Decía Enrich Hartman que «la guerra es un lugar donde jóvenes que no se conocen y no se odian se matan entre sí, por decisión de viejos que se conocen y se odian, pero no se matan”.
El invento es más antiguo que el arte de respirar. Viejos llenos de manías y rencores, incapaces durante décadas de resolver sus pleitos ni de construir algo distinto al odio, convencen a las nuevas generaciones de que su obligación y el sentido de su existencia es mantener el resentimiento por afrentas que ya nadie recuerda; y sacrificar la juventud y dar la propia vida si fuese necesario por los rancios intereses de la casta oxidada que sigue soplando las cenizas.
No me importa mucho de qué tendencia o adscripción ideológica concreta sean los vampiros, porque hay un núcleo esencial y común en este sórdido gremio de los viejos sectarios egoístas: la crueldad y la intrínseca malignidad de sus afanes. No quieren un mundo mejor para ellos —a estas alturas, para qué—, ni dejarlo en herencia a quienes vengan detrás, porque a los decrépitos de alma les suele importar un bledo la gente más joven, la más anciana, la de su misma edad y la gente en general. A lo único que aspiran es a mantener la discordia como método de vida. Y fíjense en que digo “método”, no “medio de vida”, pues estos individuos, por lo general, habitan apalancados en momios y regalías y no tienen necesidad de pensar en su mantenencia sino en la pervivencia de su corrupto sistema de valores, esa escalera de mentiras y argucias trenzada con las mimbres del oportunismo sobre la que consiguieron ascender y permanecer; y envejecer como envejecen los vicios, cada vez más parecidos a sí mismos; cada vez más malditos por sí mismos.
No son la gerontocracia, no. Ya quisieran. Son la maldad de clase media, de oficina de 8 a 14’30, de aula de instituto, de seminario en la universidad, de puestecillo en la caja de ahorros, en la diputación o en la consejería de sanidad… Esos tramos intermedios donde se enquistaron hace cuarenta y cinco años, aquella invasión del agio que consideraron suprema recompensa a sus afanes y al esmerado cultivo de lo mejor que sabían —y saben— hacer: medrar a costa de otros.
Para conservarse óptimos en la salmuera de su retaguardia, naturalmente necesitan —de eso están convencidos, los muy ineptos—, crear la fábula de un país de buenos y malos perpetuamente enfrentados. Para siempre en discordia. Si la sangre llegase a sus hijos, tampoco les importaría. Lo suyo es envenenar hasta la tumba y en ultratumba. Hay alguna gente que aspira a ser la más rica del cementerio. Estos no. Estos anhelan ser los más pisoteados del camposanto, uno de esos que congregan en su funeral a muchas personas aún peor que ellos, capaces de seguir el cortejo y susurrarse unos a otros —lo he visto, he sido testigo, no miento ni exagero—: “Menos mal que ya se ha muerto el hijoputa este”.
Cuántas vidas esterilizadas en el templo de las Grandes Ideas Estúpidas, cuántos jóvenes estragados por los mitos de la Maldad disfrazada de Bondad, de la Mentira vestida de Verdad, cuánta frustración y rabia, impotencia y rencor dejados tras sus pasos son necesarios para crear uno de estos viejos chinches, los almeneros en el castillo de Drácula, esa cofradía siniestra y convencida de que un mundo mejor es un mundo en el que a ellos les va de maravilla y los demás andan a pedradas; claro está: en defensa de lo que haya que defender. Cambiar ideales por odio siempre fue su negocio.
Yo, por mi cuenta, me hago viejo poquito a poco, como todo el mundo. Eso no puedo evitarlo. Aunque sí puedo evitar convertirme en un viejo miserable como aquellos. Voy a intentar cumplirlo por todos los medios a mi alcance,
Eso espero y que Dios me oiga.