Sustitución del Estado-Nación por el Estado-Corporación

Sustitución del Estado-Nación por el Estado-Corporación. Mateo Requesens

Los secretos de la Agenda 2030 (V). Sustitución del Estado-Nación por el Estado-Corporación. 

Hasta ahora habíamos venido examinando los objetivos que la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible persigue expresamente a través de las dimensiones medioambiental, demográfica y social, unos objetivos que, en muchos casos, separadamente, resultan deseables. ¿Quién se puede oponer al fin de la pobreza y el hambre, al fomento de la pequeña y mediana empresa, al trabajo digno para todos, a garantizar el acceso al agua potable en el Tercer Mundo o a lograr unas ciudades menos contaminadas y más seguras? Pero junto a estos genéricos objetivos que todo ser humano comparte, se introducen los objetivos propios de la ideología de género, el control de la natalidad a través del aborto y la agenda del cambio climático. La ONU ha creado un proyecto que en su conjunto converge en una concreta orientación ideológica. Pero reducir el pensamiento humano a una sola ideología deseable, implantar un solo sistema de valores, equivale al fin de la libertad. La Agenda 2030 no impone obligaciones normativas, pero, de hecho, dado que la mayoría de países del mundo se han sumado a la misma, sus recomendaciones suponen uniformar los ordenamientos jurídicos de todos estos los países, lo que se traduce en una pretensión de hegemonía política universal. Peor aún, los recursos de los Estados, que no olvidemos, se extraen del esfuerzo de los ciudadanos, se dedican a lograr los objetivos de la Agenda 2030 sin que ninguno de esos ciudadanos/contribuyentes haya sido consultado para poner la soberanía de su nación al servicio de un plan universal diseñado desde opacas instancias supranacionales. La ONU además ha establecido un sistema de control ajeno a cualquier tipo de participación democrática: “Las reuniones anuales del Foro Político de Alto Nivel sobre el Desarrollo Sostenible desempeñarán un papel fundamental a la hora de examinar los progresos conseguidos en el cumplimiento de los Objetivos del Desarrollo Sostenible (ODS) a nivel mundial. Se supervisarán y examinarán los medios de aplicación de los ODS, tal y como se indica en la Agenda de Acción de Addis Abeba, el documento final de la Tercera Conferencia Internacional sobre la Financiación para el Desarrollo, para garantizar que se movilicen de forma efectiva los recursos financieros en apoyo de la nueva agenda de desarrollo sostenible”. Es la nueva gobernanza mundial. 

En España esa “Gobernanza de la Agenda 2030”, es decir, la obediencia a las directrices de la ONU, corresponde a la Vicepresidencia Segunda del Gobierno del neocomunista Pablo Iglesias, que, bajo el lema de” no dejar a nadie atrás”, se ejecuta a través de:

 El GAN, grupo de Alto Nivel, dependiente de la Comisión Delegada Del Gobierno para Asuntos Económicos, cuya función es trasladar a todos los departamentos ministeriales los contenidos de la Agenda 2030. 

Alto Comisionado para la Agenda 2030, órgano Unipersonal del Gobierno de España, dependiente orgánicamente de la Presidencia del Gobierno, encargado de la coordinación de actuaciones para el cumplimiento de la Agenda 2030.

Consejo de Desarrollo sostenible, órgano asesor, de colaboración y cauce para la participación de la sociedad civil en el cumplimiento de los ODS y la Agenda 2030, adscrito a la Oficina del Alto Comisionado para la Agenda 2030.

Mejor uso de las técnicas existentes entre el Estado y las CCAA a través de las Conferencias Sectoriales, así como la inclusión, dentro del orden del día de la Conferencia de Presidentes, del impulso y medidas de seguimiento de la Agenda 2030.

En el ámbito Parlamentario, se crea una comisión mixta “Congreso Senado” en el año 2019, para la Coordinación y Seguimiento de la estrategia española para alcanzar los ODS.

Nuevo marco geoestratégico e ideológico.

