El turbocapital financiero se podría calificar como una industria extractiva, aunque sui generis. Se trata, de hecho, de un poderoso aparato de abstracción, de centralización y de captura de los bienes comunes y del valor social, con arreglo a la figura de la “acumulación por desposesión” (accumulation by dispossession) evocada por David Harvey en Breve historia del neoliberalismo, en referencia al paradigma neoliberal y al tránsito desde el capitalismo productor burgués-manufacturero al capitalismo depredador posburgués-financiero.
Tal acumulación viene a menudo ejecutada con la mediación del gobierno en su versión liberal, a través de maniobras tales como el reemplazo de los organismos encargados de las pensiones por aseguradoras privadas o, incluso, mediante la desfinanciación de lo público. El crédito se presenta así como el principal sistema mediante el cual el turbocapital financiarizado puede extraer riqueza de la población. Son múltiples las estratagemas que utiliza para implementar su proyecto de extracción de la riqueza y de expropiación del dinero en beneficio de la ya hiperposeedora clase dominante. Todas ellas orbitan en torno a astutas prácticas predatorias que formalmente se apoyan en la ley, redactándola ex novo o simplemente plegándola a sus interpretaciones, de tal manera que garantice establemente –para decirlo con Trasímaco (La República, 339 a)– “el interés del más fuerte”. Así se explican, entonces, los tipos de interés usurarios sobre las tarjetas de crédito, los embargos de empresas a las que se les niega liquidez en los momentos de dificultad, la promoción de los títulos accionariales, los fraudes corporativos, la manipulación del mercado y el uso de estafas piramidales como el infame “esquema Ponzi”.
Variando el título de la obra maestra de Weber, se podría hablar con razón de acumulación por expropiación y de nuevo espíritu del orden capitalista. Esta desposesión no se limita, por demás, a las palancas de extracción financiera, sino que se determina –explica Harvey– también en otras muchas figuras conexas (“privatización”, “gentrificación”, “reclusión masiva”); entre ellas ocupa un lugar prominente –especialmente después de 1989 y del colapso del Welt dualismus (dualismo mundial)– el retorno del imperialismo atlantista en sus formas más brutales. El propio Harvey lo reconoce en La guerra perpetua (2003) y, además de él, Giovanni Arrighi en El largo siglo XX (1994) y en Adam Smith en Pekín (2007): fuera de las fronteras de Occidente, el capital vuelve a utilizar la violencia de la expropiación directa, llamándola púdicamente “privatización”, según formas no tan diferentes de las estudiadas por Marx, a propósito de la “acumulación originaria”, en el capítulo 24 del primer libro de El Capital. El propio Marx, por otro lado, nos enseña que «la profunda hipocresía y la intrínseca barbarie de la civilización burguesa se presentan ante nosotros sin velos cuando desde la metrópoli, donde asumen formas respetables, volvemos los ojos a las colonias, donde van desnudas».
A modo de exemplum, baste recordar la labor de la civilización del dólar en el Irak imperialistamente ocupado en 2003. El político Paul Bremer promulgó cuatro ordenanzas que preveían la total privatización de las empresas públicas, el pleno derecho a la propiedad privada de las actividades económicas iraquíes por parte de las empresas extranjeras, la repatriación total de los beneficios obtenidos por estas, la apertura de los bancos de Irak al control extranjero, la equiparación del tratamiento a las sociedades extranjeras con el de las empresas nacionales y la eliminación de casi todas las barreras a los intercambios comerciales. El primer laboratorio de estas estrategias, patrocinadas por Washington, fue el Chile de Pinochet.
En síntesis, la oligarquía plutocrática neoliberal se presenta como una aristocracia extractiva, ya que se enriquece extrayendo riqueza del cuerpo social sin contribuir de ninguna manera a su producción. Y así aparece a todos los efectos como la Parasitenklasse (clase parasitaria) evocada por Marx. La acumulación por desposesión –o, si se prefiere, la “acumulación dominada por la finanza” (finanzdominierte Akkumulation)–, propia de la fase absoluta, se basa sobre el presupuesto de acuerdo con el cual la forma más rápida e inmediata de enriquecimiento consiste en la sustracción de la riqueza o, más precisamente, en su extracción coactiva: esta es obtenida, en términos concretos, defraudando a los ahorradores e inversores, vaciando los bancos (después de haber impedido el uso del efectivo y, por tanto, la fuga de los ahorros), saqueando los «activos», (assets los llama la neolengua) de las empresas y de los Estados mediante el recurso de los préstamos asesinos.
