En el verano de 1989, unos meses antes del derribo del muro de Berlín, Francis Fukuyama, analista de la Corporación Rand (Research ANd Development), publicaba en la revista National Interest, basándose en una conferencia que el autor dictara en el John M. Olin Center for Inquiry into the Theory and Practice of Democracy de la rockefelleriana Universidad de Chicago, su famoso artículo «The end of history?». El artículo fue traducido al español en abril de 1990 en la revista Claves. Y gozó de gran difusión por la prensa diaria de Europa y América.
En 1992, ya caído el Imperio Soviético, desde el equipo de Planeamiento Político del Departamento de Estado del Imperio Estadounidense, publicaría el libro El fin de la historia y el último hombre. El subtítulo de la edición en español de la editorial Planeta se refiere a la obra de Fukuyama como «La interpretación más audaz y brillante de la historia presente y futura de la Humanidad».
Nada parece más fácil, después de 30 años, que refutar los sueños escatológicos de Fukuyama y sus seguidores; aunque merece la pena que nos detengamos para al menos esbozar qué es lo que quiso decir exactamente y llevar a cabo la pertinente crítica.
El fin de la historia venía a ser el consenso sobre la democracia liberal y el fin de la evaluación del pensamiento de los primeros principios sobre la organización política y social. No obstante, Fukuyama no planteaba en 1989 que todos los países alcanzasen a corto plazo un sistema democrático, sino que -como matizaría en 1999- «había una lógica de evolución en la historia humana que conduciría a los países más avanzados hacia la democracia y los mercados liberales». (Todas las citas de Fukuyama, salvo las indicadas, proceden dehttp://www.librosmaravillosos.com/elfindelahistoriayelultimohombre/pdf/El_Fin_de_la_Historia_y_el_ultimo_hombre-Francis_Fukuyama.pdf).
Para Fukuyama el orden liberal parece definitivo y sin alternativas viables. A su juicio, sólo la civilización democrática y liberal es deseable y no se dan por buenas otras opciones tras los fracasos de las monarquías, el fascismo, el comunismo o cualquier forma de gobierno autoritario, que por definición -desde las coordenadas de Fukuyama- son indeseables.
Con la caída de la Unión Soviética el fundamentalismo democrático vino a imponerse como ideología dominante, y en tal tarea la labor de Fukuyama fue fundamental. Al menos desde el plano de las apariencias falaces, en la ideología dominante, las tesis de Fukuyama se han impuesto, pues la democracia es contemplada como un régimen político insuperable, y todo lo que no sea democrático es señalado poco menos que como una aberración. Al parecer lo más abominable es lo antidemocrático (que también es antiliberal).
Estamos ante un fundamentalismo en el que se está convencido de que la democracia es el mejor sistema político posible, y todo lo que no sea democrático es inadmisible. No hay alternativa a la democracia, ésta es el fin de la historia. La democracia es el mejor de los mundos posibles. ¿Acaso no es una aberración oponerse a la construcción del mejor de los mundos posibles? Todo lo que no sea democracia es interpretado como un «¡vivan las caenas!» o poco menos.
Los sistemas políticos que han precedido a la democracia son contemplados como meros ensayos que necesariamente han conducido a la forma más perfecta y definitiva: la democracia liberal. Como si las fases anteriores fuesen algo así como una mera preparatio democratiam. No obstante, hay que recordarles a los fundamentalistas que la democracia ha sido posible (sobre todo en países como Francia, Gran Bretaña o Países Bajos) por el colonialismo más depredador. Y también por los bombardeos sistemáticos en la Segunda Guerra Mundial; pues en Europa, y en Japón, la democracia se sembró a base de bombas, e incluso atómicas. Y en esto los Estados Unidos fueron los mayores protagonistas, aunque también lo fue el Imperio Británico, cuya victoria fue pírrica, tanto como para relevar la traslatio imperii a su hermano anglosajón.
El fundamentalismo democrático sacraliza la democracia «como si ella fuera el primer motor de toda la sociedad política» (Gustavo Bueno, Panfleto contra la democracia realmente existente, Pentalfa, Oviedo 2020, pág. 328). La democracia es comprendida como el sistema definitivo de convivencia humana, aun reconociéndose sus déficits. Ser demócrata es ser hombre o mujer en sentido pleno, es «el último hombre» (o mujer), porque después viene el transhumanismo. Lo bueno que tiene el ser humano se deduce de su condición de demócrata. Es decir, ya no será simplemente animal político sino animal democrático, y tras ello -con el transhumanismo- será mitad robot.
