“Tengo la teoría de que nunca se cuenta la verdad de 9:00 a 17:00”
Hunter S. Thompson
Maldita sea. Tuve que coger el 7 bien temprano, a la carrera, agarrado a un café en vaso de cartón que se derramaba sobre la acera de la Avenida de Barcelona atestada a esa hora de la mañana de mis-nietos corto de leche en vaso de caña, carajillos, ladrillo visto y belmontes. El olor a churros llegaba hasta el viejo cuartel de Lepanto.
Iba a una manifestación. Después de tantos años.
Había que estar puntual en la puerta del Quirón, a las afueras. Desde allí saldríamos en autobús hacia Sevilla.
Córdoba elegante y perezosa observaba.
Un rato antes no supe qué ponerme. Opté finalmente por algo casuals y mediocre: vaqueros gastados de grandes almacenes, unas saucony trilladas, chaleco de poliéster y anorak de C&A.
En la eastpak guardé el cuaderno de apuntes, un bic y un librito de Chaves Nogales, por si las moscas. Había también algo de tabaco y una pequeña petaca de Veterano. Privando como un apóstol de Hunter S. Thompson, emulaba un periodismo gonzo castizo, nada woke, desafortunado e identitario. Ya veremos si con suerte.
La salida en autocar desde Córdoba a la manifestación en contra del pasaporte covid en Sevilla estaba convocada por varias organizaciones verbeneras y disolutas: algunas antitragacionistas, otras negacionistas, las menos, escépticas; no siempre bien avenidas entre sí. Al parecer, la madre del cordero son la estrategia y el grafeno en vena. Aunque no solo. El 5D, el transhumanismo, el globalismo, la Agenda 2030, el Nuevo Orden Mundial y la ingeniería social también hacen su agosto por estos lares.
La Quinta Columna, DIVOC –ingenioso covid del revés-, Salud y Justicia. Son solo algunas de las organizaciones que buscan una parte de un pastel del que nadie quiere o puede hacerse cargo del todo. Un soplón enfundado en un inquietante plumas Roc Noice dos tallas más grande me dijo que no preguntara demasiado. Todo era irreal. Todo era maravilloso.
A todos nos la sudaba el volcán de La Palma.
Había pues una cantidad nada despreciable de organizaciones convocantes afines al rollo. A primera vista, la cachaza, lo amateur, una inesperada y quizás natural reacción provinciana a la bobada multicultural progresista, la honestidad más auténtica, el empleo precario, el aburrimiento de mediana edad, la aspiración a un mundo mejor, un chándal que no queda bien, la subversión, el ligoteo mature, ese par de zapatos italianos de imitación y la inadaptación – sea cual fuere- son el correaje que las une. Mi ex estaba allí.
Mientras tarareaba una canción de Carolina Durante me dije que era un press-de-mierda infiltrado a sueldo de una revista que siempre paga mal, como todas, pero puntual; y ellos lo olieron de algún modo. Conseguí el contacto del bus a través de una antigua novia. De algún modo, esto no nunca debería publicarse.
¿Estás vacunado? Cerros de Úbeda ¿Compartes nuestra lucha? Eso no se pregunta, a estas alturas ¿Te mola el grafeno? Claro que no, en qué carajo estás pensando ¿Qué piensas acerca del 5D? Nada bueno ¿En qué coño crees, tío? Bueno, no sé. Si eso otro día ¿Terraplanista? Buen intento, bro.
Incómodo, me di cuenta por primera vez que ya no existen aquellos pequeños ceniceros de los de antes incrustados en la trasera de los respaldos de los asientos de los autocares.
Arrancó el bus entre el fulgor y lo contenido de cualquier minoría atrapada. Las edades no bajaban de los cincuenta y mi asiento quedaba hacia la mitad de aquel artefacto sueco con ruedas. Gentil, Juani ofrecía almendras garrapiñadas del mercadona.
Quince pavos por cabeza ida y vuelta.
La distribución en un autocar no ha cambiado mucho desde que el mundo gira. Aspirantes a algo, matones y líderes al fondo. Desapercibidos y progresas-adecuadamente hacia la mitad. Resto de fauna, delante.
A la altura de La Carlota un puticlub pasaba desapercibido para casi todos cuando alguien gritó desde el fondo del autobús ¡todos-somos-la-quinta-columna! Con el dedo índice, casi imperceptiblemente, ajusté el puente de mis gafas de sol no graduadas mientras pasábamos de largo el lupanar más grande de la provincia.