La caída del Muro de Berlín puso fin a la guerra fría y cambió los paradigmas geoestratégicos de la lucha por la hegemonía mundial, hasta entonces en pugna entre la Unión Soviética y Estados Unidos. Desde el punto de vista ideológico parecía, como vaticinó Fukuyama, que el sistema democrático liberal-capitalista, que se impuso en Occidente tras la Segunda Guerra Mundial, iba a quedar como dueño absoluto del mundo. Un triunfo que el despliegue de la globalización comercial y financiera, junto a las innovaciones tecnológicas, parecía respaldar. El “fin de la historia” no sucedió, hoy nos hallamos frente a nuevos ejes geopolíticos que, en buena medida, suponen que nos encontremos viviendo en una época de crisis, en el sentido de transformación hacia un nuevo orden mundial y hacía una nueva etapa historica. 

Geoestratégicamente contamos con una superpotencia que parece presenta los primeros signos de decadencia, Estados Unidos, frente a otra superpotencia emergente, China. Sin olvidar a Rusia ni a la Unión Europea. Pero sería un error contemplar la rivalidad USA-China desde los parámetros de la guerra fría e incluso también sería erróneo considerar las relaciones internacionales exclusivamente desde los viejos cánones del juego de poder entre las potencias, como sucedía en la Europa anterior a la Segunda Guerra Mundial. La competencia por las esferas de influencia discurría hasta comienzos del siglo XXI entre Estados, pero la globalización ha reorganizado la manera en que las elites compiten por la supremacía mundial.  El mercado había sido durante la revolución industrial y el desarrollo del capitalismo eminentemente nacional, incluso para las empresas con proyección internacional, pues la referencia a la matriz nacional nunca se perdía y consecuentemente buscaban en sus Estados la protección de sus intereses. Pero hoy, la interconexión a nivel mundial del gran capital esta transformado esta tradicional concepción de los equilibrios geoestratégicos para, por un lado, lograr independizarse de la protección de los Estados y, por otro, participar como actores principales en la reordenación del mundo con el mismo o más protagonismo que las superpotencias. En la lucha por el predominio del poder han irrumpido nuevos actores que reclaman el protagonismo que antaño tenían las naciones: las corporaciones multinacionales y las organizaciones supranacionales.

Aleksandr Dugin u Olavo de Carvalho, al hablar de la reordenación geoestratégica, se han referido en ocasiones al proyecto Chino, el proyecto Islamista y el proyecto Occidental que identifican con el globalismo, elenco al que nosotros añadiríamos otro actor, Rusia, que, aunque en ocasiones recurra a las mismas armas que chinos y norteamericanos, ha quedado al margen del bilateralismo que a corto plazo se perfila entre China y Estados Unidos y también fuera del proyecto mundialista. En este contexto, la ONU posee toda la estructura de organismos y agencias necesarios para intentar convertirse en un gobierno mundial respaldado en el ordenamiento jurídico internacional, actuando solapadamente, como apunta Michel Schooyans, en su obra “La Cara Oculta de la ONU”, en connivencia con los grandes magnates y agentes del proyecto mundialista. 

Los sistemas ideológicos entre los que se debatía la humanidad tras las Segunda Guerra Mundial y la aniquilación del modelo fascista eran nítidos, capitalismo o comunismo. El Movimiento de los No Alineados en modo alguno representaba una tercera vía, más bien era un grupo de países en vías de desarrollo, proclives al socialismo, que estaban en medio del tablero de juego de las dos grandes superpotencias. Sin embargo, ahora, aquella división se ha difuminado al lado de lo que tradicionalmente se entendía por izquierda y derecha. 

