¿Un Ocasionalismo Político para el Siglo 21?

¿Un Ocasionalismo Político para el Siglo 21?. Santiago Mondejar

Quienquiera que utilice hoy en día términos como «civilización» o «progreso», está obligado a mostrar la manera en que los utiliza y las razones por las cuales lo hace. Parece innegable que la mentalidad evolutiva, ubicua en la sociedad actual, ha debilitado -en virtud de un faústico pacto por el Eterno Progreso– la identidad humana, sumiendo al hombre en un darwinismo impersonal e inexorable, basado en la dogmática prescripción de un modelo de civilización cuyo acerbo materialista de la existencia incita al abandono de toda esperanza de buscar significado y propósito en una dimensión trascendental del ser. Dado que el concepto de civilización, desconocido antes de la Ilustración, tiene raíz en la noción propuesta por el francés Honoré Gabriel Riquetti, Conde de Mirabeau[1], y desarrollada poco después por el filósofo escocés Adam Ferguson[2], no puede extrañarnos que las ideas ilustradas de progreso y modernización equivalgan a civilización, y se consideren tan absolutas como incuestionables. Pocas plumas desafían en el presente esta corriente opuesta a la metafísica sustantivista de lo político, mollar en el formalismo kantismo implícito de la dominante ontología del presente. Uno de estos díscolos es el filósofo ruso Alexandr Dugin.

En su obra seminal “Cuarta Teoría Política”[3] Dugin sostiene que el progreso y la modernización son conceptos relativos antes que absolutos, y que deben ser entendidos como etapas específicas influenciadas por circunstancias históricas, sociales y políticas. El filósofo ruso sugiere, casi de soslayo, una visión alternativa de la historia política, basada en un ocasionalismo sistematizado, donde los cambios no son resultado de una evolución continua, sino definidos por ocasiones semánticas específicas, eventos con significado histórico y político que impulsan transformaciones en la sociedad y la política; donde los eventos no son fruto de procesos deterministas, sino intervenciones concretas que impactan en el desarrollo de los sistemas sociopolíticos. A pesar de no abundar en el desarrollo de esta analogía de la Teoría Ocasionalista, la escueta, pero fecunda referencia de Dugin al paralelismo entre su conceptualización radical de contextos semánticos específicos y los escritos de Carl Schmitt es un campo sembrado de ideas de las que podemos entresacar los elementos de una doctrina en la que lo político se entiende como un proceso que nos aproxima a la metafísica y la teología, algo virtualmente ausente en estos tiempos henchidos de autoexaltación al mito de la sumisión al progreso como principio motor.

Vayamos por partes. ¿A qué alude Dugin con “Teoría Ocasionalista”?

El ocasionalismo, teoría metafísica que tiene su origen en los filósofos estoicos, postula la ausencia de causalidad eficiente en las cosas finitas, atribuyendo todas las acciones en el mundo a Dios. Así, las creaturas actúan como ocasiones para la actividad divina, siendo su presencia la que desencadena la acción de la causa eficiente. Esta causa puede operar como causa final, atrayendo la eficiencia, o como causa eficiente secundaria, impulsando a la causa primaria, lo que implica concebir a Dios como Conciencia Universal (i.e. el Logos). Esta idea fue posteriormente recuperada por el pensador medieval iraní Al-Ghazali, cuya noción de ocasionalismo sostiene que todas las causas y efectos son creados directamente por Dios en cada momento, de modo que no existe una conexión causal inherente entre los eventos, sino que Dios interviene en cada ocasión para asegurar que ocurran. Asombra ver cómo el cuestionamiento de Al-Ghazali de la existencia de propiedades inherentes en los objetos refleja la teoría de la mecánica cuántica que niega que los objetos tengan cualidades inherentes antes de la interacción con un observador, de tal manera que tanto Al-Ghazali en el siglo XI como Heisenberg en el XX sostienen que los eventos no están causalmente conectados en un sentido estricto y su previsibilidad es incierta[4]. Las recientes hipótesis del físico teórico Lee Smolin[5], «No podemos entender el mundo que vemos a nuestro alrededor como algo estático. Debemos verlo como algo creado y en continua recreación, por un enorme número de procesos que actúan juntos.