Aunque, en realidad, hay que indicar que, en rigor, no se trataba del fin de la historia y el último hombre, sino más bien del fin de la Unión Soviética y del «hombre total», aunque la nueva era o «Nuevo Orden Mundial» tampoco trajo al hombre total estadounidense o el hombre total democrático liberal como remate del curso histórico.
No obstante, hay que anotar que Fukuyama no entendía por «historia» la sucesión de acontecimientos sino, hegelianamente, la dialéctica de ideologías de tendencias políticas y organización social.
Asimismo, la tesis de Fukuyama se presenta como economicista: «La vida internacional en aquella parte del mundo donde se ha llegado al fin de la historia, se centra mucho más en la economía que en la política o la estrategia».
El fin de la historia al mismo tiempo supondría el fin de las ideologías (de las luchas ideológicas), del arte y de la filosofía, y el poder político quedaría restringido a resolver problemas técnicos que irían planteándose según las exigencias consumistas de la sociedad. El pensamiento único del modelo democrático estadounidense iría poco a poco imponiéndose y las creencias serían sustituidas por la economía (de ahí su economicismo).
La sustitución de la ideología por la economía (de «libre mercado» de la democracia capitalista) del llamado Nuevo Orden Mundial y el fin de la lucha de ideologías ha resultado ser una ideología en el sentido que tiene esta expresión como conciencia falsa.
El fin de la historia y el pensamiento único del Nuevo Orden Mundial ni está ni se le espera o llegará ad calendas grecas, porque es imposible una aldea global controlada por una burocracia mundial que hipócritamente se autopresenta como la centinela de los valores democráticos y liberales.
Aunque sobrios y con algo más de decoro, los presuntos globócratas y los insistentes y alarmantes conspiranoicos (que entienden los planes de esta élite como de «esclavitud total») están tan mal como Fernando Arrabal cuando gritaba aquello de «¡el milenarismo va a llegar!».
Según Fukuyama, la dirección de la historia ponía rumbo hacia la democracia liberal del «último hombre», el cual satisfacía su «megalothymia» (la necesidad de sentirse superior a los demás) a través de ese sistema de democracia liberal («Estado homogéneo universal»), en donde el hombre podría desarrollar cualquier actividad con excepción de la tiranía política. Y podrá gozar del disfrute del vídeo y la televisión (por entonces internet no era un medio de masas).
De modo que Fukuyama resume el fin de la historia como el triunfo del «Estado homogéneo universal como democracia liberal en la esfera política unida a un acceso fácil a las grabadoras de video y los equipos estéreos en la económica».
Fukuyama cayó en la apariencia falaz de que el sistema capitalista liberal democrático era el definitivo, por eso hablaba de «fin de la historia», lo que era tanto como anunciar el fin de la dialéctica. Lo cual es algo tan falso como el fin de la filosofía o el fin de los grandes relatos, con lo que se jactaban los predicadores de la «posmodernidad»: ¿cabe relato más grande que el de la Globalización oficial o el de las teorías conspiranoicas dispóticas de los antiglobalistaso anti Nuevo Orden Mundial? ¿Acaso no es un gran relato, propio de una historia total, el fin de la historia de Fukuyama entendido como el avance del sistema liberal y democrático?
Para Fukuyama la historia es direccional, progresiva y culmina en el moderno Estado liberal. Pero diez años después reconocía que esta tesis tiene un defecto fundamental: «la historia no puede terminar, puesto que las ciencias de la naturaleza actuales no tienen fin, y estamos a punto de alcanzar nuevos logros científicos que, en esencia, abolirán la humanidad como tal. Buena parte del debate inicial sobre The end of History fue una absurda cuestión de semántica, ya que muchos lectores no comprendieron que yo estaba haciendo referencia a la historia en su sentido hegeliano y marxista de evolución progresiva de las instituciones políticas y económicas humanas. Mi razonamiento era que la historia entendida de esa forma está dirigida por dos fuerzas básicas: la evolución de las ciencias naturales y la tecnología, que establece las bases para la modernización económica, y la lucha por el reconocimiento, que, en última instancia, exige un sistema político que reconozca los derechos humanos universales. Al contrario que los marxistas, yo afirmaba que este proceso de evolución histórica no culminaba en el socialismo, sino en la democracia y en la economía de mercado».
