A la manera de aquellos gemelos indistinguibles con los que se encontró Alicia al atravesar el espejo, siempre enfrascados en riñas que tampoco había que tomarse muy en serio, el régimen bipartidista estadounidense había logrado mantener con creciente dificultad durante las últimas décadas una ilusión de alternancia y libertad de elección. Mientras tanto, el poder político real quedaba en manos de los donantes, lobbies e intereses especiales según ese peculiar sistema plutocrático de corrupción legalizada que permite sobornar/donar a un candidato con cualquier suma de dinero, siempre que se haga públicamente y para su campaña electoral; claro que también pueden ofrecerle un cargo en el sector privado previamente beneficiado desde el ejecutivo o legislativo (así se embolsó Nikki Haley más de 8 millones de dólares gracias a Boeing); o bien contratar para conferencias a puerta cerrada al afortunado (así ganaba Hillary Clinton 50.000 dólares por charlas de 40 minutos a CEOs); o, por otro lado, el político de turno puede tener una fundación, a ser posible caritativa, abierta a recibir donaciones (de esto algo sabe el próximo vicepresidente J. D. Vance).
En fin, las posibilidades son múltiples y raro es el que no sale de la función pública con el riñón bien cubierto. Pero entonces llegan las elecciones de 2016 y con ellas un candidato que ya era rico antes de meterse en política, que se costeará su propia campaña para no deberle favores a nadie y que en consecuencia rendirá cuentas solo a sus votantes, a los que les habla de asuntos que ninguno de los dos partidos había querido abordar ¡Inaudito! Ahora sí había una elección entre dos opciones diferenciadas y la democracia parecía algo más que un espejismo. Ganó, claro, pero el sistema desde el primer momento lo trató como un elemento hostil, utilizando con gran estruendo su aparato mediático para aborrecerlo, día tras día. Tras unas elecciones en circunstancias excepcionales en un año para echarlo a los gorrinos como fue 2020, finalmente lograron apearlo del poder en un proceso que muchos votantes republicanos consideraron fraudulento. Ya neutralizado políticamente y bloqueado en las redes sociales que le habían permitido hasta el momento puentear a los medios, su suerte parecía echada cuando le abrieron nada menos que 5 procesos legales con una condena total que excedería los 700 años de cárcel.
Entonces llegó el 7 de octubre de 2023.
La inmediata represalia israelí, a medio camino entre el castigo colectivo proscrito por las Convenciones de Ginebra y la limpieza étnica con la que lograr una solución final al conflicto palestino, generó una creciente ola de indignación internacional que alcanzó incluso a un territorio tan afín al proyecto sionista como era Estados Unidos. Los campus universitarios, hasta ayer mismo epicentro de lo woke, paladines de la corrección política que perseguía toda forma real o imaginaria de sexismo, racismo, antisemitismo…etc, se llenaron repentinamente de banderas palestinas. El progresismo ya no podía ser más tiempo aliado del lobby sionista. Concepto este último que ahora, abriendo paréntesis, diseccionaremos brevemente.
¿Qué es el lobby sionista?
Señala el profesor de Relaciones Internacionales John Mearsheimer en su libro El lobby israelí que «Washington ha dado a Israel una cantidad de apoyo que eclipsa las cantidades ofrecidas a cualquier otro estado. Es el mayor receptor anual de ayuda directa estadounidense tanto militar como económica desde 1976». Aunque tampoco hay que olvidar el apartado diplomático: «desde 1982, Estados Unidos ha vetado 32 resoluciones del Consejo de Seguridad que critican a Israel, más que el número total de vetos emitidos por todos los demás miembros del Consejo de Seguridad», (cifra que ha aumentado apreciablemente desde que se publicó el libro en 2007). Ahora bien, por mucho que la realidad presente nos parezca inmutable, remontarnos históricamente nos muestra que las cosas no siempre fueron así. Veámoslo.
Cuenta Norman Finkelstein (hijo de supervivientes de Auschwitz, por cierto) en La industria del Holocausto que en los momentos posteriores al fin de la Segunda Guerra Mundial «las elites judeo-estadounidenses ‘olvidaron’ el holocausto nazi porque Alemania —República Federal Alemana a partir de 1949— se convirtió en un aliado clave de Estados Unidos en la confrontación de posguerra contra la Unión Soviética. Remover el pasado no cumplía ningún objetivo práctico (…) el afán de recordar el holocausto nazi se tildó de causa comunista». De manera que la RFA era una pieza fundamental del nuevo tablero internacional, no así Israel, cuyo reconocimiento como Estado en 1948 tuvo lugar entre titubeos por parte de Truman. De hecho, el siguiente inquilino de la Casa Blanca, Eisenhower, obligó a Israel tras la guerra de 1956 a retirarse incondicionalmente de la península del Sinaí recién conquistada, pues consideraba que era prioritario para Estados Unidos mantener buenas relaciones con los países árabes. Kennedy, por su parte, se opuso al desarrollo de armas nucleares por parte de Israel, aunque el sucesor tras su asesinato sí resultó ser partidario.
