Cuando la líder del partido socialdemócrata sueco, Magdalena Andersson, estaba a punto de perder las elecciones de 2022, reconoció que su acción de gobierno había sido demasiado laxa con la inmigración ilegal masiva, y que se habían creado sociedades paralelas del crimen fruto de esa inmigración. Jamás dijo algo parecido mientras gobernó, nunca cuando las agresiones sexuales a mujeres crecían exponencialmente, ni cuando se empezaban a crear las primeras bandas organizadas que hicieron que Suecia pasara de ser el país más seguro de Europa al que más asesinatos con armas de fuego registraba en tantos por ciento. Lo hizo cuando vio que la intención de voto bajaba y los años de poltrona y poder llegaban a su fin. España está hoy en ese punto, y Pedro Sánchez, como Magdalena, negará lo que ya es obvio para todos, hasta que se acerquen otras elecciones y alguien le diga cuál es la intención de voto.
Esta semana Suecia ha anunciado reformas legales para garantizar la seguridad de los jóvenes en las escuelas e institutos ante el número creciente de incidentes armados. A partir de ahora los profesores podrán revisar una a una las mochilas de los estudiantes antes de que estos accedan al centro. Además, la acción legislativa lleva aparejada una partida económica para la compra de cámaras y otros dispositivos de seguridad. Debemos recordar que hace poco más de una década, Suecia era el paradigma del bienestar en Occidente, y que ahora, ni siquiera puede garantizar la seguridad de sus niños en las escuelas.
Los europeos observábamos con perplejidad sentados delante del televisor en los años 80/90 los tiroteos en escuelas estadounidenses y la instalación de arcos detectores de metales en las entradas de los institutos. Lo veíamos como un mundo lejano, de película, y agradecíamos la suerte de haber nacido en Europa. Pero la suerte se acabó.
Suecia fue el primer país de Europa en enviar síntomas claros de derrota en materia criminal y de agotamiento en la preservación de la cultura occidental. No había dogma de la agenda 2023 o mantra woke que no compraran los dirigentes suecos, incluido el del enriquecimiento social del multiculturalismo y los procesos de aculturación que equiparaban las dinámicas y usos sociales autóctonos con los de los nuevos habitantes que, al llegar de forma masiva y ser imposibles de integrar, crearon sociedades paralelas donde se les permitió, como si nada, mantener sus dinámicas sociales. El problema es que ellos huían de estados fallidos donde la violencia representa un método habitual de dirimir conflictos y de escalar en la pirámide social. Como los políticos suecos les dijeron que todas las culturas eran iguales y que estábamos a las puertas de una alianza de civilizaciones, no hicieron nada por integrarse en nuestro mundo. El plan salió mal, muy mal. Lo saben mejor que nadie aquellos que lo dirigieron, por ejemplo, Magdalena Andersson.
Hace ya más de una década desde que el jefe de la policía de Malmoe alertara de que iba a ser imposible garantizar la seguridad si no se cambiaban las reglas. Denunció alto y claro que la política de descontrol migratorio había llenado las calles de lobos mientras la política criminal sueca, diseñada para un mundo mucho menos violento, mantenía atados a los perros pastores. Fue uno de los pocos mandos policiales, se pondrían contar con los dedos de las manos en Europa, que se atrevió a anteponer el futuro de las siguientes generaciones a su carrera profesional. La denuncia pública la realizó un domingo, el lunes le cesaron. A partir de ahí se abrió un gran debate en Suecia, pero no referido a los aumentos exponenciales de toda la criminalidad violenta, sino a los discursos de odio basados en la xenofobia y el racismo como los del mando policial cesado, y sobre si había que cambiar los planes de formación policial para darles menos defensa personal y más charlas sobre el heteropatriarcado y la multiculturalidad. Los policías quedaron bajo sospecha, los lobos sabían que podían cazar en campo abierto. Suecia estaba perdida.
Todo lo que está pasando en España en materia criminal, ha sucedido ya en otros países de Europa. Todo está estudiado y analizado, y sólo el interés político de unos pocos, hace que, a pesar de tener las claves del problema y las posibles soluciones, la única estrategia hasta ahora sea negarlo y cancelar a todo aquel que se atreva a discutir la mentira oficial, ampliada a base de millones por el gigantesco aparato mediático al servicio del poder, todavía con mucha influencia entre ciudadanos de determinada edad, pero cada vez con menos entre la juventud, con el conocimiento tecnológico suficiente para contrarrestar el mensaje bajo control político, acudiendo a las nuevas autopistas de la comunicación, mucho más libres.
Llegará un momento en el que esta generación se plante y pida explicaciones a sus padres de por qué les dejaron un mundo peor para vivir, por qué les obligan a crecer en unos barrios que no se parecen en nada a los barrios en los que ellos crecieron. Tienen todo el derecho a hacerlo porque, por primera vez en mucho tiempo, esta generación no está en condiciones de decirle a los que vienen detrás que vivirán mejor. Nuestros abuelos le dejaron un mundo mejor a nuestros padres. Nuestros padres nos dejaron un mundo mejor a nosotros. ¿Podemos hoy, nosotros, mirar a la cara de nuestros hijos y decirles que su mundo va a ser mejor? No. Lo que sí podemos es luchar para cambiarlo.