¿Qué tal si nos dejamos de maniqueismos en este país de las constantes guerras civiles y empezamos a ser un poquito ecuánimes?
Nací en octubre de 1936, pasé mi primer año y medio de vida recorriendo de aventura en aventura España y un pedacito de África, capeé el 38 y buena parte del 39 en tierras gallegas, protegido por mi madre y acogido a la hospitalidad de un hermano suyo, y regresé por fin a Madrid y a la casa en la que había nacido tres meses después de que el ejército republicano se rindiera.
En aquel edificio del barrio de Salamanca y del distrito de Retiro tuve, nada más llegar, un golpe de suerte: conocí a mi primer amigo. Ahora, hace muy pocos días, lo he tenido de desdicha: esa persona, cabal hasta lo hiperbólico, ha fallecido en un hospital de Madrid.
Hay quienes piensan que sólo las amistades fraguadas en la niñez merecen ese nombre y duran toda la vida. No sé. Puede que sí, puede que no, pero mi relación con Paco Sanz Esponera, pues así se llamaba la persona en cuestión, se ha mantenido, siempre incólume, al sesgo de más de ocho décadas.
Lo de Sanz le venía por su padre, que era aragonés de sólida raigambre, estaba emparentado con el ministro de Educación Ibáñez Martín y ejerció de catedrático de Anatomía Patológica en la Facultad de Medicina de la Complutense hasta que la muerte lo pilló de sopetón en agosto de 1963 mientras dirigía un curso (o varios) en el Palacio de la Magdalena.
Los Esponera, también aragoneses de purísima cepa, eran, mayormente, militares y todos ellos, como los Sanz, franquistas a más no poder que nunca hablaban de política ni medían a la gente por tal rasero.
Franquistas o no, nunca he conocido a una familia que rayase a tanta altura, a tanta nobleza baturra, a tanta simpatía, a tanta bondad, cordialidad, generosidad y hospitalidad.
Los Sanz Esponera vivía en el quinto piso; yo lo hacía en el tercero, y entre los dos, arriba y abajo, abajo y arriba, transcurrieron los primeros años de mi vida. Disponía yo así de dos familias: la propia y la ajena, en la que me trataban como si hubiese nacido en ella. Conchita, la madre de Paco, era también la mía. Su hijo mayor –tenía otros tres: Julián, Justo y Pepe– y yo fuimos al mismo colegio, que era el del Pilar, lo que equivale a decir el mejor de España, y yo, al volver de él a las seis y media de la tarde, y después de merendar en mi casa, subía a la suya y en ella, jugando, riendo, peleando como si fuésemos cachorrillos de gatos y aprendiendo a vivir, permanecía hasta la hora de cenar.
Don Julián Sanz Ibáñez fue pionero en la introducción y desarrollo de los tratamientos médicos de índole nuclear y radiológica. Todos los meses le enviaban desde Estados Unidos el material necesario para ello. Lo recogía en Barajas la tía Carmen, más conocida por la Isotópica debido a esa espinosa función y hermana (adoptiva, creo) de la máter, que permaneció soltera, vivía con ellos y nos llevaba al cine. Otro ser encantador. Los isótopos, que eran de manejo delicado por su radioactividad, se almacenaban durante un par de días en la casa a la espera de ser trasladados al lugar que les correspondía y nosotros, los de la grey infantil, los contemplábamos con unción reverencial como si fuesen poco menos que el Grial.
Por aquel hogar aparecían de vez en cuando los militares de la familia, todos ellos gentes de honor que nos contaban lances castrenses y bélicos que nos dejaban boquiabiertos. El tío Julio, por ejemplo, que era aviador, o el tío Fancho, cuya mujer, Pilarín, fue una de las primeras que en España corrió el albur de ponerse pantalones, por lo que fue apedreada en un puebluco cercano al Monasterio de Piedra, donde todos pasábamos las vacaciones de Semana Santa.
Un tercer hermano de Concha, también militar, había sido picado por una mosca tzetzé en la campaña de África y andaba el hombre un poco adormilado por las secuelas de la encefalitis letárgica que esa picadura le granjeó.
Un buen día viajó a Estados Unidos don Julián, invitado a no sé qué simposio científico, y volvió de allí –estoy hablando de 1945, más o menos– con prodigiosas mercancías a la sazón inexistentes en España. Por ejemplo: una nevera, que pasó a formar parte del mobiliario del comedor y en él suscitó tanta admiración, rayana en la idolatría, como los isótopos, y un bolígrafo, al que llamábamos “pluma atómica”.
Tenía yo ya diez años, recién cumplidos, cuando cambió el viento y los Sanz Esponera se mudaron a uno de los espléndidos apartamentos de la Residencia de Catedráticos, también llamada Cerebrópolis, en la madrileña calle de Isaac Peral, y yo me llevé un disgusto de los que hacen época, pero que no me duró mucho, porque a renglón seguido –recuerdo muy bien cómo vi bajar con los ojos llorosos los muebles de la familia por delante del balcón del tercer piso en el que yo vivía– empecé a pasar todos los fines de semana de los diez años sucesivos, menos los del verano, en aquel país de las maravillas que dejaba chiquito al de Alicia y al de la isla de Nunca Jamás.
Allí… Bueno, allí sucedió de todo, y contado está en mi libro “Esos días azules. Memorias de un niño raro” (Planeta), por lo que sería ocioso volverlo a contar en esta columna, que ya va siendo demasiado larga.
El otro día, cuando murió Paco, que tenía exactamente mi misma edad, se me estranguló el alma. Sean estas líneas un último gesto de amistad y un conmovido homenaje a aquella familia franquista en la que todos sus miembros eran gente de bien y nunca hablaban de política.