Los comuneros parisinos y los campesinos
La Comuna sólo podía comunicarse con los campesinos por correos en globo, correos secretos e incluso con palomas mensajeras. La capa basal de la Comuna, sus riquezas y territorio, se circunscribía a las murallas de la ciudad de París. Así comentaba el aislamiento el comunero George Jeanneret durante los primeros días de abril: «Se han interrumpido las comunicaciones entre París y Francia […]. La ciudad insurgente se pliega sobre sí misma. Bloqueada, abandonada, sitiada, bombardeada, tendrá su propia historia; es un mundo aislado, tanto por el círculo de fuego que lo rodea como por el espíritu que lo anima». De ahí que Marx afirmase que entre París y el campo había un «muro de mentiras» que los separaban y que en los demás países se tenía una visión de París filtrada por la cámara obscura de Versalles. Fuera de París la prensa sólo era versallesca y alemana y todo escrito salido directamente de la capital era devorado por las llamas. Entre París y las provincias había una muralla china de mentiras, y una vez derribada esa muralla se creía que las provincias se unirían a los parisinos insurrectos que defendían los «intereses vitales» y «necesidades reales» de los campesinos. Los comuneros eran conscientes de que la perseverancia de la Comuna dependía del contacto con las provincias, y por un momento se hicieron ilusiones a causa de los levantamientos de Toulouse, Lyon y Marsella, pero éstos fueron rápidamente extirpados.
Los comuneros Benoit Malon (que era de origen campesino) y André Léo (novelista feminista) redactaron a dos manos el manifiesto «A los trabajadores del campo», que iba dirigido a granjeros, aparceros y jornaleros agrícolas que cultivaban tierras ajenas. Llegaron a imprimirse 100.000 copias a fin de que comuneros y campesinos compartiesen los mismos intereses: «Hermano te están engañando. Nuestros intereses son los mismos. Lo que yo pido lo deseas tú también; la emancipación que yo reclamo es la tuya […]. París exige que sean los diputados, senadores y bonapartistas autores de la guerra los que paguen los cinco millardos a Prusia, que sus propiedades se vendan a ese fin, junto con lo que se llaman los bienes de la corona, de los que ya no hay necesidad de Francia […]. A fin de cuentas, lo que quiere París es la tierra para los campesinos, las herramientas para los obreros y el trabajo por y para todos» (citado por Kristin Ross, Lujo Comunal, Traducción de Juanmari Madariaga, Ediciones Akal, Madrid 2016, pág. 108).
El 19 de abril se publicó el que sería el más oficial de los documentos que definía los propósitos de la Comuna, la «Declaración al pueblo francés», en la que se postulaba la «autonomía absoluta» de todas las comunas locales y se pedía la solidaridad de los campesinos en la lucha contra la aristocracia terrateniente y la burguesía en pos de la «idea comunal».
Como comentaba Marx, el terror del presidente provisional de la Tercera República, Adolphe Thiers, estaba más en la emancipación de los campesinos que en la del proletariado urbano. El 27 de abril Thiers avisó a los comuneros: «La única conspiración que hay contra la República es la de París, que nos obliga a derramar sangre francesa. No me cansaré de repetirlo: ¡que aquellas manos suelten las armas infames que empuñan y el castigo se detendrá inmediatamente por un acto de paz del que sólo quedará excluido un puñado de crimines!». Y al ser interrumpido por los «rurales» replicó: «Decidme, señores, os lo suplico, si estoy equivocado. ¿De veras deploráis que yo haya podido declarar aquí que los criminales no son en verdad más que un puñado? ¿No es una suerte, en medio de nuestras desgracias, que quienes fueron capaces de derramar la sangre de Clément Thomas y del general Lacomte sólo representan raras excepciones?» (Citado por Karl Marx, «Manifiesto del Consejo General de la Asociación Internacional de los Trabajadores sobre la guerra civil en Francia en 1871», en La Comuna de París, Akal, Madrid 2010, pág. 57).