La esencia del marxismo es la lucha de clases y el materialismo histórico que gira en torno a la propiedad de los medios de producción. Todo esto ha sido superado. Será en los años 50 y 60 del pasado siglo cuando el proletariado, en su acepción propia, prácticamente desaparece de las sociedades occidentales, convertido en incipiente clase media, aspirante ante todo al modo de vida pequeño burgués. La lucha de clases carece de sentido y el marxismo clásico también.  El marxismo había muerto políticamente en Occidente, otra cuestión son sus métodos o su comprensión historica, de ahí que se hable de marxismo cultural. Lo que hoy se conoce como izquierda progresista o neo marxismo no es sino, en gran parte, el pensamiento de la Escuela de Frankfurt y su Teoría Critica, pasadas por la experiencia pragmática norteamericana. Quizá por ello sería más acertado hablar de postmarxismo. Superadas por la realidad, filosóficamente las izquierdas mutan a partir de la Revolución del 68, proclaman pedantes eslóganes maoístas mientras abrazan el individualismo y el hedonismo. Con la fragmentación en minorías de lo que antes se contemplaba como un colectivo unitario, la izquierda abandona la idea de comunidad como unidad política. 

Pero este reajuste no sólo compete a las izquierdas, también ha afectado a las derechas. El liberalismo se ha visto superado por la economía globalizadora, abandonando su tradicional concepción de la nación como centro político, por los postulados de un capitalismo desterritorializado. La derecha, además, abandona progresivamente la defensa de los valores tradicionales o conservadores que la habían caracterizado, familia, patria, religión, para centrase tan sólo en concepciones economicistas. Su deslizamiento progresivo hacia el relativismo racional, moral e ideológico, se ha traducido, no solo en una indiferencia frente a las tradiciones culturales occidentales, sino, en algunos casos, en una abierta beligerancia contra cualquier reivindicación identitaria y el abandono de la defensa del Estado-nación del primer liberalismo y su concepto de soberanía nacional. Incluso ha antepuesto la defensa de un mercado mundial a la defensa de la libertad del individuo. 

No es pues de extrañar que una izquierda individualista y una derecha internacionalista confluyan en el gran consenso capitalismo-socialdemocracia. A partir de aquí es donde podemos identificar los nuevos modelos ideológicos a los que se enfrentan las sociedades occidentales y el mundo entero. 

Solo teniendo en cuenta esta premisa podremos comprender como es posible que el gran capital, representado por magnates como Soros, la familia Rockefeller, los Rothschild, el Club Bildelberg, el Council on Foreign Relations, la Comisión Trilateral o el Club de Roma, coincidan con organizaciones y partidos de la izquierda postmarxista, estilo Podemos, en los mismos objetivos de la Agenda 2030. 

Globalismo frente a comunidad

Cuando hablamos de globalismo nos referimos a un sistema de múltiples estructuras de poder entrelazadas y disociadas que convergen en un único fin supremo: el establecimiento de un nuevo orden mundial que persigue la transformación de una humanidad socialmente organizada a través del Estado-nación a una humanidad regida por el Estado-corporación. Se trata de un orden, en palabras de Gustavo Bueno, monista, en el sentido de pretender desterrar de la sociedad el pluralismo, no sólo político, sino también cultural. 

Este nuevo orden colocará a las grandes corporaciones energéticas, tecnológicas, comerciales, financieras e industriales como dueñas absolutas de los mecanismos que rigen la totalidad del mercado, objetivo que ya ha manifestado el World Economic Forum o Foro de Davos, que no hace más que recoger los objetivos del Club de Roma. La población será una masa de consumidores/productores destinada a hacer posible el funcionamiento de ese mercado global, población sobre la que se aplicaría una especie de socialismo que reducirá la propiedad privada a los objetos de consumo que los ciudadanos obtendrían a cambio de su trabajo,  eso sí, otorgando a las grandes corporaciones multinacionales el control de las políticas económicas y la propiedad de los medios de producción y distribución, dejando en las manos del Estado la redistribución de los activos económicos imperecederos de las clases medias, junto al control burocrático de los ciudadanos/contribuyentes. 

Es decir, un mundo con bastante tecnología e innovación, pero socialmente atomizado y regido por el igualitarismo en el hedonismo materialista, a la vez que culturalmente uniformado, donde los individuos son convencidos de que actúan por propia iniciativa a través de estímulos positivos diseñados desde el Estado-corporación, reservando la represión para el disidente que rechace el condicionamiento social.  Una sociedad muy parecida a la que describió Aldous Huxley en su “Un mundo feliz”. 

