Incontrolado e incontrolable, el mar es el reino de la desmesura y la transitoriedad universal, del nomadismo pirata y del vagabundeo incontenible: «en el mar no es posible sembrar y ni siquiera cavar líneas rectas. Las naves que surcan el mar no dejan tras de sí ninguna huella”. Las estelas que al navegar se dibujan en el mar desaparecen casi instantáneamente, sin trasladarse al futuro. Son, precisamente por esto, el símbolo de la fugacidad universal de la sociedad líquida global.
A diferencia de los espacios terrestres, regulados y sometidos a las diferencias geográficas, a las raíces y fronteras naturales, a las comunidades arraigadas y territorializadas, el espacio abierto del mar es literalmente inhabitable. Se cruza sin que exista la posibilidad de poder habitarlo establemente. Es, por su esencia, el espacio de la libre y perpetua circulación omnidireccional, desprovista de barreras y fronteras, de normas y limitaciones.
Surcar las superficies talásicas implica el abandono de la estabilidad terrestre y la aceptación de los posibles peligros ligados a la ausencia de tierra firme y al eventual encuentro con los piratas que, del mismo modo que aquellos otros de las finanzas y el sistema bancario, llevan a cabo razzias en ausencia de leyes que los controlen y limiten .
Sin tierra no hay poder político ni frontera. En una palabra, no hay νόμος; por eso, la extensión talásica aparece como el lugar natural de la desregulación y, en consecuencia, de esa anarquía falsamente libertaria que en realidad coincide secretamente con el dominio incontrolado de los más fuertes, con su libertad de preservar sin restricciones su propio interés.
La expansión marina, al igual que el mercado financiero de la flexibilidad planetaria, sólo conoce olas, flujos y reflujos, tempestades repentinas y turbulencias inesperadas. “Il tremolar della marina” (Purgatorio, I, v. 117) no ofrece ninguna protección y, en cambio, expone al riesgo permanente de las tormentas, los naufragios y los abordajes piratas.
En efecto, ha sido la financiarización del capitalismo la que ha desempeñado un papel decisivo en su metamorfosis posburguesa, que lo ha llevado a transitar desde el elemento sólido al líquido: la finanza, de hecho, es volátil e impredecible, enemiga de la estabilidad y el arraigo.
El mar se convierte así en metáfora absoluta de la producción flexible y post-telúrica, aeriforme por su inmaterialidad y talásica por su movimiento líquido y liberado del poder político del νόμος.
Esto vale no sólo para la condición líquida característica del cosmomercadismo, sino también para el proceso convergente de desterritorialización -para retomar una noción cara a Deleuze y Guattari- que distingue la época del desarraigo planetario puesto en marcha por la expansión del mercado globalizado: el mar es perennemente inestable en su incesante devenir y, al mismo tiempo, impide implementar cualquier acción estabilizadora. Obliga a quienes se aventuran en él al perpetuo dinamismo de la navegación y el desplazamiento, del nomadismo y la inestabilidad. Es el lugar de la errancia y el vagabundeo, no de la ciudadanía y la territorialidad comunitaria.
Ya Hegel, anticipando a Schmitt, había contrapuesto el arraigo terrestre, centrado en la idea de frontera, a la ilimitación marítima, donde faltan las barreras y prevalece la dimensión de la schlechte Unendlichkeit, la «mala infinitud» de la movilidad permanente:
“El mar es algo indeterminado, ilimitado, infinito, y el hombre, sintiéndose en medio de este infinito, es desafiado a cruzar el límite. El mar invita al hombre a la conquista y a la rapiña, pero también al beneficio y al lucro. La tierra firme, la llanura fluvial, fija al hombre al suelo, del que surgen múltiples obstáculos. Por el contrario, el mar lo empuja más allá de estos círculos limitados”.
En la perspectiva de Hegel, la extensión oceánica, abierta e incontenible, corresponde al mal infinito del crecimiento desmesurado, al furor de trascender todo límite: es el emblema de la Modernidad que, olvidando el valor griego del justo límite y de la sagrada medida, se aventura siempre imprudentemente “más allá de estos círculos limitados”.
Es en este sentido que, en Elementos de la Filosofía del Derecho, como una anticipación de la dicotomía que estará en el centro de la reflexión de Schmitt, Hegel sostiene que «es condición para el principio de la vida familiar (Familienlebens) la tierra, un fundamento y un suelo estable» (§ 247); por contra, “para la industria” (für die Industrie) el “elemento natural” (natürliches Element) es el mar que se abre hacia el infinito.
La estabilidad telúrica de las «raíces éticas», con su dimensión sólida y solidaria, que se hunde en la profundidad de la tierra, dibuja un espacio de enemistad permanente frente al flujo vacilante de la extensión talásica del «sistema de las necesidades«, donde todo está sujeto sin tregua al desarraigo del comercio y del regateo, de la competencia y del intercambio de todos y cada uno.