El 30 de abril Thiers decidió convocar elecciones municipales en toda Francia basándose en la nueva ley municipal que él mismo dictó a la Asamblea Nacional. Thiers pensó que el resultado electoral le permitiría ungir a la Asamblea Nacional y así ganar las provincias que necesitaba para llevar a cabo la toma de París contra la Comuna. Y todo ello pese haber dicho el 21 de marzo que «Pase lo que pase, jamás enviaré tropas contra París» (citado Marx, «Manifiesto del Consejo General de la Asociación Internacional de los Trabajadores sobre la guerra civil en Francia en 1871», pág. 55). Como le escribía Gustave Courbet el 30 de abril a sus padres, «París había dejado de ser la capital de Francia» (citado por Ross, Lujo Comunal, pág. 11).
En abril, en el apogeo de la Comuna, 7.000 obreros londinenses organizaron una manifestación en solidaridad con los comuneros parisinos desde lo que la prensa burguesa, a través de la pluma de Clerkenwell, Green denominó, no sin zozobra, «nuestra propia Belleville». La manifestación se trasladó hasta Hyde Park, pese a que los participantes marchaban a costa de la adversidad del mal tiempo, con pancartas que rezaban: «¡Viva la Comuna!», «¡Viva la República Universal!». El 23 de abril se publicó en el Reynold’s Weekly Newspaper un comunicado que estos manifestantes enviaron a los comuneros: «Saludamos vuestra proclamación de la Comuna como gobierno autónomo local […]. Aprobamos totalmente vuestro proyecto de liquidar la pesada indemnización de guerra mediante la venta de los palacios y apropiándoos de las tierras de la Corona para objetivos nacionales; sólo podemos lamentar que nuestros conciudadanos aún no estén suficientemente educados para imitar vuestro noble ejemplo […]. Nosotros, el pueblo de Londres, creemos que lucháis por la libertad del mundo y la regeneración de la humanidad, y por la presente os expresamos nuestro profunda admiración […] y os tendemos la mano honesta e intransigente de la amistad y la camaradería» (citado por Ross, Lujo Comunal, pág. 115-116).
El 10 de mayo franceses y alemanes firmarían la paz definitivamente en Frankfurt sobre el Maine, y entonces Bismarck y Thiers se centraron en aplastar a la Comuna, y Alemania estaba interesada en ello no ya sólo porque temiese que la insurrección parisina corriese como la pólvora y se expandiese por otros lugares del país y del continente, sino porque hasta que la Comuna no fuese vencida Francia no empezaría a ofrecer sus pagos de indemnización de guerra a Alemania. A la nueva nación, como se había acordado, correspondía una cantidad de cinco mil millones de francos.
Arde París
Ante el avance versallesco, los comuneros empezaron a vengarse destrozando y quemando edificios públicos que simbolizaban el gobierno de Napoleón III y a la reacción.
El 6 de abril el 137º Batallón de la Guardia Nacional quemó públicamente la guillotina (símbolo de la revolución burguesa) con gran entusiasmo popular, incendio que expresaba la voluntad de los comuneros de separar la revolución del cadalso (como si la revolución no tuviese nada que ver con la ejecución capital, cuando ésta ha sido una institución fundamental para toda revolución que se precie, que se lo digan a bolcheviques o maoístas). El día 8 se decretó eliminar todo símbolo, imagen y dogma religioso, inclusive las oraciones en las escuelas.