Aunque hay que recordar que Marx no hablaba del «fin de la historia» sino del «fin de la prehistoria», pues la verdadera historia empezaba con la revolución, la dictadura del proletariado o fase socialista y la consolidación del comunismo final, que vendría a presentar el «reino de la libertad» tras la lucha en el «reino de la necesidad».
A nuestro juicio, tomando partido por el materialismo filosófico, las democracias homologadas actuales (prácticamente las mismas que las de la época de Fukuyama) ni emanan de las raíces primitivas del género humano ni son el resultado definitivo de su desarrollo histórico.
El contrafundamentalismo que propone el materialismo filosófico trata de romper las cadenas del fundamentalismo democrático, así como las del fundamentalismo científico y por supuesto las del fundamentalismo religioso (sobre todo contra el fanatismo musulmán y el individualismo protestante, aunque también contra el clero católico, sobre todo si éste es separatista; y ni que decir tiene contra todo resquicio de religiosidad secundaria). Tales fundamentalismos son las tres grandes lacras ideológicas de nuestro tiempo que todo sistema crítico académico filosófico que se precie tiene la rigurosa misión de triturar.
Lo más chocante de todo es que el fundamentalismo democrático se acentúa a medida que el hedor de putrefacción de la democracia realmente existente se va haciendo más nauseabundo. Esto recuerda a lo que Gonzalo Puente Ojea, historiador ateo del cristianismo, llamaba «paradojas del incumplimiento», esto es, a medida en que no se cumplían las profecías y las promesas escatológicas, más se incrementaba la fe de los creyentes. Es decir, a medida en que la democracia real se va haciendo más corrupta (tanto en lo delictivo como en lo no delictivo) más fe ponen los votantes en la institución de la democracia (o en la ideología de la democracia), porque los problemas de la democracia, los déficits de la misma, se solucionan, al parecer, «con más democracia».
Para Fukuyama «la buena gobernanza no puede separarse fácilmente de la democracia», ya que «la democracia, además de poseer valor legitimador, desempeña un papel funcional en la gobernanza» (Francis Fukuyama, La construcción del Estado, Traducción de María Alonso, Ediciones B, Barcelona 2004, págs. 48-49).
La democracia viene a ser elogiada como el destino manifiesto de una hipostasiada Humanidad y el punto omega de la historia, es decir, la democracia es la salvación, lo que es tanto como posicionarse en una especie de parousía secularizada.
Al fin y al cabo liberalismo y socialismo se incubaron en suelo cristiano, como la ciencia moderna y la consecuente revolución industrial y digital. Esto fue posible por esa vuelta del revés que Gustavo Bueno llamó proceso de inversión teológica, es decir, un proceso de siglos (secularizado) en el que Dios deja de ser aquello de lo que se habla (como si estuviese en un transmundo o cielo suprauránico) para pasar a ser aquello desde lo que se habla (un Dios que se vuelca en el mundo, o incluso directamente es inmanente al mismo, como era el caso del Dios Hegeliano que -según él mismo decía- «existirá»). Y es en el cristianismo donde fue posible tal inversión, pues su dogma principal, el de la Encarnación, postula que Dios se hace hombre a través del hijo de María, y eso para judíos y musulmanes simplemente es locura y necedad, pues Dios (Yahvé, Alá) siempre está más allá del hombre y del mundo, aunque a veces revele sus enseñanzas a determinados hombres que tienen el privilegio de tan divina confidencialidad (Moisés, Mahoma).
La democracia es el sentido de la vida y la finalidad de la historia humana. Y el demócrata auténtico, el puritano del sistema democrático, es salvado por su fe más que por sus obras. Hay que seguir el camino de la democracia y su justicia y todo lo demás se nos dará por añadidura. Porque vivir en democracia es vivir y dejar vivir a los demás en paz y libertad.
A nuestro juicio, es absurdo pensar que esto ha triunfado en la esfera de las ideas (en «el pensamiento» y en «la conciencia») y que su victoria aún es incompleta en el mundo real o material, pero que «a la larga» se impondrá; pues se está en la evidencia falsa de que final y felizmente la conciencia recreará el mundo material a su propia imagen y el «Estado universal homogéneo» de democracia liberal triunfará en todo el mundo material alcanzando la hegemonía mundial permanente.