Las raíces éticas aspiran a regular el espacio anárquico del sistema de las necesidades, sometiéndolo al νόμος del control comunitario. Tal espacio, por su parte, apunta al objetivo opuesto: es decir, a su propia liberación integral del poder del νόμος conectado con las raíces éticas. Además, tiende explícitamente a producir el desarraigo y, por tanto, la desvitalización de aquellas raíces, de modo que el ser en su interés, y con éste toda relación humana, sean redefinidos según la lógica talásica de la insociable sociabilidad y de la desregulación pirata.
Desde este punto de vista, la mundialización turbocrematística podría, con razón, entenderse a todos los efectos como el triunfo del principio talásico sobre el telúrico y, por tanto, como la destrucción exitosa de todo arraigo ético superviviente: desde el de la vida familiar hasta el de la ética ligada a la forma Estado, pasando por los cuerpos intermedios de la población (desde las escuelas hasta los sindicatos y la sanidad pública).
Sabemos que los griegos temían al mar como espacio móvil de la ilimitación y como lugar concretísimo de la infinita apertura, ante el cual Aquiles, su héroe más poderoso, se echó a llorar: «rompiendo en llanto se sentó lejos de los suyos, apartado,/ en la orilla del mar blanquecino, mirando la extensión infinita” (ápeiron) (Ilíada, I, 349-350).
Reseñemos que en los poemas homéricos es un lugar común la asociación del mar con el término Ápeiron, que literalmente significa “sin frontera”, “sin límite” y en consecuencia, por extensión, “infinito”, “ilimitado”, “indeterminado”.
El espacio uniforme de la inmensidad talásica, con su ausencia estructural de fronteras, aparece como lo contrario no sólo de la tierra firme, donde prevalecen las raíces y comunidades éticas distribuidas sobre el territorio y diferentes en cultura y tradiciones; adicionalmente la cada vez más desigual “integración financiera del mundo” está produciendo la destrucción del elemento propiamente geográfico, es decir de la pluralidad de localizaciones diferenciadas y desiguales, según lo que se ha definido como end of geography.
La expansión oceánica se presenta también como la antítesis de ese mar limitado y perimetrado por la tierra que es el Mediterráneo, donde la ilimitación está literalmente «contenida», delimitada, porque está encerrada entre precisos confines que permiten, al menos en cierta medida, el control y la gestión del territorio.
A diferencia de la infinitud del océano, el Mare Nostrum viene a definirse como figura de esa economía politizada que constituye la esencia de la vida ética tematizada por Hegel. El Mediterráneo se erige entonces como la imagen viva de un mar regulado y sometido al poder del νόμος, porque está rodeado de tierra firme y, hasta cierto punto, controlado por ésta última y subordinado a sus exigencias.
Ausente en Hegel, la neta diferenciación conceptual entre el mar limitado y el mar sin fronteras de tipo océanico se encuentra en la obra de Kant. En La Metafísica de las Costumbres (1797) distingue entre mare clausum y mare liberum.
El primero es el mar cercano a la tierra, sujeto al control de ésta última y defendible «hasta donde llegue el alcance de los cañones que guardan la orilla». Es, por así decirlo, un mar regulado y disciplinado, sujeto a la jurisdicción del continente y controlable por la fuerza política que lo inerva.
Tal es por su esencia, como hemos recordado, el Mediterráneo, el Mare Nostrum cerrado y limitado, abierto a la pluralidad y a la diferencia, espacio fecundo, pluralista y multicultural –como ha mostrado ejemplarmente Braudel- del origen y la gestación de las civilizaciones (griegos y romanos, cristianos y musulmanes…).
Así, en las Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal de Hegel, se celebra el mare clausum del Mediterráneo como eje de la Weltgeschichte, como espacio para el florecimiento de las mayores civilizaciones que han atravesado la historia del género humano:
“Todos los grandes Estados de la Historia Antigua descansan alrededor de este ombligo de la Tierra. Es aquí donde está Grecia, el punto más luminoso de la historia. En Siria se encuentra Jerusalén, el centro del Judaísmo y el Cristianismo. Al sureste de ella están La Meca y Medina, cunas del Islam. Hacia el oeste reposan Delfos y Atenas, y más al oeste Roma y Cartago; y así hacia el sur Alejandría, que es incluso más central que Constantinopla, donde se completa la fusión espiritual de Oriente y Occidente. El Mediterráneo es, pues, el corazón del Viejo Mundo, siendo su motor, su condición de vida”.
El mare liberum, en cambio, es el mar libre de controles, indefendible y fisiológicamente inhabitable: como señala Kant, «en pleno mar abierto no es posible ningún domicilio» o, diríamos nosotros, ninguna ciudadanía. La territorialidad negada se acompaña del deambular talásico, que convierte al navegante en mobilis in mobili.
Y también según esta clave hermenéutica, que une entre sí el illimite y el mare liberum, puede ser entendida la historia del Odiseo de Dante: «Me lancé hacia la alta mar abierta», declara Odiseo en presencia del poeta florentino confesando la propia culpa, que es, con toda evidencia, una culpa de ὕβϱις, derivada de la superación del justo límite.