El 12 se acordó la demolición de la Columna Triunfal de la plaza Vendôme al ser considerada como símbolo del chovinismo francés y de la incitación al odio entre las naciones. La columna, el bajorrelieve más valioso de Francia al estar formado por quinientas placas de bronce, era un monumento que levantó Napoleón I para celebrar su victoria en Austerlitz (en 1805), y los comuneros pensaban que era un símbolo de la fuerza bruta y la barbarie, la afirmación del militarismo y la negación del derecho internacional que insultaba a los vencidos y atentaba contra la fraternidad. La destrucción, según el comunero Benoit Malon, simbolizaba la condena de la guerra entre los pueblos en pos de la fraternidad internacional, lo que podríamos calificar de pacifismo fundamentalista e idealismo ingenuo. La Columna Vendôme, en definitiva, representaba al imperialismo francés y la Comuna -como señaló Marx- venía a ser la antítesis del Imperio (del imperialismo depredador, podríamos añadir). El derrumbe, achacado a Gustave Courbet, se llevaría a cabo el 16 de mayo y la plaza cambió su nombre por el de Place Internationale. La destrucción provocó júbilo entre los comuneros y pánico entre las élites, alegría entre los partidarios de la «República Universal» y pavor entre los partidarios del imperialismo. La demolición de la columna se interpretaba «como una roturación inicial del terreno para el lujo comunal» (Ross, Lujo Comunal, pág. 75). El 2 de octubre de 1886 en el Commonwealth reflexionaba William Morris, el «poeta-tapicero», sobre la demolición del monumento: «Aunque en sí misma la destrucción de la columna Vendôme puede parecer poca cosa, teniendo en cuenta la importancia que se le atribuye en general, y en Francia en particular, a este tipo de símbolos, el derribo de aquel abyecto mojón napoleónico era otra señal de determinación de no contemporizar en modo alguno con las viejas leyendas patrioteras» (citado por Ross, Lujo Comunal, pág. 76). Tras la derrota de la Comuna, la columna sería reconstruida minuciosamente. Se le exigió a Gustave Coubert -que, como hemos dicho, fue el que tuvo la iniciativa del derrumbe de la columna- que la reconstruyese de su bolsillo; pero huyó a Suiza muriendo allí al poco tiempo.
De algún modo se cumplió lo que Marx escribió en 1852 al concluir El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte: «En el culto de la túnica imperial napoleónica repite en París el culto a la sagrada túnica de Tréveris. Pero si finalmente la túnica imperial cae sobre los hombros de Luis Bonaparte, la estatua de bronce de Napoleón se desmoronará desde lo alto de la columna de Vendôme» (Karl Marx, El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, Traducción de Elisa Chuliá, Alianza Editorial, Madrid 2003, pág. 175).
A su vez, las fábricas y talleres que fueron abandonadas o paralizadas por sus dueños se pusieron en manos de cooperativas obreras a fin de reanudar la producción. Por su parte, el salario de los comuneros no podía ser superior al salario normal de los obreros, por lo tanto no podían cobrar más de 6.000 francos al año.
Hombres encabezados por Paul Brunel, pioneros en liderar la Comuna, prendieron fuego a edificios cercanos a la Rue Royale y a la Rue du Faubiurg Saint-Honoré con bidones de petróleo. Otros comuneros tomaron ejemplo e incendiaron docenas de inmuebles en las calles Saint-Florentia, Riboli, Bac, Lille entre otras. Estos comuneros eran conocidos como los «Pétroleurs», al llevar cubos de petróleo. El 22 de mayo también ardió el Ministerio de Finanzas. Asimismo, el comandante del destacamento de la Comuna, Jules Bergeret, ordenó que se prendiese al Palacio de las Tullerías, símbolo de la monarquía francesa, la noche del 23 al 24 de mayo, y éste ardió durante 48 horas, por lo que quedó arrasado excepto el ala sur del Pavillon de Flore. Esa misma noche también ardió el Palacio de Orsay y el Hotel Salm. El 24 de mayo ardió el Palacio Real, el Ayuntamiento, el Palacio de Justica y el Palacio del Louvre; la biblioteca imperial Richelieu del Louvre, contigua al Palacio de las Tullerías, quedó igualmente arrasada, aunque el resto del Louvre pudo salvarse gracias a la labor de los cuidadores del museo y las brigadas de bomberos. El 25 de mayo los graneros de reserva, el 26 de mayo los almacenes de Villete y la columna de la Bastilla. El 27 de mayo el Palacio de Bellaville y el cementerio de Père Lachaise. El comunero Théophile Ferre ordenó que se incendiase el Palacio de Justicia. También prendieron en llamas el Palacio de la Legión de Honor, la Caisse des Dépots et Consignations y la Estación de París-Lyon.
