Casus belli
Si, a nivel de dialéctica de clases, las revoluciones de 1848 fueron la fase intermedia entre la Revolución Francesa y la Revolución de Octubre, a nivel de dialéctica de Estados, la guerra franco-prusiana fue la fase intermedia entre las Guerras Napoleónicas y la Primera Guerra Mundial, e incluso cabría añadir la Segunda Guerra Mundial (es decir, podríamos hablar -como decía Churchill- de una Segunda Guerra de los Treinta Años).
Antes de que estallara la guerra franco-prusiana el periódico parisino Le Reveil público un «Manifiesto de la Sección parisina de la Internacional» en el que se decía: «Trabajadores franceses, alemanes y españoles hablamos con una misma voz contra la guerra […]. La guerra […] no es a ojos de los trabajadores más que un disparate criminal» (citado por Kristin Ross, Lujo Comunal, Traducción de Juanmari Madariaga, Ediciones Akal, Madrid 2016, pág. 42). Eugene Varlin consideraba a la guerra como un «un juego ruinoso entre príncipes» (citado por Ross, Lujo Comunal, pág. 43). Como si los recursos basales y geoestratégicos fuesen una cuestión baladí y la guerra fuese cuestión de impulsos y caprichos de los príncipes y por consiguiente una cuestión psicológica y no fuese algo que se llevase a cabo a causa de desarrollos objetivos, esto es, por encima de la voluntad de los sujetos, en cuanto sus finis operantis quedan rebasados por los finis operis.
El 17 de julio de 1870 Francia le declaró la guerra a Prusia y a los Estados alemanes del sur. Esta guerra no entraba en los cálculos de Marx ni tampoco en los del «General» Engels, como tampoco lo estaba la guerra de Crimea. Entre 1868 y 1869 Marx y Engels pensaban que la guerra entre Prusia y Francia no era inminente. Por eso, al estallar el conflicto se llevaron una sorpresa. Y una vez que se puso en marcha la guerra, ambos coincidieron en que ésta tenía un lado positivo y un lado negativo. El positivo se contemplaba desde la dialéctica de clases, y era que la guerra podía desencadenar la revolución (como se vio, aunque fracasó, en la Comuna de París). El negativo, desde la perspectiva de la dialéctica de Estados, es que fortalecía al Zar de todas las Rusias (como 70 años después la espectacular invasión de Francia por las tropas de la Wehrmacht beneficiaba a la URSS que había firmado con Alemania un Pacto de No Agresión para ganar espacio y tiempo, aunque la conquista alemana de Francia fue mucho más rápida de lo que los soviéticos calcularon y desearon).
Pero lo cierto es que las consecuencias del conflicto ni se resolvieron en la revolución (sólo un ensayo en la Comuna de París) ni fortalecieron al Zar, dado que fue más bien Alemania la que salió fortalecida a expensas del emperador ruso y de Francia (y también del movimiento obrero, que obviamente no era tal porque se fragmenta fundamentalmente entre anarquistas, marxistas revolucionarios y socialdemócratas reformistas).
Con la victoria en la guerra franco-prusiana, Alemania pasó a ser el gallo del corral de Europa. Por ello, más que una guerra franco-prusiana fue más bien una guerra franco-alemana, ya que los Estados alemanes se unificaron bajo la guía de Prusia y ello dio a luz a la nación política de Alemania (por eso -como sostiene Gustavo Bueno- el Estado es previo a la nación política y no a la inversa). Ya lo sabía muy bien Clausewitz: la hegemonía germana sólo se podía alcanzar derrotando a Francia (como también procuró hacer Hitler).
Como llegó a decir Engels en 1888, «El que la paz con Austria estuviese preñada de la guerra con Francia lo sabía perfectamente Bismarck y, además, lo deseaba. Esa guerra debía ofrecer precisamente el medio de concluir la creación del Imperio prusiano-alemán que la burguesía alemana le había planteado» (Friedrich Engels, Del socialismo utópico al socialismo científico, Editorial Progreso, http://www.marx2mao.com/M2M(SP)/M&E(SP)/SUS80s.html, Moscú 1981, pág.423).