El mundo que vemos a nuestro alrededor es el resultado colectivo de todos esos procesos» son asombrosamente similares a la tesis[6] de Al-Ghazali, según la cual los objetos materiales no son permanentes, sino creados asiduamente por Dios en cada momento, esto es, que no se da una existencia independiente de los objetos materiales, sino que «los objetos materiales no poseen una existencia autónoma, sino que son creados y sostenidos por Dios en cada instante».

Por su parte, el gran filósofo español del siglo XVI, Francisco Suárez[7], matizó la radical premisa de Al-Ghazali que enfatiza la intervención directa de Dios en cada ocasión, postulando, en cambio, una modalidad de causalidad secundaria, otorgando cierto grado de autonomía a las causas secundarias que actuarían de acuerdo con sus propias naturalezas, aunque preservando a Dios como la causa primera y última. El filósofo español se engarza así en las disquisiciones de Martin Heidegger, quien, pese a no postularse explícitamente como ocasionalista, resalta tácitamente los desafíos intrínsecos a cualquier forma de relación entre eventos, admitiendo, desde una óptica fenomenológica, que el ethos y la praxis humanas distorsionan la realidad subyacente de los objetos, tal y como Suárez destacó la responsabilidad de los accidentes en la aglutinación de las sustancias individuales, de lo que se deriva una visión de la realidad basada en las tensiones generadas por la articulación de varios polos esenciales, como la apariencia fenoménica del objeto, según se presenta a los observadores, la intencionalidad de las relaciones entre eventos, y la esencia interna -no inmediatamente accesible- de la realidad, un modelo metafísico (implícitamente asumido por Heidegger) con una modalidad de ocasionalismo, que devela una intrincada red de relaciones entre los objetos y sus cualidades.

El filósofo americano Alfred North Whitehead[8] desarrolló hace cien años un sistema filosófico basado precisamente en estos conceptos, según el cual, el universo está compuesto por «ocasiones de experiencia», siendo cada una de estas ocasiones un evento concreto e individual que constituye la realidad. Estas ocasiones de experiencia son los bloques fundamentales de la realidad, y presentan características como la creatividad, donde cada ocasión posee un principio que le permite generar algo nuevo, reflejando la noción de un universo en constante cambio. Las ocasiones se unen en un proceso en el que múltiples eventos se fusionan para formar una nueva ocasión de experiencia más compleja, que guarda relación con eventos pasados, al tiempo que la distinción entre los aspectos subjetivos y objetivos señala la dualidad de la experiencia interna y única de cada ocasión, así como su impacto en otras ocasiones en el universo.

Este sistema filosófico es la base de la “Teología del Proceso” de la escuela de Chicago: en «La Realidad Divina», Charles Hartshorne, principal proponente de esta teodicea, argumenta que «Dios no es un ser estático e inmutable, sino que está en constante relación e interacción con el mundo» (Hartshorne, 1963, p. 78). La premisa central de Hartshorne, siguiendo a Whitehead, es que la realidad es una combinación compleja de eventos, donde no hay distinción entre materia espiritual y física: cada evento tiene polos físicos y mentales, siendo el primero una repetición de eventos pasados, y el segundo, un elemento de subjetividad con libertad limitada. El proceso consiste en el devenir de eventos, y está determinado por los acontecimientos pasados, por Dios, que al establecer el propósito inicial influye en la configuración de los eventos presentes, y por la subjetividad del polo mental de los eventos en el proceso de devenir, que condiciona la forma que concreta de los eventos.

El resultado de la tensión entre estos factores es el surgimiento del principio rector del evento, que, al cabo, determina cómo se moldeará el evento en el acto de devenir: Dios incoa un propósito inicial, formado por probabilidades graduales, e influye constantemente en la realidad, ocasionando eventos de complejidad incremental, pero sin determinar absolutamente el resultado: la voluntad divina se ajusta constantemente para influir en los eventos, tomando en consideración lo coyuntural[9] , como las ocasiones semánticas mencionadas por Dugin cuando cita a Carl Schmitt.

Efectivamente, la Teología Política de Carl Schmitt -quien afirma que todos los conceptos significativos de la teoría moderna del Estado son conceptos teológicos secularizados- repudia la noción de que todos los eventos políticos estén predeterminados o preestablecidos, y enfatiza, por el contrario, la relevancia de la contingencia y la importancia de que la política no se vea reducida a reglas preestablecidas o leyes inmutables, abogando, por el contrario, por la capacidad del soberano para tomar decisiones autónomas y excepcionales en circunstancias impredecibles, dado que la realidad política siempre está sujeta a cambios y situaciones políticas impredecibles.