No se trata de una trama piramidal, como se simplifica desde las teorías conspiranoicas, que encuentran en la causalidad mágica la explicación a los grandes cambios que estamos sufriendo. El proceso de mundialización se caracteriza por ser un paso complejo de construcción social, cuyo objetivo es el control y dirección política y económica a través de un proceso acumulativo e irreversible, en el que el intervienen instituciones supranacionales como la ONU, el FMI o incluso el Vaticano, junto al gran capital representado por el Foro de Davos, las “big tech”, los entramados financieros como BlackRock, Vanguard,  State Street Global, Fidelity o JP Morgan, los  medios de comunicación de masas,   ONGs y fundaciones como la Ford, Clinton o Bill y Melinda Gates, organizaciones masónicas, políticos y partidos socialistas y liberales, cada uno con sus propios intereses, organización y  aspiraciones, pero coincidentes en el objetivo de no perder un puesto dentro de la nueva oligarquía mundialista. 

Esta ideología globalista concibe al hombre despojado de todos los referentes que tradicionalmente han constituido su identidad social, en especial su sentimiento de pertenencia a las comunidades naturales, familia y nación, las instituciones básicas de cohesión social de las que la ideológia mundialista nos quiere liberar. Pretende la ruptura con las comunidades para desarraigar al hombre, reducido a individuo entre la masa de la humanidad, sin más aliciente vital que consumir, mientras se crea una concentración de corporaciones que dominan una economía a escala planetaria que suministrará los avances tecnológicos y los productos culturales para llenar la vida de los trabajadores/contribuyentes, los nuevos proletarios del mundo. 

Así, las naciones son fuente de conflicto, por ello han de desaparecer, y con ellas sus tradiciones, costumbres y homogeneidad de cultura, para abrir paso a una convivencia en armonía de todos los seres humanos redimidos de las diferencias que han sembrado la discordia y la guerra. Es la realización postmoderna de la Paz perpetua de Kant. El multiculturalismo y el mestizaje deben regir como valor cosmopolita supremo para sustituir la homogeneidad étnica y cultural de las naciones. La inmigración masiva y las fronteras abiertas son así parte de la estrategia para llegar a este nuevo orden globalista. De ahí el empeño por destruir las raíces culturales de Europa, colocando en su seno al islamismo al mismo nivel que la tradición cristiana y greco-romana y así abrir paso a la nueva sociedad en la que inmigrantes y autóctonos abandonan sus identidades originales para crear la nueva identidad multicultural del ciudadano del mundo. Los vínculos de solidaridad entre los miembros de una comunidad nacional son sustituidos por la proclamación de unos derechos universales que se atribuyen a todos los individuos de la comunidad mundial, pero que conducen al hombre masa, al hombre aislado y dislocado en un individualismo que le impide desarrollar su auténtica vocación social. 

El aislamiento del hombre como parte de una masa mundial de consumidores, necesita también disolver la familia tradicional, cedula básica comunitaria y refugio en términos de identidad personal. Por ello, tanto postmarxistas como metacapitalistas, coinciden en que el apoyo y la asistencia básica que en el pasado se conseguía de la familia debe ser asumidas por el Estado. Se trata de enmascarar la fragmentación social detrás de la articulación de un sistema educativo y cultural que preconiza la universalidad de unos valores basados en la libertad subjetiva y el deseo, el reconocimiento del otro diferente y en la corrección de la desigualdad. La discriminación positiva de las minorías y la ideológia de género forman parte de este proceso disociativo del ser humano de la comunidad natural. 