Y después, en 1891, dijo sobre Francia: «el Segundo Imperio era la apelación al chovinismo francés, la reivindicación de las fronteras del Primer Imperio, perdidas en 1814, o al menos las de la Primera República. Un imperio francés dentro de las fronteras de la antigua monarquía, más aun dentro de las fronteras todavía más apuntadas de 1815, era imposible que subsistiese a la larga. Esto implicaba la necesidad de las guerras accidentales y de ensanchar las fronteras. Pero no había zona de expansión que tanto deslumbrase la fantasía de los chovinistas franceses como las tierras alemanas de la orilla izquierda del Rin. Para ellos, una milla cuadrada en el Rin valía más que diez en los Alpes o en cualquier otro sitio. Proclamado el Segundo Imperio, la reivindicación de la orilla izquierda del Rin, fuese de una vez o por partes, era simplemente una cuestión de tiempo. Y el tiempo llegó con la guerra astro-prusiana de 1866. Defraudado en sus esperanzas de “compensaciones territoriales”, por el engaño de Bismarck y por su propia política demasiado astuta y vacilante, a Napoleón no le quedaba ahora más salida que la guerra, que estalló en 1870 y le empujó primero a Sedán y después a Wilhelmshöhe» (Friedrich Engels, «Introducción a la edición alemana de La guerra civil en Francia, publicada en 1891», en La Comuna de París, Akal, Madrid 2010, págs. 82-83).
¿Por qué y cómo estalló la guerra franco-prusiana? La tensión entre Francia y Prusia subió de tono tras el fracaso de Napoleón III de anexionarse Luxemburgo y por la influencia, no consentida por Francia, de Prusia sobre los Estados alemanes al sur del río Meno, a lo que hay que añadir la incontestable hegemonía del reino de Prusia en la Conferencia Alemana del Norte. En 1868 Bismarck intentó construir un parlamento de aduanas entre los Estados alemanes (Zollparlament), que los franceses interpretaron como un desafío.
Pero la gota que colmó el vaso, y fíjense ustedes que la cosa tiene que ver con España, fue cuando el Presidente del Consejo de Ministros, el general Juan Prim, quiso ofrecer la corona española -tras el destrono y destierro de Isabel II en la Revolución Gloriosa de septiembre de 1868- al príncipe Leopoldo de Hohenzollern, que estaba casado con María Antonia de Braganza-Coburgo, hija de Fernando de Coburgo; pero Napoleón III temió que Francia se viese atenazada por España y Prusia con dos Hohenzollern sentados en sus respectivos tronos, e interpretó la maniobra como una solidaridad hispano-germánica contra los intereses de Francia. Napoleón III le dijo a su embajador en Berlín, Vicent Benedetti, durante la visita de éste a París, que la candidatura de Leopoldo de Hohenzollern al trono de España «es esencialmente antinacional, el país no lo consentirá, hay que impedirlo» (citado por Friedrich Engels, El papel de la violencia en la historia, Editorial Progreso, Moscú 1981, pág. 426). Napoleón III, presionado por la opinión pública, logró que Carlos Antonio de Hohenzollern-Sigmaringe, padre de Leopoldo, renunciase al trono de España en nombre de su hijo (finalmente las Cortes Constituyentes españolas eligieron como rey de España en noviembre de 1870 a Amadeo de Saboya, para su desgracia).
Sin embargo, esto no fue suficiente para los franceses y el gobierno envió a Benedetti a Bad Ems, donde se encontraba veraneando el rey de Prusia Guillermo I, para que éste le hiciese escribir a Leopoldo una renuncia a la candidatura del trono de España, cosa a la que Guillermo I no accedió. En este encuentro tuvo lugar el famoso incidente del telegrama de Ems. Guillermo I ordenó a su consejero privado Abeker que informase a Bismarck por telégrafo, y esto dio pie a que éste emprendiese una guerra contra Francia cómo y cuándo quisiese. Bismarck redactaría un comunicado para la prensa en el que falseaba el contenido del telegrama, en donde el embajador francés quedaba humillado. El objetivo del Canciller de Hierro era provocar a los franceses y desde luego que lo consiguió. Además sabía que si el monarca francés no abdicaba entonces tendría que declararle la guerra a Prusia, cosa que hizo.