El trasunto principal[10] en su Teología Política gira en torno a la cuestión de cómo se relacionan la dimensión «política», y la verdad trascendental, y cómo el poder divino se estructura de manera que pueda utilizarse como un marco para entender el fenómeno «secular» del poder humano, o lo que es lo mismo, el poder de Dios se usa como un criterio interpretativo en relación con la «cantidad de poder» que un agente político manifiesta en el mundo terrenal. Encontramos en el Contrato Social de Rousseau un precursor de esto, cuando, partiendo de la teología cartesiana, crea la figura del legislateur, como personificación del Logos, que guía exógenamente al soberano de modo similar al demiurgo platónico. Rousseau establece de este modo un paralelo entre la creación divina y la constitución de un nuevo orden político, ambos con criterios autónomos de legitimidad. La voluntad política soberana, basada en el Logos, es de carácter general, pero, al darse cuenta de que «no puede haber voluntad general sobre un objeto específico», Rousseau recurre al imperativo de un ocasionalismo teológico-político para poner en marcha las leyes generales.

Dando cuenta de esto, Schmitt trata el tema de la Teología Política desde tres perspectivas: en la primera, implica la politización de lo teológico, centrándose en el poder político y la concepción de verdad respaldada por el soberano de turno. La segunda perspectiva implica la teologización de lo político, explorando lo que la teología dice sobre la naturaleza del poder político. La tercera perspectiva, basada en el principio de analogía, se refiere a la teoría de la transformación de conceptos teológicos reformulados como conceptos jurídicos y políticos, especialmente en el ámbito del derecho constitucional y la doctrina del Estado. Es evidente que la interpretación de Schmitt se centra más en el primer nivel que en el segundo, mientras que no desarrolla el tercer nivel con la profundidad necesaria para llegar al fondo del concepto de teología política, aun a pesar de cuán preciso es su análisis de esta última perspectiva.

La Teología Política de Carl Schmitt, por lo tanto, elabora el problema de una teoría que legitime los sistemas jurídico-políticos de una manera excepcional: en vez de intentar afirmar la naturaleza sagrada de la autoridad, su objetivo es reconectarse con ciertos presupuestos ya presentes en la historia de las teorías políticas, que incluyen elementos implícitos en la doctrina del derecho divino, como la primacía metafísica de la forma monárquica, o en general, la afirmación de la fase personalista en los procesos de gobierno. Todo ello con el fin de establecer una conexión eficiente con dichas premisas históricas, que reconozca la potestad de una auctoritatis interpositio que no puede atribuirse la norma jurídica para llevar a cabo transformaciones políticas.

Parece clara la interacción tácita entre la Teología Política de Schmitt y la Teología del Proceso de Hartshorne, al compartir ambas un enfoque en el evento o devenir frente a la sustancia, y la necesidad de establecer una conexión crítica entre la teología y las realidades históricas, capaz de superar el formalismo kantiano de la concepción del progreso y el pánico al regreso. En síntesis, mientras que la Teología Política aspira a desarrollar un nuevo concepto de Dios que se integre en el imaginario del régimen cultural y fundamente su significado existencial, la Teología del Proceso sugiere conectar el proceso temporal con la naturaleza de Dios. Ambas teologías apuntan al escatón, y convergen en su afán por establecer marcos fundamentados en el ocasionalismo sistematizado, esto es, en un decisionismo ocasionalista respaldado por símbolos y conceptos cuya carga semántica ocasiona campos de eventos que encauzan el rumbo del mundo y superan tanto la normatividad abstracta como el arbitrarismo que surge del agonismo entre valores meramente subjetivos.

Tal y como sostiene la politóloga estadounidenses Allison McQueen[11], en términos de teología política, las referencias al escatón y al apocalipticismo caracterizan una dimensión cronopolítica que interpreta los eventos profetizados como quiebras en la continuidad temporal, marcando eventos reveladores que otorgan significado al pasado y anticipan un futuro radicalmente nuevo. Este fenómeno politiza la temporalidad, estableciendo divisiones entre el antes y el después, así como entre el “nosotros” y el “ellos”. El régimen de historicidad, que organiza la percepción del tiempo histórico en contextos semánticos específicos, legitima las acciones políticas en consonancia con la lógica inherente a dichos contextos.