La llamada Guerra de los Seis Días en 1967 dio un vuelco a la situación. Esa fulminante victoria a la que su mismo nombre alude hizo reflexionar a la administración norteamericana sobre la importancia que podría tener aquel país como socio estratégico en la región. Dice Finkelstein «así como antes de 1967 hablar de Israel era invocar al fantasma de la doble lealtad, después de la guerra de los Seis Días, Israel pasó a significar lealtad máxima. Ahora podían presentarse como el interlocutor natural del valor estratégico más recientemente adquirido por Estados Unidos». Por todo esto, las elites judías americanas descubrieron repentinamente a la entidad sionista, hasta ese momento ausente de sus preocupaciones, por mucho que ahora nos sorprenda, y «todas las fuentes coinciden en señalar que el Holocausto no se incorporó a la vida judía estadounidense hasta después de este conflicto (…) Una vez remodelado ideológicamente, el Holocausto (con mayúscula, como ya he señalado antes) resultó ser el escudo defensivo perfecto para desviar las críticas dirigidas a Israel». Es significativo señalar que las películas de Hollywood sobre esta temática pasaron de ser inexistentes en los años 50 y 60 a adquirir creciente protagonismo en los años 80 y, particularmente, en los 90, concluida ya la Guerra Fría.
Así fue tomando forma entonces en todos los ámbitos —desde los medios, la cultura, las universidades y las finanzas— el lobby sionista de EE.UU., hasta el punto de que, paradójicamente, terminó siendo con el paso de las décadas la cola que movía al perro. Hay que precisar que este grupo de presión no es sinónimo del conjunto de la población judía estadounidense, pues según una encuesta del Pew Research Center un tercio de ellos considera «inaceptable» la política que está desarrollando Israel, proporción que se eleva al 42% entre los menores de 35 años. Tampoco se limita a la etnia judía, pues el apoyo del protestantismo evangélico al proyecto sionista ha sido crucial hasta el presente, dado que consideran el renacimiento de Israel como parte de las profecías bíblicas. Para definir con exactitud al lobby israelí bastará remitirse a las palabras de quien fuera primer ministro israelí, Ariel Sharon, en uno de sus viajes a Estados Unidos: «cuando la gente me pregunta cómo puede ayudar a Israel, le digo ‘ayude al AIPAC’». El American Israel Public Affairs Committee es, en definición de Mearsheimer, «el corazón de la influencia del lobby en el Congreso de EE.UU.».
Para alcanzar a comprender el alcance de su poder da idea el hecho de que en las recientes elecciones del pasado 5 de noviembre, que no fueron únicamente presidenciales, los 362 candidatos apoyados por AIPAC ganaron la votación, como también los hicieron todos sus aspirantes en las primarias a las que se presentaron, mientras que perdieron los 11 candidatos antisionistas a quienes la organización se enfrentó. Si bien es bipartidista, en el caso concreto de los demócratas, por ejemplo, Mearsheimer señala que hasta el 60% del dinero que reciben para su campaña proviene de ellos. No acaba ahí la influencia y ya en el Congreso, según explicaba en una reciente entrevista el representante republicano Thomas Massie, cada congresista tiene a su servicio lo que denominó «una niñera AIPAC», encargado de asesorar al político sobre qué debe votar en cada ocasión para beneficiar a Israel. Es curioso que algunos muestren allá tanta preocupación por injerencias rusas y chinas, presuntas o reales, mientras fingen no ver ese elefante en la habitación… Pero esa es la situación a la que se ha llegado en EE.UU. debido al entramado de lobbies y corrupción legalizada que conforma su sistema político, tal como esbozábamos al comienzo de este artículo.
Ahora bien, hay un elemento fundamental en todo esto, apunta Mearsheimer, «ninguna discusión sobre cómo opera el Lobby estaría completa sin examinar una de sus armas más poderosas: la acusación de antisemitismo. Cualquiera que critique las acciones de Israel o que diga que los grupos pro-israelíes tienen una influencia significativa sobre la política estadounidense en Oriente Medio —una influencia que festeja el AIPAC— corre el riesgo de que lo etiqueten de antisemita. De hecho, cualquiera que diga que hay un lobby israelí corre el riesgo de que se le acuse de antisemita». Para que tal acusación logre su efecto de silenciar críticas es imprescindible mantener vivo constantemente el recuerdo del nazismo y en tal tarea el progresismo woke ha tenido un notable desempeño: Trump era nazi, sus votantes eran nazis, cualquier objeción a la Teoría Crítica Racial se hacía desde el supremacismo blanco neonazi, etc. La melodía ya conocida.