In specie, el sistema crediticio teje una red de obligaciones del deudor tal que, en última instancia, el endeudado no tiene otra opción que ceder sus derechos de propiedad al prestamista. Esta estrategia, por otra parte, era ya conocida por Marx, que la menciona frecuentemente en el tercer libro de El Capital. Por ejemplo, cuando los hedge funds –fondos de cobertura, también llamados “fondos especulativos”– adquieren el control de compañías farmacéuticas, compran inmensas cantidades de viviendas embargadas y, a continuación, las ponen a disposición de los consumidores que las necesitan a precios exorbitantes, organizando científicamente la acumulación por expropiación. Ocurre a menudo, en efecto, que las crisis dejan a su paso una masa de activos devaluados, que después pueden ser obtenidos a precios de saldo por quienes tienen la liquidez necesaria para comprarlos: es lo que sucedió en 1997-1998 en Asia oriental y en el Sudeste Asiático, cuando empresas perfectamente sanas quebraron por falta de liquidez y fueron adquiridas por bancos extranjeros, para luego ser revendidas con beneficios impresionantes.
Si la burguesía emprendedora generaba riqueza mediante el trabajo y su explotación, las élites globalistas sans frontières se enriquecen por la desposesión a expensas de los trabajadores y de las clases medias ilotizadas. Extraen riqueza del cuerpo social productivo y no contribuyen a la producción de esa riqueza: en otras palabras, no participan en el trabajo que la produce, resultando en esto similares –mutatis mutandis– a la vieja aristocracia del Antiguo Régimen. Los amos de la finanza tecnofeudal, que gestionan la creación monetaria privada y con fines privados (oculta y exenta de cualquier responsabilidad), dirigen la dominación parasitaria y extractiva del producto y del trabajo ajenos. En vista de este objetivo coherente con su dominio de clase, los globócratas –acostumbrados a vivir “con el dinero de los demás”, según la locución de Luciano Gallino– operan el desvío predeterminado del crédito desde la economía productiva a la finanza especulativa, proceso del que se siguen la desindustrialización, la desinversión, la desalarización y los despidos.
La clase media y la clase trabajadora, por su parte, se ven obligadas a trabajar y a pagar impuestos elevadísimos, para enriquecer a una global class financiera que detenta el monopolio de la creación de los símbolos monetarios y a cambio de sus préstamos retiene, bajo la fórmula de los intereses usurarios, gran parte del producto del trabajo. La finanza misma, en su dinámica esencial, opera favoreciendo el tránsito desde la manufactura burguesa a la hegemonía de las corporations multinacionales posburguesas y sus monopolios. Esto conduce a esa letal inversión entre finanza e industria ya esbozada, en sus rasgos más peculiares, por Lenin y, aunque de manera diferente, por Rudolf Hilferding en su Finanzkapital (1923) –Ed. esp. El capitalismo financiero-.
Ambos, aunque desde perspectivas distintas, habían descifrado plenamente el quid proprium del capital financiero y la sustitución que éste provoca del primado de los industriales por el de los banqueros. El industrial burgués está implicado y cercano a los procesos productivos, y dirige la cooperación (en el capítulo XXIII de El Capital Marx utiliza el ejemplo del director de orquesta); en cambio, el banquero está alejado de la producción y no está ligado a sus eventuales tragedias (es más, a menudo tiene todo el interés en asegurarse de que ocurran).
Como toda actividad de renta, la finanza también funciona según la figura de la actio in distans: se abstrae de la producción y gobierna a distancia, sin mostrarse, actuando de manera parasitaria respecto a la producción real y a la sociedad en su conjunto. La finanza no está, por lo demás, interesada en construir establemente y, de hecho, vive de la inestabilidad y la precarización, según el fundamento de la nueva forma de la acumulación flexible que hemos analizado en nuestro libro Historia y conciencia del precariado (Ed. esp. 2021).
