Una cuestión de principios

Una cuestión de principios. José Vicente Pascual

Yo creo que estas fechas post-navideñas son de lo más apropiadas para hablar de asuntos como el que sigue. Paraempezar —por principios—, es conveniente morir en casa, en la cama y sujeto de la mano por alguien que te guarde estima, aunque no tanta como para descomponerse en plañidos. Las demás sabidurías sobre esta delicada disciplina son accesorias porque uno nace y muere y en medio todo son excusas y prolegómenos, así lo creo. Fatídicamente estoy convencido —por lo fatídico, se entiende— de que nacemos, la vida nos deposita dulcemente sobre el nido de la conciencia y al cabo de un tiempo la vida nos lleva de nuevo a los orígenes y nos acoge con piedad infinita en el magma cálido del ser hecho materia, el cosmos benévolo del que todo surte y en el que todo palpita; y esto último no es retórica sino, ya lo dije, una certeza íntima, o mejor dicho: mi rechazo a la construcción conceptual tan embustera y tan pusilánime que llamamos muerte. Nada tiene sentido de muerte ni forma de muerte ni influencia o ley de muerte en la verdad de cuanto existe. Del miedo humano a los fríos del infinito, también a lo que ignoramos y de ninguna manera podemos concebir y mucho menos comprender, nace esa idea absurda protectora de la conciencia y la individualidad, cierto, mas del todo descorazonadora si la enfrentamos a la evidencia de nuestra precariedad pasmada ante lo inconmensurable del vacío, el triunfo sin discusión de lo ajeno temporal y material y lo que será todo cuando nosotros —suponemos— ya no estemos; y a esa idea absurda le decimos muerte y quedamos tan conformes mientras no sea a nosotros quien se lleve la mal dicha muerte, lo cual es una solemne simpleza y una majadería grande entre las más grandes. Morir es seguir siendo en el mismo lugar del que vinimos, pues no hay nada muerto en la naturaleza, ni en la vida ni en el cosmos inorgánico inteligente. No hay nada muerto ni nada significa decir “ha muerto” o “está muerto” porque la muerte —el concepto, la palabra muerte— sólo tiene traducción inteligible para quienes ahora vivimos siendo partícipes de identidad y conciencia, sabiendo que dentro de poco desaparecerá esa presunción de estar y ser cabalmente de aquella única manera.

Todo lo cual se ha dicho a modo de discreta digresión, con motivo de haber evocado el fallecimiento de una persona querida y los ditirambos consiguientes que he tenido que escuchar y leer al respecto.

Todo lo cual he escrito porque a veces, sólo en ocasiones, me vienen al santiscario estas reflexiones sobre la evidencia, como una tozuda asignatura de la que sólo puede uno librarse exponiéndola de forma más o menos organizada, más o menos ordenada, más o menos desganada ante la persistencia humana universal en el paso sin pie, la muerte dicha tantas veces, entre la desesperación y las ganas de siesta: ¿qué cosa hay muerta en el universo, qué maldita cosa tan importante hay muerta para que nosotros demos tantísima importancia a ese invento de sombras y miedo al que nombramos muerte? Si no nos tenemos compasión, pensaba y ahora digo, al menos tengámonos respeto y no lloremos en el intento infantil de llenar los océanos del cosmos con nuestras lágrimas. Porque yo quiero tenerme respeto, no he sudado insomnios hasta agotarme y soportado la niebla de ayer durante tantos años —los que llevo en este lado del ser, y lo que quede— para perderme ahora en lamentos y explicaciones de salida de misa, de después del partido, de cumpleaños del primogénito, de última copa antes de retirarse a dormirla; lamentos y explicaciones sobre la muerte y sobre otros asuntos serios tan serios como una notaría. Habrá quien piense que un servidor, así por lo pronto, sin avisar y sometido a un arrebato de trascendencia, se ha puesto a hacer filosofía de bajo nivel como de toilette de restaurante de carretera, una filosofía doméstica en piso de protección oficial, algo así improvisado y simple aunque auténtico. Debo reputar inmediatamente esa evaluación como equivocada porque la filosofía y yo, no, nunca —eso espero al menos—. La filosofía, como dijo el que lo dijo, es método eficiente para exponer los grandes errores cometidos por la humanidad. También dijo otro que el ser humano es luciérnaga ignorante obsesionada por inventar la luz, de modo que el debate se acaba antes de empezarlo: nadie ha pensado nada en los últimos diez mil años que no haya sido un pensamiento de luciérnaga. Otra cosa es la imaginación, sea así y por tanto sea: la imaginación es el último argumento de la filosofía y por ese motivo y por ningún otro los filósofos han pasado siglos intentado explicar el mundo y encontrar el sentido de la existencia y lo único que han logrado es imaginar condiciones lógicas —ideales, utópicas— a cuyo amparo todo tendría explicación y todo tendría sentido; es decir: disparates. Prefiero ser simple —parecer simple, concederme el beneficio de la simpleza—, antes que intentar ser el más listo en la soledad del bosque y resultar ridículo. La filosofía tiene un único remedio, una salida más o menos airosa que Thomas Man ya descubrió en un párrafo de La montaña mágica —imaginación—, cuando un médico del pabellón de terminales, en el sanatorio para tuberculosos donde transcurre la acción de la novela, se dirige a una anciana aristócrata moribunda que llora y se desespera ante la inminencia de su final; el doctor se agranda, se adueña por así decirlo del dramático escenario, y amistoso pero con mucha firmeza recomienda a la agonizante: Usted, señora, hágame el favor de morirse sin tantos dengues. Lo demás son ganas de buscar subterfugios. Centrémonos: filosofía la justa, que con la imprescindible ya sobra. La imaginación es otro negocio, claro, pues ya sabemos que las cosas y todas las cosas que son y serán necesitan su relato para existir y su principio para empezar a imaginarlas; lo que quiere decir: a pensarlas. Verdaderamente, principios quieren las cosas. Y verdaderamente, de aquí no se sale ni vivo ni muerto.

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