Mirad afuera, observad el mundo más allá de los muros de la patria, de los límites pequeños —entrañables, no lo dudo, mas insignificantes—, de vuestro lugar fuerte en la vida y la memoria, vuestra amada ciudad, vuestra querido región, vuestra tierra que no es vuestra, las raíces que no tenéis porque a los seres humanos nos salieron pies peregrinos, no rizoma. Mirad afuera y os convenceréis de que lo mejor, casi lo único provechoso que podéis hacer en la vida es aceptar y aplicar el bíblico “creced y multiplicaos”.
Mirad a vuestro alrededor. Veréis masas de asiáticos, bereberes, árabes, africanos, instalándose con soberana potestad demográfica en un planeta que ya les pertenece. Por cada europeo que visita el museo del Louvre —ese antiguo templo erigido a la belleza y convertido en parque temático para que chinos, hindúes y coreanos se hagan selfies—, transitan por allí dos mil criaturas nacidas en el bullicio oriental, vinculados a la cultura de occidente por el atuendo básico del turista nipón: gorras de la NBA, móviles Samsung, mochilas Adidas, zapatillas Nike… y tan ajenos al sentido de La libertad guiando al pueblo de Delacroix como al gusto por el aceite de oliva como elemento culinario. Soja, curry y ghee. Lo demás es extravagancia. Cierto: por cada francés que nace en Marsella vienen al mundo once niños con nombre musulmán. Por cada cristiano que se bautiza, mil hinduistas celebran a Ganesa, mil budistas respiran la paz de OM y mil cotizantes del PCCH recaudan y ajustan cuentas para el viaje y apertura de otro colmado surtido con generosidad barroca en cualquier pueblo andaluz, sin ir más lejos. Ellos se mueven, no se quejan y apenas protestan. Ellos saben que el mundo está ahí, para quien lo quiera y tenga voluntad de cogerlo y decir “mío”. Y van a por él. Lo demás son ideologías que duran lo que una vida dedicada a pensar, no a reproducirse: cuatro vueltas del calendario. No es catastrofismo, no son ganas de ponerme apocalíptico. Es la realidad. La historia pertenece a quien va a su encuentro, y estamos en minoría tan clamorosa que el aserto popular de “en mil años, todos chinos”, no deja de ser aserto ni popular, aunque, sobre todo, se hace verdad sin remedio. En mil años, todos chinos.
Olvidaos de la identidad y las esencias ancestrales de vuestro pueblo, de los derechos históricos o como demonios se llamen los privilegios antiguos de esa comunidad autónoma a la que tanto apego tenéis. Poneos a tener hijos.
No os desviváis por montar negocios rentables ni busquéis un trabajo excelente, espléndidamente remunerado. Tened hijos porque el dinero no va a salvaros de la extinción: ni a vuestra memoria ni a vuestro hijo y medio (estadísticas mandan en este caso), ni a vuestros 2’6 nietos.
No os empeñéis de por vida en pagar la hipoteca de una casa llamada mansión familiar porque dentro de dos generaciones, tres como mucho, esa vivienda pertenecerá a un musulmán que la tendrá llena de esposas y felices retoños, hijos obedientes e hijas dispuestas a casarse a los quince años y traer muchos más fieles creyentes a este mundo.
No os preocupéis por el legado que vais a dejar a vuestros descendientes. Si el Estado no confisca la herencia en bienes materiales, el devenir histórico se zampará el espíritu de transcendencia que anima la sucesión. No hay sucesión, nada os pertenece. Todo es de ellos porque de ellos es la cuna y, por tanto, de ellos el futuro.
No desesperéis. No lamentéis lo que no admite lamentación sino enmienda. No divaguéis, no analicéis posibilidades y políticas de resistencia porque no hay opciones ni oposición razonable más allá de la fuerza del ADN. La lucha ya no es de ideas sino de cromosomas.
Tened hijos y llenad el futuro de hijos. O aceptad la ley del destino: oblivion.