desde fuera», desde otra plataforma o escala. Y esta nueva plataforma sería, en términos del riojano, lo que denominamos instituciones; unas instituciones que ya no van referidas a tal o cual Ministerio sino, más bien, a estructuras y configuraciones antrópicas a través de las cuales se despliega nuestro comportamiento de manera reglada y no arbitraria. Con ello, la racionalidad humana no radicaría entonces en el buen uso que un sujeto hace de su mente, pongamos por caso, para servirse de un teléfono móvil, sino que, más bien, sería el teléfono como institución el que nos impone un modo racional (reglado) de usarlo: sería por tanto dicho aparato el que, a tenor de sus teclas, su disposición y de un idioma adjunto con un software nos «apela» a ser usado de una manera y no de otra. Si alguien nos escuchase hablar con nuestra madre a través de un lapicero sería normal que nos considerase un ser irracional. Pero esa irracionalidad no viene tanto de utilizar el lápiz para llamar a nuestra madre, sino de no utilizar el lápiz de la manera en que, por su estructura, se nos exige usarlo para comportarnos, ahora sí y a través de él, racionalmente. Un lápiz –que sirve para escribir y no para llamar— al que deberíamos sumar una institución como es el español: una lengua que, a través de sus reglas gramaticales estrictas, nos va dictando cómo manejar un alfabeto a fin de ejercer sobre el papel un lenguaje doblemente articulado ¿Acaso el comportamiento racio-morfo de los animales, ligado estrictamente a su estructura corpórea, se despliega mediante instituciones? Respondemos que no.
El Estado, por ir concluyendo, no es sino una institución más que, levantada sobre otras y contra otras, exige para mantenerse como tal unos usos mínimos estructurales con los que seguir funcionando. Y con él, aquellas mismas instituciones que lo conforman: familia, economía, lengua, valores, el derecho… Todas ellas son también instituciones que, a su vez, no tienen una única manera de ejercerse, pero sí que nos exigen no utilizarse de cualquier manera si queremos mantener su estructura y, con ella, un comportamiento humano «racional» reglado a su través. Podemos ahora sí, invertir el orden de causalidad para afirmar que no es tanto una buena psicología la que nos permite hacer un buen uso de las instituciones, sino que son las propias instituciones lo que permiten configurar y tener una buena psicología. No es casualidad, ahora sí, que cuando un Estado es atacado y vilipendiado en muchas de sus instituciones, este tenga serias dificultades para mantenerse en su ser. Y con él la psicología y los «recursos» emocionales de sus ciudadanos. Una «psique humana» estable, en definitiva, no pasa únicamente por visitar al psicólogo, puesto que muchas veces este psicólogo en cuestión poco o nada tiene que hacer ante una depresión cuyo origen radique en la carencia de un puesto de trabajo. Y es que nuestro psicólogo, hay que decirlo, no opera desde el vacío sino a partir de los elementos que de hecho despliegan y conforman la mente humana de su cliente, y a través de los cuales se hace cargo de otras exigencias institucionales como pagar las facturas a fin de mes.
Termino. Que piense el lector en España y que piense también, después, en esos datos que reflejan el estado psicológico de nuestros conciudadanos: correlación no es causalidad, lo sé, pero a veces se le parece mucho. Y parecerse quiere decir que no es casualidad que un país como el nuestro (pongan ustedes los problemas que quieran, que haberlos haylos) termine con el tiempo manifestando a unos individuos desajustados de aquello que, en rigor, les hace ser hombres y no animales: estar «sujetos» —en su acepción clásica, «sujetados»— a instituciones sin las cuales nuestro comportamiento se torna infirme y, políticamente, inestable.