Trumpismo 2.0: Israel First
Entonces, como decíamos, ocurre el 7-O y la reacción posterior: los activistas y movimientos estudiantiles que se consideraban aliados dejan de serlo y el lobby sionista decide mirar hacia el conservadurismo, donde encuentran a un candidato defenestrado (recordemos que Elon Musk inicialmente apoyaba a otro republicano, DeSantis) que podría ser rehabilitado y usado como caballo de Troya. Batya Ungar-Sargon, editora de opinión de la revista Newsweek y ferviente sionista, lo ha explicado con toda franqueza en una entrevista a The Jerusalem Post: «gran parte de la comunidad judía estadounidense institucional respaldó al caballo equivocado. ¡Es exasperante!», para proceder a relatar a continuación cómo ella misma tuvo que superar su anterior aversión a Trump para reconocer en él a un potencial aliado de la causa israelí. No fue la excepción. Miriam Adelson, millonaria originaria de Tel Aviv, donó a la campaña de Trump nada menos que 100 millones de dólares. A los que otro magnate de la órbita sionista, Paul Singer, añadió otros 5, un hecho notable si tenemos en cuenta que unos años antes era un decidido antitrumpista. Lejos queda aquella promesa de pagarse su propia campaña para no deber favores a nadie…
Por ese y otros motivos, la victoria electoral del candidato republicano ha sido aplastante. Digno de mención el hecho de que, lejos del drama tan sobreactuado de 2016, el estruendo mediático en su contra ha sido notablemente menor. Mala señal. Ahora, en los nombramientos de nuevos cargos que hemos estado viendo estos días, ha quedado claro que esa libra de carne adeudada la han cobrado con la diligencia de Shylock. Cabe empezar por Elise Stefanik, la recién designada embajadora de EE.UU. ante la ONU, organismo que de entrada considera «antisemita» y donde continuará la política de veto a toda resolución que pueda perjudicar a Israel, pues su objetivo es darle «lo que necesite, cuando lo necesite, sin condiciones para lograr la victoria total frente al mal». Pete Hegseth, el próximo secretario de Defensa, es un cristiano sionista que tiene tatuada en el pecho la Cruz de Jerusalén y ha defendido la necesidad de una acción militar contra Irán; al igual que Mike Waltz, futuro consejero de Seguridad Nacional, partidario de atacar en dicho país tanto sus instalaciones petrolíferas como su programa de desarrollo nuclear. En una línea similar se encuentra el nuevo embajador de EE.UU. en Israel, Mike Huckabee, que el año pasado encabezó una delegación de visita para proclamar «vine aquí para decir alto y claro que los evangélicos apoyan a Israel» y considera que Cisjordania no existe, «es Judea y Samaria». John Ratcliffe, próximo director de la CIA, ha aplaudido públicamente los ataques de Israel a Irán, y en una línea similar encontramos a Kristi Noem, designada secretaria de Seguridad Nacional, Matt Gaetz como fiscal general y Marco Rubio como secretario de Estado, de quien Trump dijo hace 8 años que era «una marioneta de los donantes».
Resumiendo, como dijo un conocido sionista de X/Twitter, Eli David, «el gobierno de Trump es ahora más pro-israelí que el gobierno de Israel». Bien y, con ese personal, ¿cuál será la agenda? Entre otras cosas se prevé que expandirán los Acuerdos de Abraham de países árabes afines a Israel, acabará con la UNRWA (la agencia de la ONU que trabaja con los refugiados palestinos), desactivará la Corte Internacional de Justicia que emitió un veredicto contra Israel por genocidio y promoverá la definición de «antisemitismo» de la IHRA (International Holocaust Remembrance Alliance) que amplía el término para abarcar a las criticas que se hagan al Estado de Israel, de manera que sea ilegal realizarlas. Muchos analistas auguran que Trump promoverá la expansión territorial del Gran Israel, anexionando los territorios de Gaza, Cisjordania y sur del Líbano e, incluso, cabe la posibilidad de que acabe lanzando un ataque militar contra Irán, el mayor rival de Israel en la región, que podría tener consecuencias impredecibles. De ahí la necesidad de cerrar previamente la guerra de Ucrania, para centrar todo el esfuerzo bélico en Oriente Medio. Pero, si tal cosa finalmente tuviera lugar, desde luego el Trump de la administración 2024 quedaría ya muy lejos que aquel prometió «America First» y el fin de la agenda neocon con sus guerras en el extranjero para beneficio del complejo militar industrial para poder centrarse en los asuntos internos que preocupan al americano de a pie.
¿Es eso lo que terminará pasando? En tal caso sería, definitivamente, un Trump sin trumpismo, y todo volvería a ser como antes de 2016…