Así, los actores políticos construyen marcos y narrativas para dar sentido a las experiencias históricas y percepciones del tiempo, cronopolíticamente. La relación entre el régimen de historicidad y la comprensión cronopolítica es complementaria: el régimen establece el marco constitucional para distintos proyectos cronopolíticos, mientras que la comprensión cronopolítica se centra en los recursos utilizados por diversos actores.

El apocalipticismo, con su lenguaje cargado de significado escatológico, tiene utilidad para proyectos cronopolíticos tanto derechistas como izquierdistas, cuando comparten una crítica al despliegue de sistemas atomizadores. De ahí que Schmitt, cuya propuesta radica esencialmente en constreñir el caos y el conflicto final mediante un poder restrictivo que controle las energías apocalípticas, proponga un enfoque cristiano para afrontar esta tendencia, haciendo uso de figuras como Epimeteo, la Virgen María y el katejon para contextualizar el apocalipticismo de la modernidad: Epimeteo[12] representa un fatalismo histórico-político que se opone al prometeísmo y a las filosofías modernas de la historia. Esta visión de Schmitt fusiona la escatología con lo político, y destaca la importancia de la encarnación en la Virgen María como evento histórico singular. El concepto del katejon garantiza el orden y la estabilidad de los tiempos y está relacionado con el marianismo y la restricción del mal. Pero Schmitt no concibe el katejon como simple mito, sino como una estructura institucional real, cuya fundación parece seguir siendo la gran asignatura pendiente de la política del siglo XXI para repensar nuestras ideas de civilización y progreso.


[1] https://www.biografiasyvidas.com/biografia/m/mirabeau.htm

[2] Ferguson A. Ensayo sobre la historia de la sociedad civil. Ediciones Akal; 2012.

[3] Dugin, A. (2015). La Cuarat Teoría Política. Fides, Tarragona.

[4] El Principio de Incertidumbre propuesto por el físico Werner Heisenberg, establece que no podemos conocer con precisión simultáneamente la posición y la velocidad de una partícula subatómica. Cuanto más precisamente intentamos medir una de estas propiedades, más incertidumbre hay en la medida de la otra. En otras palabras, hay un límite inherente en nuestra capacidad para conocer ciertos aspectos fundamentales del comportamiento de partículas muy pequeñas.

[5] Smolin, L. (1997). El universo en una taza de café. Crítica, Barcelona.

[6] Al-Ghazali. (1997). La incoherencia de los filósofos. Trotta, Madrid.

[7] https://www.biografiasyvidas.com/biografia/s/suarez_francisco.htm

[8] https://www.biografiasyvidas.com/biografia/w/whitehead.htm

[9] Hartshorne, C. (1963). La realidad divina. Buenos Aires: Emecé Editores.

[10] «Mi trabajo sobre teología política» – dice Schmitt – «no se mueve como parte de una metafísica generalizada, sino que se refiere al caso clásico de una transformación ( Umbesetzung ) que se produce con la ayuda de conceptos específicos, que han surgido en el contexto del pensamiento sistemático sobre las dos estructuras históricamente más avanzadas de Occidente, a saber, el racionalismo (es decir, la Iglesia católica, con su racionalidad jurídica, y el Estado de jus publicum Europaeum»

[11] McQueen, A. E. J. (2012). Political Realism in Apocalyptic Times. Cornell University.

[12] En su obra Protágoras, Platón pone en boca de Sócrates la leyenda de los gemelos Epimeteo y Prometeo. Titanes ambos, los dioses les encargaron que dotasen a los seres vivos de las facultades necesarias para su supervivencia. Ante la insistencia de su hermano, Prometeo delegó en Epimeteo esta labor. Se puso éste arduo a la tarea, otorgando con ecuanimidad fuerza a unos, rapidez a otros, a algunos alas, a otros corazas o cuernos, sentado al tiempo las bases de la red trófica, haciendo presas a unos, y depredadores a otros. Más no siendo la prudencia una cualidad que distinguiese a Epimeteo, agotó todas las facultades disponibles en los seres irracionales, dejando al ser humano inerme y desamparado en el mundo.

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