El telegrama de Ems original decía:
«Su Majestad el Rey me escribe:
»M. Benedetti me interceptó en el paseo a fin de exigirme, insistiendo en forma inoportuna, que yo le autorizara a telegrafiar de inmediato a París, que me comprometería, de ahora en adelante, a abstenerme de dar mi aprobación para que se renueve la candidatura de los Hohenzollern. Rehusé hacer esto, la última vez con cierta severidad, informándole que no sería posible ni correcto asumir tales obligaciones (para siempre jamás). Naturalmente, le informé que no había recibido ninguna noticia aún y, ya que él había sido informado antes que yo por la vía de París y Madrid, él podía fácilmente entender por qué mi gobierno estaba otra vez fuera de la discusión. Desde entonces, Su Majestad ha recibido noticias del príncipe (padre del candidato Hohenzollern al trono español). Su Majestad ya había informado al conde Benedetti que estaba esperando este mensaje; mas, en vista de la exigencia arriba mencionada y en consonancia con el consejo del conde Eulenburg y mío, decidió no recibir de nuevo al enviado francés, sino informarle a través de un ayudante, que Su Majestad había recibido, ahora, confirmación de las noticias que Benedetti ya había recibido de París y que él no tenía nada más que decir al embajador. Su Majestad deja a juicio de Su Excelencia comunicar o no, de manera inmediata, a nuestros embajadores y a la prensa, la nueva exigencia de Benedetti y el rechazo de la misma».
Bismarck procuró que el telegrama se filtrara a la prensa. Pero el que Bismarck entregó estaba despojado de toda muestra de paciencia y cortesía, e hizo del mensaje de Guillermo I un desaire del monarca a Francia:
«Después de que los informes acerca de la renuncia del príncipe heredero de Hohenzollern fueran oficialmente transmitidos por el Gobierno Real de España al Gobierno Imperial de Francia, el embajador francés presentó ante Su Majestad el Rey, en Ems, la exigencia de autorizarle a telegrafiar a París que Su Majestad el Rey habría de comprometerse a abstenerse de dar su aprobación para que la candidatura de los Hohenzollern se renueve.
»Su Majestad el Rey, por lo tanto, rechazó recibir de nuevo al enviado francés y le informó a través de su ayudante que Su Majestad no tenía nada más que decir al embajador».
Napoleón III recurrió a la guerra para complacer la indignación de su pueblo ante la ofensa de un monarca extranjero, mientras que en Alemania se creía que fue Benedetti el que insultó a Guillermo I. No obstante, Francia no atacó a Prusia por la ofensa del telegrama de Ems, sino por las diversas cuestiones que hemos esbozado; el telegrama fue sólo la gota que colmó el vaso.
Sin embargo, en la época se pensaba, y Marx también lo pensaba así, que el casus belli se debía a una agresión de Francia. Pero la genial estrategia del prudente Bismarck consistía en espolear a Francia a que declarase la guerra a Prusia de modo que ésta estuviese en las condiciones óptimas para afrontar el conflicto. El sobresaliente plan de Bismarck pretendía que la declaración de guerra de Napoleón III chocase con una ola de indignación en toda Alemania y así todos los alemanes se solidarizasen contra Francia, que fue lo que efectivamente ocurrió. El astuto Canciller de Hierro entendió perfectamente que la hostilidad contra Francia era lo único que podría solidarizar a los pequeños Estados alemanes (porque en la Real politik la solidaridad es siempre polémica, y necesariamente implica una relación conflictiva contra otras determinadas clases en la política interior y/u otros determinados Estados en la política exterior, es decir, se es políticamente solidario contra un enemigo común, de modo que no cabe hablar de «solidaridad universal» salvo ingenuidad, impostura o retórica empalagosa). En Alemania el nacionalismo supuso un elemento aglutinante que puso las bases para una federación de Estados (como, mutatis mutandis, ya había ocurrido en los Estados Unidos, aunque allí la situación era bien diferente).
Al enfrentarse a Napoleón III, los alemanes abrían un conflicto contra las tradiciones del Primer Imperio Francés, de cuya invasión el recuerdo seguía muy vivo; pero la solidaridad contra Francia no sería tan beneficiosa para la revolución proletaria como Ferdinand Lassalle exageraba, como a su manera también lo creían Engels y Marx.