75º aniversario de la bomba atómica (II)

Hiroshima y Nagasaki

Las bombas atómicas contra Hiroshima y Nagasaki fueron el colofón de una aplastante campaña aérea contra el pueblo japonés, que empezó a finales de 1944. Entre diciembre de 1944 y agosto de 1945 los aviones estadounidenses lanzaron más de 41.000 toneladas de bombas sobra la población nipona. Según la historiadora Joanna Bourke, estos bombardeos causaron la muerte de 600.000 personas, y sólo en Tokio acabaron con la vida de 137.582 personas, más  los miles y miles de heridos y contando con los imponentes destrozos. En febrero de 1945 el primer ministro japonés, Fumimaro Konoye, le exigió al emperador Hirohito que se rindiese a fin de salvar al país de una revolución comunista. Por entonces un 51% de las casas de la isla de Japón fueron destruidas por los bombarderos y un 13% fueron eliminadas para formar cortafuegos. 

La primera bomba atómica, cuyo nombre era «Little Boy» («Niñito»), se trasladó a la isla de Tinian a través del crucero Indianapolis y esperó allí tres días hasta que el tiempo se despejó. La bomba explotó el 6 de agosto de 1945 a las 8:15 horas a unos 580 metros de altura de la superficie de la ciudad católica de Hiroshima (de una población que oscilaba entre los 350.000 y 400.000 habitantes). El artefacto sería arrojado en un paracaídas desde el bombardero «Enola Gay», un B-29 ES pilotado por el capitán Robert A. Lewis. La bomba medía unos tres metros de longitud y pesaba 3.600 kilogramos, y su onda expansiva fue de ocho toneladas por metro cuadrado. Littel Boy tardó en caer 43 segundos, el impacto llegó a alcanzar una temperatura de 1.800ºC en la superficie y 300.000ºC en el centro. A bordo del Enola Gay iban cuatro científicos destacados y una tripulación de nueve hombres encabezados por Paul Tibbets, el cual aseguró que pudo ver una gran bola de fuego e inmediatamente un «hongo atómico»: «Toda la superficie de la ciudad no era más que una gigantesca balsa de alquitrán negro e hirviente. Donde minutos antes había existido una ciudad, con sus casas, edificios y todo aquello que podía distinguirse desde el cielo, ahora sólo veíamos una masa negra de ruinas hirvientes» (citado por David Boyle, II Guerra Mundial en imágenes, Traducción de Javier Alfonso López, Edimat Libros, Madrid 2012, págs. 580-586). 

La ciudad de Hiroshima fue elegida por el general de división Curtis E. LeMay porque su puente en forma de T era un blanco perfecto y porque, que él supiera, no había prisioneros de guerra Aliados. Pero esto no era cierto. Hiroshima era un importante puerto de embarque y un centro industrial, además de contar con un gran almacén militar, aunque no disponía de defensa antiaérea. Teóricamente el objetivo del bombardeo era una base armamentística del ejército japonés.  

Antes de la caída de la bomba, la ciudad, que había sido poco atacada por los bombarderos, estaba siendo abandonada por sus habitantes al oír las amenazas. Sin embargo, permanecieron allí 300.000 personas. Según Joanna Bourke, la bomba acabó con la vida de 140.000 personas en el acto (Joanna Bourke, La Segunda Guerra Mundial. Una historia de las víctimas, Traducción de Víctor Pozanco, Paidós, Barcelona 2002). Según estima el necrometrista Matthew White, fueron 49.000 muertos en el acto. Según un informe de las autoridades municipales de Hiroshima realizado en 1946, el número de muertos se estimó en 118.661 más unos 3.677 desaparecidos. Para El libro negro de la humanidad estos cálculos son los más fiables, siendo los cálculos de las muertes posteriores a causa de la radioactividad «meras especulaciones» (Matthew White, El libro negro de la humanidad, Traducción de Silvia Furió Castellví y Rosa María Salleras Puig, Crítica, Barcelona2012, pág. 863). No todos los muertos eran japoneses, pues también murieron prisioneros estadounidenses al producirse la explosión, y los que sobrevivieron fueron linchados por una población japonesa lógicamente enfurecida. También murieron miles de obreros coreanos que trabajaban prácticamente como esclavos en la ciudad. El 70% de los edificios fueron destruidos.

