¿Guerra cultural?
En un formidable artículo publicado en Éléments y reproducido en España por El Manifiesto, Alain de Benoist sobrevuela el panorama de la cultura de la cancelación y la civilización secuestrada entre los muros de la dictadura woke. Mediante una serie de ejemplos, por desgracia muy reales, describe las condiciones del manicomio autogestionado en que se están convirtiendo las sociedades occidentales. Escribe:
«… la compañía L’Oréal anunció que retiraba de todos sus productos“las palabras ‘blanco’ y ‘blanqueador’”. La firma Lockheed Martin ha creado cursillos para que sus ejecutivos deconstruyan su “cultura de hombres blancos” y se les ayude a expiar“su privilegio blanco”. Coca-Cola exhorta a sus trabajadores a que sean “menos blancos”. En Chicago, la alcaldesa negra y lesbiana Lorl Lightfoot ha decidido dejar de dar entrevistas a periodistas blancos. La lucha contra la “blanquidad” se extiende también a la “blanquidad alimenticia”, la cual consiste en “refutar las costumbres alimenticias que fortalecen la blanquidad como identidad racial dominante” (Mathilde Cohen). También se pide a los blancos que se prosternen y pidan perdón…
… quieren que desaparezca el estudio de la Antigüedad, al que se tilda de “nocivo”. La Howard University ya ha suprimido su departamento de estudios clásicos. La de Princeton ha renunciado a que sean obligatorios. Los profesores entonan su mea culpa. Dan-el Padrilla Peralta, profesor de historia romana en Stanford, espera que “la asignatura muera lo antes posible”, pues “la blanquidad se halla incrustada en las entrañas mismas de los clásicos”. Donna Zuckerberg, de la universidad de Princeton, hace un llamamiento para que “las llamas lo destruyan todo”. La universidad de Wake Forest lanza un curso de “rectificación cultural” para deconstruir“los prejuicios según los cuales los griegos y los romanos eran blancos”…
… después de derribar estatuas, toca “descolonizar” las bibliotecas y la edición. Por solicitud de los “sensivity readers”, encargados de corregir los manuscritos para que “no ofendan a ningún lector”, se colocan “trigger warnings” (avisos de alerta) en las escenas problemáticas. Ahora las películas y las series de novelas policíacas tienen que dar los papeles principales a las minorías raciales y sexuales, mientras que los malos son invariablemente hombres blancos racistas y misóginos…».
Hasta aquí la cita.
No sé —nadie puede saberlo, por ahora— si los ejemplos anotados por Benoist marcan una tendencia irreversible de la civilización occidental en busca de su auto-exterminio, o acaso puedan considerarse casos extremados, disparates puntuales aunque numerosos en esta larga polémica social, esa incómoda y desigual pugna entre racionalidad y fanatismo instalada también, desde hace tiempo, en los ámbitos académicos y políticos. El desenlace no parece previsible —no nos pongamos apocalípticos—, pero, seamos realistas: toda esta estupidez dolosa, esta bambolla ideológica, estas baratijas doctrinarias, las sobras del festín pseudoteórico inaugurado en 1968 por Beauvoir, Faucault, Wilhelm Reich y otros delirantes con o sin diagnóstico —con su medicación o sin ella—, penetran en el ideario colectivo en su forma destilada, asumibles sin incomodidad ni compromiso; no generan doctrina universal pero acotan el terreno por así decirlo. Lo preparan para que cuando a un/a ministro/a de género fluido le entre el capricho de restablecer la asignatura de matemáticas, embadurnándola con “conocimientos emocionales” y “perspectiva de género”, no se alteren ni protesten las buenas gentes, convencidas de que sus hijos van a la escuela para aprender, no para ser cobayas en frenéticos experimentos psicosociales,.
La política es filosofía aplicada. De su consecuencia, toda filosofía, por muy demente que parezca, tiene posibilidades de trascenderse en mandato legal. Por más que los filósofos —más bien filósofas— inspiradores de la ideología de género, cultura de la cancelación, etc, fueran un gremio profundamente afectado por la enfermedad mental, nunca estaremos exentos de que sus alucinaciones lleguen a figurar, en letra impresa, en el Boletín Oficial del Estado.
Se habla por ahí de “guerra cultural”. Puede ser. El término no es lo importante y, en realidad, no define nada en concreto. Lo que se juega en estos tiempos —al menos esa impresión dan las circunstancias—, no es un debate entre contertulios, ni entre medios de comunicación, ni siquiera entre representantes políticos; es la supervivencia de una cultura, una forma de entender la convivencia y el progreso de la humanidad, y también la tradición en el sentido schpenhaueriano: la conexión productiva del presente con los saberes ancestrales de la humanidad. O somos descendientes de Atenas y Jerusalén, de Roma y Córdoba, o seremos —culturalmente— herederos de una élite mimada y tarambana, farmacodependiente, de esquizofrénicos, pederastas, charlatanes y sociópatas.
Por mi parte, no hay más debate. Ni más guerra cultural que la desobediencia continua a las ideas pervertidas, convertidas en perversos valores más o menos oficiales.
En la próxima entrega de esta serie de artículos, prometo aportar unas cuantas iniciativas. Al respecto, digo.