La agenda globalista se vale de una gran farsa igualitaria para implantar el socialismo entre la población mientras refuerza al gran capital. Por ejemplo, el Plan de Inversiones del Pacto Verde Europeo y el Mecanismo para una Transición Justa, supondrá la movilización de un mínimo de 100 000 millones de euros durante el período 2021-2027, dinero que saldrá del contribuyente europeo, pero que los políticos podrán en manos de las corporaciones que dirigirán económicamente la transición verde. Otro tanto sucede con la transición digital, para cuyo éxito se dedicará el 20 % del fondo previsto para la recuperación de los efectos del COVID-19, pero que, en vez de acabar en las manos de las PYMES, de nuevo tendrá como principales beneficiarios a las grandes corporaciones. La política monetaria del Banco Central Europeo y la FED, seguirá castigando al ahorrador y generando una descomunal deuda que acabará desembocando en la deuda perpetua que preconizan Soros y los suyos. De esta manera los Estados deberán dedicar la mayor parte de sus presupuestos a pagar, año tras año, los intereses de esa deuda perpetua. Paralelamente las subidas de impuestos empobrecerán paulatinamente a las clases medias, para satisfacer el pago de estos intereses y costear, a través de la redistribución de la riqueza, el Estado de bienestar y la inclusión en la rueda del consumo de quienes reciben prestaciones sin aportar valor añadido a la comunidad, como inmigrantes ilegales, okupas o profesionales de la subvención. Con una clase media depauperada, la sociedad estará lista para hacer posible el objetivo que anuncia el Foro de Davos, eliminar la propiedad privada (la nuestra) para que seamos felices alquilando (a ellos) lo que necesitemos. La trampa se habrá cerrado, los seres humanos seremos reducidos a consumidores, productores y contribuyentes. El globalismo, persigue la destrucción del concepto tradicional de propiedad privada, pues no tiene sitio en la sociedad universal abierta regida por los valores del consenso capitalismo-socialdemocracia, donde sólo habrá dos categorías, la élite dirigente y el hombre común masificado por el igualitarismo global, tal y como sucedía en la Unión Soviética, pero con un modelo económico y cultural de consumismo individualista, que, en cierto modo, no sería muy diferente del que impera actualmente en China. 

En el polo opuesto se sitúan quienes defienden la subsistencia de las comunidades naturales. En Europa, el Grupo de Visegrado y diversos partidos en la Europa del Oeste reivindican la defensa de la comunidad nacional y la familia tradicional. En el “Manifiesto de París: Una Europa en la que podemos creer” (2017), se recogen las aspiraciones de muchos intelectuales europeos que se niegan a la disolución de las naciones y al desmantelamiento de Europa como modelo civilizacional. 

Pese a que los partidarios de la Agenda 2030 cuentan con un importante respaldo político y recursos económicos aplastantes, que les permite manipular el lenguaje y ocupar todos los espacios culturales a través de los que se desarrolla la sociedad, la alienación que las sociedades occidentales actuales están padeciendo debido a la globalización ha provocado entre sus habitantes descontento. Entre estos, por supuesto, están todos aquellos que valoran el hogar, la estabilidad, la tradición, la continuidad generacional y la comunidad cultural a la que pertenecen. Se les suman las clases medias y los trabajadores cuando comprueban que sus hijos no van a vivir mejor que ellos y la respuesta que reciben desde el poder son discursos sobre el empoderamiento de la mujer, alarmas sobre el cambio climático y medidas prestacionales de las que se benefician minorías que, en muchas ocasiones, como sucede con los inmigrantes, no han aportado nada o casi nada al sistema de cobertura social. La desconfianza ante el Mundo Feliz que nos anuncian crece en la misma medida que suben los apoyos a lo que han llamado partidos populistas de la nueva derecha o líderes como Orban, Bolsonaro o Trump. 

El colapso sanitario y económico que ha provocado la epidemia del coronavirus nos acerca al momento histórico en que los derroteros de los pueblos se ha de decidir. Aún es tiempo para plantar cara y no rendirse ante lo inevitable, luchando contra el clima intelectual y moral que nos lleva a homologar políticas que son una clara amenaza contra las comunidades nacionales, la familia y la libertad. 

Es evidente que se avecinan cambios, pero hay que tener muy presente que el escenario político e ideológico en el que se va a dilucidar nuestro futuro ya no está marcado por las líneas que separaban izquierda y derecha o capitalismo y socialismo, aunque la sobreinformación y la manipulación, cuando no nuestra inercia intelectual, tiendan a mantener aquellos paradigmas. Nos encontramos frente a un nuevo escenario en el que existe un nuevo conflicto que debe plantearse y entenderse en cuestión de comunidad frente a mundialismo. No creemos exagerar que estamos ante una crisis de cambio equiparable a la que se produjo con la caída del Imperio Romano, la Revolución Industrial o las Guerras Mundiales. 