Tan sólo tres días después, el 9 de agosto, el bombardero «Bock’s Car», otro B-29, lanzó a las 10:58 horas una bomba de plutonio llamada «Fat Man» sobre la ciudad de Nagasaki, que era un centro de construcción naval. En Nagasaki se forjó en el siglo XVI la primera comunidad católica sólida en Japón, lo que fue obra de jesuitas y franciscanos. Es llamativo que las dos ciudades seleccionadas para lanzar la munición nuclear fuesen las dos únicas ciudades católicas de Japón. ¿Casualidad o causalidad? No hay que olvidar que el presidente estadounidense, Harry Truman, era masón de grado 33. No hay que extrañarse de la visita del Papa Francisco a ambas ciudades con motivo del 75 aniversario: «Es inmoral la posesión de las armas atómicas» (https://www.youtube.com/watch?v=APs0OY9ZT6k).

En principio, se eligió para el segundo bombardeo atómico a la ciudad de Kokura, pero el mal tiempo hizo que los estadounidenses se decantasen finalmente por Nagasaki, una ciudad que contaba con 240.000 habitantes. Un error de cálculo hizo que la bomba no cayese en el centro de la ciudad, lo cual hubiese provocado más muertos. La bomba caería sobre el barrio católico romano de Urakami y el impacto dejó un cráter de 2.000 millas de largo. Según Joanna Bourke, la bomba acabó con la vida de 74.000 personas. Dos tercios de los católicos de la ciudad murieron a causa de la bomba; la cual, a pesar de ser más potente, provocó menos muertos que la de Hiroshima. Truman, a bordo del crucero Augusta, al conocer el fin de la operación, dijo: «Es el mayor acontecimiento de la historia» (citado por David Boyle, II Guerra Mundial en imágenes, pág. 590).

Algunos autores sostienen que «180.000 muertes instantáneas en las dos ciudades no es una exageración, y fueron seguidas de otras causadas por la radioactividad y, en generaciones posteriores, por lesiones genéticas» (Williamson Murray y Allan R. Millett, La guerra que había que ganar(2002), Traducción de Jordi Beltrán Ferrer, Crítica, Barcelona 2010, pág. 576). Aunque el número de muertos por las dos bombas atómicas lanzadas contra la población japonesa es controvertido, pues todo depende de si se cuentan los muertos en el acto o si se añaden los muertos por radioactividad. Según un informe que realizó el CBS News el 4 de agosto de 2004, los muertos por el impacto de Hiroshima fueron 237.062, cantidad en la que estaban incluidos unos 5.142 que murieron el año anterior, en el 2003, a causa del cáncer y otras largas enfermedades relacionadas con la bomba. Luego se seguían contando los muertos de Hiroshima 59 años después del bombardeo. 

Truman afirmó que «los japoneses empezaron la guerra por aire en Pearl Harbor. Pues bien: hemos replicado con creces». Y llegó a decir que la bomba era un regalo de Dios que los «hombres de bien» debían utilizar con prudencia. «Damos gracias a Dios porque [la bomba] haya llegado a nuestras manos en lugar de a las de nuestros enemigos. Que Él nos guíe para utilizarla de acuerdo con Su voluntad» (citado por Bourke, La Segunda Guerra Mundial. Una historia de las víctimas, pág.162). Por su parte, el general Dwight D. Eisenhower llegó a preguntarse si realmente fue necesario «atacarlos con algo tan espantoso» (citado por Bourke, pág. 163). 

Por si fuera poco, un millar de aparatos de la Fuerza Aérea estadounidense bombardeó Tokio entre el 8 y el 10 de agosto. Los bombardeos a la capital nipona empezaron el 17 de noviembre de 1944, y en total murieron 120.000 civiles. 

La noche del 9 al 10 de agosto Hirohito les dijo a sus asesores que redactasen una nueva respuesta a la Declaración de Potsdam en la que se afirmaba la rendición de Japón bajo la condición de que el emperador siguiese como representante simbólico del pueblo japonés. A media mañana su mensaje llegó a Washington y a las demás capitales del mundo. Truman, asesorado por Stimson, aceptó la oferta de Hirohito aunque éste quedase como emperador desdivinizado.

El 12 de agosto los Aliados aceptaron las condiciones niponas. Pero el emperador debía ser el responsable de una rendición cooperativa y que la «firma definitiva» del futuro gobierno japonés dependiese de «la voluntad libremente expresada del pueblo japonés» (citado por Murray y Millett, La guerra que había que ganar, pág. 578), lo que en la práctica supuso la transformación de Japón en una democracia parlamentaria homologada a la estadounidense, esto es, una democracia capitalista con pluralidad de partidos y libertad de prensa influida por la american way of life con el añadido nada insignificante de la formación de un mercado pletórico de bienes y servicios que es lo que precisamente posibilita la democracia liberal. 