El sol zumbaba de lo lindo aquella mañana de invierno sobre nuestro autobús Pérez Cubero alquilado por algún socio del palo. En esto, supimos que estábamos en la provincia de Sevilla cuando atravesamos el arroyo Garabato y la autovía N-IV bacheaba los pirelli del bus.
Aquel inaudito autocar new age llevaba su propio rumbo.
El viaje se hizo en un suspiro. Antes, pillé al vuelo una de las cruzcampos que rulaban entre unos asientos fabricados cada vez más jodidamente estrechos. Eso tiene covid, hermano. Me dijo con algo que no era una sonrisa Manuel el del asiento de atrás. Psé. Por qué no. Hacía tiempo que había pasado el Ángelus.
El chófer barrigón y con camisa corporativa desabotonada se encendió un marlboro light cuando, tal fila de boy-scouts traviesos, bajamos en Prado de San Sebastián con carteles variopintos de todo tipo. Abajo-los-cabecicubos, grité. Nadie respondió. Molábamos. Pensé. Gritábamos algún lema loco, el sol nos daba de cara y estaba al lado de una tía buena que me sonreía. Nada tenía por qué salir mal.
Íbamos a ver a Ricardo. El líder de La Quinta Columna.
Frente a los juzgados de Sevilla unas cuantas miles de personas despiertas celebraban felices el desconcierto cuando las huestes cordobesas irrumpimos ante la deferencia sevillana. No pasa nada. Pero sí pasa. Carajo si pasa.
Hubo un tipo que cogió un altavoz con pegatas imposibles y gritó demasiado. Siempre gritan demasiado. Dijo algo. Lo que fuera. Ueh. Gritamos todos. Y hubo otro al que no se le entendió nada entre el grafeno, y el 5D y la bondad empírica del género humano. Ueh. Ueh. Volvimos a gritar. Otra vez. Pero más fuerte. Me acordé de Gustavo Bueno y sonreí. Siempre sonrío cuando me acuerdo de algún gran tipo.
Cuando acabaron de gritar los presentadores, apareció entre vítores Ricardo Delgado, el presidente de La Quinta Columna. Estás en el puto ajo. Me dije.
Banderas asombrosas al viento sujetas con papel-celo, carteles domésticos confeccionados con mimo pretecnológico en el ofi de una cocina, algún pasaje bíblico en cartulina enmarañada con rotring del chino, pancartas curradas con esmero por tipos de ese pueblo que siempre pasaremos de largo. Coño, claro, el del camino de la playa.
Alguien enarboló un cartón de galletas Fontaneda con lemas pintados con cariocas.
¡Por ahí va Ricardo! gritó una señora con sobrepeso. Todo se desbocó. Selfis con adolescentes repetidoras y alocadas, atractivas mujeres de mediana edad con leggings fantasía, bolso Louis Vuitton y piercing en la nariz que lo piropeaban, modernos desubicados de mirada perdida, funcionarios prejubilados, tíos de barrio, yippies descalzos y la mujer más bonita del mundo.
La vida estaba allí aquella mañana de invierno en Sevilla.
Las filas de la multitud se estremecieron, yo entre ellos. En mi vida había visto nada igual. El vaivén de las gentes me adormeció mientras el líder hablaba.
El condenado pasaporte. Y el libro de familia, pensé.
Porque la llama se fue apagando al cabo de una hora y algunas familias remoloneaban mientras calculaban cuánto tardaría en llegar el tranvía. Demasiados transbordos. Hay que llegar a Sevilla Este. Es tarde, niños.
La hora del aperitivo tocaba a su fin.
Al decaer la efusión, Ella y yo nos piramos y aprovechamos para pedir un jerez, un plato de menudo y otra decepción en una vieja taberna cerca de Santa Catalina, antes de entrar a ver la de Valdés Leal en el Museo.
Cuando regresábamos en el autobús de vuelta a Córdoba, más tarde, ya era noche cerrada. Todo había sido un éxito. Pero sabíamos que no del todo.
El autocar volvió medio lleno con un puñado de buenos tipos o no aferrados a una de las causas más lelas, dignas y desconcertantes. Mientras íbamos por la SE-30 y pensaba que era un farsante, vi a través de la ventanilla un campo de fútbol de tierra iluminado y vacío un poco más allá de la cuneta. Delante había un viejo cartel de televisores Grundig. Era tarde ya.