Sustitución del Estado-Nación por el Estado-Corporación. 

Aunque estemos acostumbrados a escuchar que el Estado-nación está en crisis debido a la globalización, lo cierto es que es la supervivencia de la nación lo que está en juego. La agenda globalista no pretende la destrucción del Estado, sino su subordinación incondicional a la gobernanza mundial.  Lo que sí persigue es la destrucción de la comunidad nacional a través de la privación de la soberanía nacional a los diversos Estados. 

Bodin consideraba la soberanía un poder originario que no depende de otros y tiene como fin el bien público. La soberanía nace de una comunidad nacional como un atributo intrínseco a su poder de organización política, más allá de la coyuntural confluencia de intereses individuales. El Estado es por tanto una organización social contingente respecto de la comunidad nacional. Una comunidad de base histórico-cultural que integra a todos los individuos que nacen en un contexto geográfico formado por tradiciones y costumbres, generalmente, con una forma común de vida, un pasado compartido y aparecen empujados por las mismas aspiraciones de futuro y los mismos valores e ideales colectivos, lo que genera un vínculo de solidaridad entre todos ellos. 

El concepto clásico liberal de Estado ha conformado las notas características de la idea de Estado-Nación, con el territorio, el pueblo y la soberanía como elementos esenciales del mismo. El Estado aporta la estructura jurídica a la comunidad nacional, dentro de la que se adquiere la condición de ciudadano y es el instrumento a partir del que desarrolla la perspectiva política nacional.  La soberanía nacional representará así la idea de unidad e independencia del pueblo de una determinada Nación.  Sin embargo, la evolución del Estado liberal durante el final del siglo XIX y principios del XX, guiado por el utilitarismo y beneficio de inspiración capitalista, llevará a olvidar los referentes comunitarios del Estado y a recluir la soberanía nacional en unos parlamentos que el pueblo acabó por identificar como una herramienta de los más poderosos, ajena a ese bien público que debería perseguir en todo caso la soberanía nacional. 

Surge así la reacción colectivista. Por un lado, los fascismos, que, en su afán de unir indisolublemente los fines del Estado al servicio de la Nación, confunden Estado con comunidad nacional, de forma que el Estado es conciencia y voluntad, soberanía que se sustancia en la unidad espiritual de un pueblo, lo que no deja espacio para la comunidad nacional, que es absorbida por el Estado total, ya que en la medida en que acepta la tarea moral de servir a la Nación, es la voluntad actuada de la comunidad. Por otro, los comunismos, que confunden en la práctica Estado con partido. El Sóviet Supremo y el Comité central del PCUS son los órganos que dirigirán el Estado soviético con un sólo fin concebible. En la transición a la utopía de una sociedad sin clases y sin Estado, este no tiene más función que servir a los fines del partido, supremo garante y guía de la revolución. Así, el Estado es una exigencia de la razón práctica en el camino al triunfo del proletariado. Frente al Estado liberal que los comunistas consideran una superestructura para ejercer una fuerza coactiva directa sobre el trabajo en beneficio de los capitalistas, el Estado socialista asume los objetivos del comunismo para eliminar la desigualdad y organizar la producción en torno a la cooperación y solidaridad proletaria, un Estado que bajo la tutela y batuta del partido aplastará cualquier obstáculo, divino o humano,  que se oponga a la emancipación del proletariado. 