A diferencia de cuanto usualmente detecta la mirada ideológicamente contaminada, el capital financiero no opera en una indeterminada terra nullius, ni genera riqueza de la nada: en realidad, extrae valor del bien común de la sociedad y, en general, de la “clase-que-vive-del-trabajo”, o sea del Siervo precarizado. De este modo, el capital líquido-financiero se presenta como un poderoso y falsamente anónimo aparato de expropiación. Opera haciendo transitar en manos privadas, liberadas de cualquier localización nacional, los bienes públicos como los ferrocarriles y el agua, las líneas telefónicas y el patrimonio cultural. También de ello se deduce la analogía con los procesos de “acumulación originaria” descritos por Marx en El Capital.
Sólo bajo esta luz se pueden explicar tanto la llamada crisis americana de 2007, como –para permanecer en Europa– la pérdida de alrededor del cuarenta por ciento del poder adquisitivo del pueblo italiano con el paso de la lira a la moneda única del euro (grosso modo lo mismo puede decirse del pueblo español). El capitalista bancario-monetario aparece como money-maker -fabricante de dinero- y, al mismo tiempo, como money-giver -proveedor de dinero-: crea el dinero ex nihilo y lo presta con el claro objetivo de endeudar a los «beneficiarios». Extrae no sólo los frutos del trabajo, sino también los ahorros de toda la clase dominada.
Por su esencia, la finanza genera “riqueza” creando dinero a coste cero. Pero la verdad es que crea papel y no riqueza: con la consecuencia obvia de que la riqueza que obtiene debe sustraérsela, con impuestos y artimañas usurocráticas, a quienes realmente la producen, es decir, al precariado como clase que vive del trabajo. En su aspiración a gobernar el planeta entero en nombre del beneficio y del crecimiento infinito, la global class de los Señores de la finanza ha impuesto modificaciones en la fiscalidad para su propio exclusivo beneficio. En Occidente, la progresividad de la exacción fiscal va disminuyendo poco a poco, desde 1989, a medida que se asciende en la jerarquía de las cuentas bancarias. La clase media burguesa en fase de ilotización ve cómo se le extrae de media el 45% de sus modestos ingresos. En suma, con una síntesis plausible, mientras que el trabajo está cada vez más gravado, la especulación financiera y el big business de la aristocracia financiera permanecen libres de impuestos y de controles, usualmente bajo la forma de una verdadera legalización de la evasión fiscal.
Por su parte, las multinacionales, sus accionistas y sus consejeros delegados pagan impuestos que se fijan en cifras irrisorias, que oscilan, asiduamente, entre el 1 y el 5% (y que evitan, cada vez que pueden, valiéndose de los “paraísos fiscales”). A cualquier trabajador del coloso Amazon se le aplica un impuesto diez veces superior al que se aplica a la misma multinacional multimillonaria para la que trabaja. En este aspecto, la propia lucha contra la evasión fiscal, siempre invocada como figura de la justicia universal, es puntualmente conducida por el Estado liberal contra las clases medias y contra las clases trabajadoras en beneficio de la global class financiera. Lejos de ser una garantía de la justicia universal, la «lucha contra la evasión fiscal», tal como es gestionada por el orden neoliberal, figura como uno de tantos instrumentos de la masacre de clases ejecutada por los encapuchados de la finanza y por el Estado liberal a su servicio.
A sufragarlo viene el hecho de que la posibilidad de evasión fiscal por parte de las clases medias y trabajadoras, cuando no se vuelve imposible mediante una imposición que saquea los salarios incluso antes de que sean percibidos (es el caso del empleo público, que además está en proceso de desmantelamiento en nombre de la razón liberal), es perseguida, con norma de ley, allí donde la evasión de los gigantes del comercio cosmopolita, de los usureros de la finanza especulativa y de las mastodónticas multinacionales, es consentida como norma de ley. Esto confirma, por enésima vez, cómo la ley, en el orden de las relaciones capitalistas, no garantiza la justicia universal, sino los intereses de la clase dominante, de la cual “juridifica” y “legaliza” el dominio.