A través de uno de los grupos de whastapp de los que soy miembro, porque hoy en día quien no pertenece a un grupo de whastapp es como un gitanito sin primos, me llega la imagen tremenda, para pensarla; como se dice en estos tiempos: “inspiradora”.
El escenario es el siguiente: Canyelles (Barcelona), 20 de julio, seis de la tarde. Bajo un calor mesopotámico, de caer desmayados los pájaros de los árboles y de pegarse las suelas de los zapatos al asfalto, un militante de Vox, hombre de edad provecta por no decir avanzada, en una plaza vacía y más solo que la una monta una carpa del partido, se cambia la camiseta sudada tras el esfuerzo, se pone camisa limpia y toma asiento tras la mesa de propaganda, dispuesto a defender la posición contra la misma soledad y contra los elementos, es decir, a pesar del solazo, los 32 grados de temperatura, el sofoco del aire tórrido que llega a los pulmones como una maldición. Y la soledad. Y ahí queda y permanece inasequible a la desgana, con la misma ilusión de siempre y dispuesto a compartir sus ideas, su optimismo bien dispuesto y su bonhomía con quien se acerque a la carpa, bien por curiosidad, bien para darle ánimos o bien para llamarle fascista, racista e incluso hijo de puta, que de esto último se han dado más de cuatro casos. Él solo, solito y solo en contra de todo eso y a favor de un anhelo, un programa electoral y un partido.
Osvald Spengler, en El hombre y la técnica, a propósito de conceptos como “heroísmo” o “virtud”, señala que “Hemos nacido en este tiempo y debemos recorrer el camino hasta el final. No hay otro. Es nuestro deber permanecer sin esperanza de salvación en el puesto ya perdido. Permanecer como aquel soldado romano cuyo esqueleto se ha encontrado delante de una puerta en Pompeya y que murió porque al estallar la erupción del Vesubio nadie se acordó de licenciarlo. Eso es grandeza. Eso es tener raza. Ese honroso final es lo único que no se le puede quitar al hombre”. Yo, la verdad, no sé si el señor de Vox más solo que la una estaba guardando un puesto perdido o si su abnegada presencia y tenacidad prefiguran el éxito de los de Abascal en estas elecciones del 23-J. A propósito escribo este artículo antes de conocerse el resultado de la votación e imponerse la voz y la razón incontestable de las urnas. A propósito porque el gesto, la imagen, el ejemplo de este hombre de Vox —mayor, solo bajo el peso del verano— trasciende con mucho los supuestos valores que, se dice, nos comparten la política y la entrega a ideales sobre la recta administración de lo público. La política a veces está bien pero no es la vida entera; sospecho que tampoco es lo más importante de la vida. Lo que importa es el espíritu con que recorremos el camino y nuestra capacidad de contagiar a otros lo mejor de ese aliento, lo que se hace por mero sentido del deber, de “hacer lo que debe hacerse” sin esperar recompensa de ninguna clase; sin esperar siquiera, como en este caso, que otros conozcan el gesto y su valor, lo saluden y celebren. Fue una tarde prácticamente perdida la de este señor —mayor, de Vox— y habría sido completamente perdida de no ser porque un amigo pasaba por allí, hizo la foto y la compartió en una red de mensajería. Políticamente perdida fue la tarde, cierto. Humanamente, un tesoro.
Entre todos —yo el primero, no me excuso ni me justifico— hemos construido una sociedad quejica y melindrosa, dispuesta a indignarse porque una cantante de Operación Triunfo no publica un twett de apoyo al día del orgullo LGTBI y predispuesta a lamentarse porque la seguridad social prescribe dietas a las personas obesas en vez de financiarles un balón gástrico. Vivimos en un mundo —civilizado— en el que se odian el éxito, la prosperidad económica ajena, la belleza, la grandeza de espíritu… Al éxito personal se opone la épica medio pequeño burguesa/ medio lumpen del fracaso, la rutina y el aburrimiento vital; a la prosperidad económica se le replica con la prosperidad de la miseria custodiada y atendida por el Estado; a la belleza artística se le enfrenta la fealdad doctrinaria del llamado “arte contemporáneo” y a la belleza física de los seres hermosos se la cancela para, en su lugar, levantar el discurso igualitario de esos concursos de “mises” donde para triunfar se necesitan 25 kilos de más o ser un moscorrofio trans toscamente feminizado; y en cuanto a la grandeza de espíritu, qué decir: en el catecismo contemporáneo no se contemplan virtudes como esa… Grandeza, nada menos; espíritu, nada menos. Eso son cosas de fachas.
Pero de vez en cuando, con elecciones por medio o sin elecciones, ya ven. Ahí está el señor mayor de Vox, más solo que la una, para demostrarnos que hay alturas de lo humano inalcanzables para el husmo y la pringue del ideal contemporáneo. Lo de este hombre, en verdad, es grande. Mucho más grande que un montón de urnas colocadas una encima de otra, porque el resultado de las urnas dura cuatro años y lo este señor mayor de Vox —más solo que la una— ha durado desde que la humanidad aprendió a cazar, y durará hasta que los seres humanos desaparezcan del planeta y se conviertan en huecos sin nombre en el olvido sideral. Lo de este señor se llama Vivir en Pie, aunque sea en pie sobre las ruinas. Mientras tanto, grandeza. Belleza.