Tras la Segunda Guerra Mundial, lejos de corregirse el predominio del Estado sobre la comunidad nacional (a la que se supone debería servir y constituye su fundamento), ha crecido y se ha ido anteponiendo a la comunidad en la misma medida que ha ido ahogando al ciudadano con su burocracia omnipresente, de manera que  el Estado no deja espacio en la vida pública y social para nada que no sea él mismo Como ya barruntaba Ernst Jünger y vaticinaba Bertrand de Juovenel, hemos asistido a un crecimiento indiscriminado del Estado que ha sobrepasado el ámbito político para invadir el ámbito cultural, social e incluso familiar (claro ejemplo de ello lo encontramos en las políticas estatales basadas en la ideológia de género). La construcción del Estado de bienestar, basado en un sistema económico altamente productivo partiendo de la idea de progreso y desarrollo, ha logrado que la población espere y confíe en una protección estatal que permite justificar todo tipo de actuaciones que invaden la esfera privada del individuo, confiscan su patrimonio y suplantan la acción social de la comunidad. Desde este consenso capitalismo-socialdemocracia se ha conseguido desarrollar, con métodos más moderados y sutiles que el estado totalitario, un control sociológico que ha ido debilitando a la comunidad y reducido a sus miembros a individuos aislados incapaces de cualquier acción política alternativa. 

Con el fin de la guerra fría y el desmoronamiento del bloque soviético el desarrollo del capitalismo ha roto las fronteras de la economía gracias a que los avances tecnológicos de la era digital y la facilidad del transporte han posibilitado la creación de un mercado global. Paralelamente el Estado-nación soberano viene perdiendo su posición como único órgano de poder. Algunas de sus funciones soberanas han sido cedidas a organizaciones supranacionales como la ONU, a nivel planetario, o la Unión Europa, a nivel regional. La fragmentación social por su parte ha venido socavando la comunidad nacional, llegando a extremos de tribalización como está sucediendo en España. La inmigración masiva y las fronteras flexibles también están contribuyendo al debilitamiento de la sociedad y la cultura que se han construido sobre la base de la Nación. Además, ha irrumpido una nueva forma de soberanía, basada en el poderío económico y en el monopolio. Se trata de las grandes corporaciones, que, sin ningún tipo de respaldo popular y sin ningún tipo de vínculo con ninguna comunidad nacional, no solo condicionan las decisiones gubernamentales, tanto a nivel interno como exterior, sino que están en condiciones de decidir las políticas de los Estados-nación (De nuevo sólo debemos volver la mirada al Foro de Davos para ver ejemplificado este hecho).

Nos encontramos ante una nueva soberanía global emergente, que está constituyendo un régimen político transnacional, por un lado, a partir de organizaciones supranacionales, donde se está insertado la soberanía de los Estados-nación, y por otro, a partir del poder económico de las grandes corporaciones, que el fenómeno de la globalización ha colocado en una posición que ha desplazado a los mismos Estados-nación en capacidad de decisión. De momento el Estado-Nación no ha desaparecido, sin embargo, tiene que compartir cada vez más su poder con estos órganos, instituciones y entidades supranacionales creadoras de políticas.

Tenemos que comprender que la globalización no está desmantelando el Estado, lo que se esta desmantelando es la comunidad nacional y con ella la soberanía nacional. Las decisiones de gobierno no coinciden con los que son afectados por las mismas, las políticas son sustraídas a la formación democrática de la opinión y de la voluntad interna de los pueblos, pasando de las instancias nacionales de decisión a una mega estructura formada por las organizaciones supranacionales y las corporaciones multinacionales, que controlan los mecanismos de regulación de los mercados, los flujos monetarios, los fondos de inversión, la deuda de los Estados, las redes digitales, la gestión de las nuevas tecnologías y los canales de información  y comunicación. Ya no es la comunidad nacional la que fija los términos del debate político y social, son estas corporaciones multinacionales y las organizaciones trasnacionales las que día a día avanzan en el dominio de los acontecimientos. 

Pérdida la conexión estatal con la comunidad nacional, el Estado, aislado de su fundamento ontológico, no consigue defender a sus ciudadanos contra los efectos y las decisiones de otros actores fuera de sus fronteras. Una vez se logre sepultar a las naciones, el mundialismo pretende la metamorfosis del Estado para usarlo como la estructura burocrática que le va a permitir controlar casi todos los aspectos de la existencia del ser humano reducido a individuo dentro de la masa global de consumidores y productores.  El ataque iniciado contra las instituciones comunitarias naturales, de triunfar, desembocará en una nueva forma de organización política, el Estado-Corporación.

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