No es por casualidad que El Infierno de Dante imagine la muerte de Odiseo cuando este parte «hacia la alta mar abierta», aventurándose en un viaje imposible porque conduce hacia lo ilimitado. La dantesca es una de las lecturas posibles, si se considera que, por ejemplo, el Elias Canetti de La lengua salvada (1977) lee el personaje de Odiseo en clave opuesta, o sea, como figura de la disminución y de la medida, tal cual cabría deducir del gesto con el que el héroe de Ítaca se hace «nadie» (οὐδείς) para poder derrotar al Cíclope.
Por su naturaleza incontrolada e incontrolable, desregulada y no regulable, el mar abierto de tipo oceánico da lugar a una suerte de bellum ómnium contra omnes de tipo acuático: en virtud de la ausencia de regulación política, el mar abierto permanece como un espacio atribuible a la lógica del status naturae.
Es, por tanto, el signo de la anomia post-telúrica, donde sólo puede prevalecer la lógica anárquica de la piratería, es decir, el status naturae que el mundialista reino animal del Espíritu ha generado al disolver el marco telúrico del ius publicum europaeum.
Sobre la superficie marítima, igual que en el horizonte de la anarquía comercial del mercado desoberanizado, prevalece de nuevo la lógica del más fuerte: es decir, la posibilidad para este último de «competir» libremente y sin restricciones con el más débil, con arreglo a la norma del free trade in free seas. Expresión quintaesencial de la energía anómica propia de la extensión talásica, el conflicto marítimo es ab origine ilimitado y eximido de obligaciones jurídicas.
Como ha precisado Schmitt, «el mar no constituye un territorio estatal», está sustraído del ordenamiento legal y de las jurisdicciones garantizadas por lo político: su extensión es intrínsecamente despolitizada y abierta, y “está, por tanto, libre de cualquier tipo de autoridad espacial del Estado”. La extensión talásica figura, entonces, como el espacio arrebatado al poder estatal y a sus funciones fundamentales, desde la ley hasta la ciudadanía.
“Ámbito de lucha destinado al derecho del más fuerte”, el reino marítimo no conoce fronteras, ni obligaciones, ni derechos, ni control. Se presenta como el espacio desregulado por excelencia, como el locus naturalis de los piratas, de los corsarios y de cuantos no reconocen otra ley que la del más fuerte: precisamente porque “ en el mar no vale ninguna ley», «es inaccesible al derecho y al orden humano, configurando el espacio para una libre confrontación de fuerzas”.
La vastedad sin fronteras del mar abierto “constituye una zona libre, de libre depredación. Aquí el corsario, el pirata, puede ejercer su malvado oficio con buena conciencia» y, sobre todo, sin impedimentos de orden legal. Quizás también sea desde esta perspectiva que pueda explicarse el texto compuesto por Hugo Grozio en 1609, titulado programáticamente Mare liberum y dirigido contra las pretensiones monopolísticas inglesas.
En efecto, como sabemos, la economía capitalista, que comienza a desarrollarse también en la Génova capital del Mediterráneo, surge principalmente en los espacios oceánicos de los «puertos ingleses» evocados por Bloch, donde se supera la dimensión talásica (mare clausum) y se nos aventura en la oceánica (mare liberum) en busca de una expansión ilimitada de las ganancias. En palabras de Carl Schmitt en su Tierra y Mar:
“Inglaterra pasó a ser la reina del mar, y en torno a su dominio marítimo sobre todo el globo edificó un imperio británico esparcido por todos los continentes. El mundo inglés pensaba en términos de puntos de apoyo y líneas de comunicación. […] La época del libre comercio fue también la era del libre despliegue de la superioridad industrial y económica de Inglaterra. Libre mar y libre mercado mundial se unieron en una idea de libertad de la que solamente Inglaterra podía ser el portador y el guardián”.
Al igual que el navegante, a distancia inaudita de la tierra firme y a merced de las tempestades, el hombre precario navega “a ojo” entre derivas y naufragios, sean laborales, sean existenciales, en aquello que, con Guicciardini, podríamos caracterizar con razón como «un mar agitado por los vientos”.
Desarraigado y sometido a los vendavales que azotan sin cesar el mar distante de las protecciones costeras, el cibernauta de la globalización talásica es proyectado en una dimensión de inseguridad constante y de competitividad pirata, que va a golpear hasta la misma posibilidad de su existencia. Esta última no adopta formas sólidas y estables, fluctuando siempre entre las olas del mercado, del que ha sido transformado en una variable dependiente.
En el marco de la «sociedad vulnerable«, son los mercados, como el mar para el cibernauta, los que deciden la supervivencia del habitante de la tardo-modernidad talásica, privado de toda raíz comunitaria y de toda frontera que lo protejan y que pudieran procurarle cierta estabilidad a su vida cotidiana.