Además de edificios públicos, los comuneros redujeron a cenizas la totalidad de los archivos del país junto al registro civil parisino (tanto la copia del Palacio de Justicia como la del ayuntamiento fueron pasto de las llamas). Sólo pudo recuperarse un tercio de los 8 millones de actas destruidas y buena parte de los archivos de la policía guardados en el Palacio de Justicia también fueron pasados por el fuego. El incendio del Palacio de Orsay acabó con los libros de contabilidad. Gracias a la acción del comunero Louis-Guillaume Debock, teniente de la Guardia Nacional y director de la Imprenta Nacional en los días de la Comuna, fueron rescatados los Archivos Nacionales al imponerse frente a la orden de prender fuego de otros comuneros. Las colecciones del Palacio de Louvre se salvaron gracias a Martian de Bernardy de Sigoyer, comandante del 26º batallón de zapadores de a pie del ejército versallesco, que ordenó a sus hombres que se propagase el fuego del Palacio de las Tullerías al museo para que así hiciese de contrafuego.
Asimismo, algunas casas de personalidades que simpatizaban con el régimen de Napoleón III, como fue el caso de la casa del dramaturgo Prospier Mérimée, autor de la novela Carmen(que Georges Bizet inmortalizó como ópera), también fueron incendiadas. También prendieron fuego a edificios culturales como la casa de Jules Michelet, la Fábrica de los Gobelinos (parcialmente afectada), la Iglesia de San Eustaquio, el Teatro Bataclan y el Teatro de Chatelet, los cuarteles de Revilly. Por lo demás, se intentó el incendio de la Biblioteca del Arsenal, del Hotel Dieu y de Notre Dame, el Theatre de la Ville, el Teatro de la Porte Saint-Martin y el Teatro des Délassements-Comiques. También ardieron ocho manzanas de la rue de Rivoli, la calle donde estaban ocupadas las tiendas más famosas de la ciudad.
Posteriormente el gobierno elaboró una lista de 200 edificios afectados por el fuego. No todos los incendios se provocaron a causa de la ira y la venganza sino también por razones tácticas para contrarrestar el avance del ejército versallesco. Posteriormente, apologetas de la Comuna afirmarían que los incendios fueron provocados por la artillería del ejército versallés. Fotografías de las ruinas del Palacio de las Tullerías, del Ayuntamiento y de otros edificios de relevancia gubernamental revelan que los exteriores están libres de impactos de artillería y los interiores completamente destrozados por el fuego. De hecho, eminentes comuneros como Jules Bergeret, que huyó a Nueva York, reivindicó con orgullo buena parte de los incendios. Los comuneros también se excusaban afirmando que «muchos incendios pueden atribuirse a agentes bonapartistas, para borrar rastros de la gestión imperial, y en cualquier caso deben ser asimilados a actos de guerra, medios militares para oponerse al avance del enemigo» (citado por Antonio Escohotado, Los enemigos del comercio II, Espasa, Barcelona 2017, pág. 314).
Según Hippolyte Taine, en una carta fechada el 20 de mayo de 1871, había «unos 100.000 insurgentes en la actualidad, de los que 50.000 son extranjeros» (citado por Ross, Lujo Comunal, pág. 39). De ahí que los versalleses acusasen a la Comuna de estar al servicio de intereses extranjeros (como por ejemplo los de la Internacional o los de la masonería).