Una vez lanzadas las bombas atómicas sobre Japón, la URSS atacaría a los japoneses por Manchuria (el Manchukuo japonés), enfrentándose al ejército de Kwantug, que era considerado la fuerza más prestigiosa y poderosa que el ejército japonés puso en campaña. El ataque se desarrolló a uno 5.000 kilómetros que cubrían desiertos, grandes ríos y montañas, con mucha maquinaria y mucho apoyo aéreo y naval. Fue una auténtica Blitzkriegque el Ejército Rojo había incorporado tras las enseñanzas de la guerra. El alto al fuego se llevó a cabo el 19 de agosto, aunque hubo combates hasta el 3 de septiembre. A su vez, el mariscal Aleksandr Vasilesvski tomaría la isla Sajalín el 10 de agosto, con la intención de continuar hasta Japón. El día 15 atacó las islas Kuriles (que en la conferencia de Yalta se le había prometido a la Unión Soviética). El 18 de agosto el Cuartel General Imperial de Japón emitió «suspender todas las tareas operativas y detener todas las hostilidades» (citado por Robert Gellately, La maldición de Stalin, Traducción de Cecilia Belza y Gonzalo García, Pasado & Presente, Barcelona 2013, pág. 216). Y pese a todo, algunas tropas japonesas seguían combatiendo. 

Mao dijo que «el ejército rojo vino a ayudar al pueblo chino a expulsar a los agresores. Este hecho de valor inestimable no ha tenido paralelo en la historia china» (citado por Robert Gellately, La maldición de Stalin, Traducción de Cecilia Belza y Gonzalo García, Pasado & Presente, Barcelona 2013, pág. 218). Como afirmaría el mariscal Vasilevski, el Ejército Rojo entregó un enorme material de arsenales japoneses que fortaleció a las fuerzas comunistas chinas que posteriormente harían la revolución contra el ejército del Kuomintang dirigido por Chaing Kai-shek.. 

Antes de que se llevase a cabo el lanzamiento de las bombas atómicas, el Comité Conjunto de Planes de Guerra le comunicó a Truman que una invasión convencional a la isla de Japón le hubiese costado al ejército estadounidense entre 25.000 y 46.000 vidas humanas, es decir, menos que los japoneses que murieron a causa de las imponentes explosiones y mucho menos del millón de vidas que calculaban interesadamente los partidarios del lanzamiento de las bombas. Como se ha dicho, la cifra de un millón de muertos «no fue más que un mito  de la posguerra para justificar el lanzamiento de la bomba sobre la población civil» (Bourke, pág. 164).  

Luego no es verdad que las dos bombas atómicas arrojadas en Japón «salvaron muchos más millones de vidas que las que destruyeron», porque Japón estaba prácticamente derrotado y su capitulación no hacía falta forjarla lanzando dos bombas atómicas contra su población civil. Es más, la economía de guerra japonesa estaba desmoronada. En 1942 tan sólo un 40% del petróleo de los campos petrolíferos ocupados por Japón llegaba a la metrópolis a causa del dominio cada vez más notorio de Estados Unidos en los territorios conquistados por Japón del sudeste asiático (arrebatándoselos al Imperio Británico). Entre 1943 y 1944 tan sólo llegaba a las costas japonesas un 5% y en 1945 sencillamente no llegaba petróleo a la isla. ¿Qué posibilidades tenían un Japón sin petróleo y sin aliados? Efectivamente: ninguna. Es más, el Ejército Rojo colocó a un millón de hombres en Manchuria a través de Siberia. De hecho, el emperador de Japón, Hirohito, intentó pedir la paz a Estados Unidos el 12 de julio de 1945, poco menos de un mes antes de los lanzamientos.

El Director de Inteligencia Militar del Teatro de Guerra del Pacífico, Alfred McCormack, una de las personas mejor informadas sobre la situación, afirmaba que la rendición de Japón podía llevarse a cabo en dos semanas a través del bloqueo: «Los japoneses no tienen comida en sus almacenes, y sus reservas de combustible están agotadas. Si bombardeamos todos sus puertos se conseguirá llevar las operaciones a su conclusión lógica. El bombardeo de ciudades japonesas con bombas incendiarias y de otro tipo es totalmente innecesario» (Carroll Quigley, Tragedia y Esperanza, Traducido al español por jota2016@gmail.com. Esta traducción corresponde al resumen del libro realizado por John Turmel, http://www.cyberclass.net/turmel/quig00.htm, pág. 862). Es más, en 1942 Roosevelt afirmó que «la derrota de Alemania significa la derrota de Japón, probablemente sin disparar un solo tiro ni perder una sola vida» (citado por Henry Kissinger, Diplomacia, Traducción de Mónica Utrilla, Ediciones B, Barcelona 1996, pág. 427). No obstante, el general Norstad sostuvo desde Washington que el bloqueo era un procedimiento indigno y cobarde para la Fuerza Aérea, y por ello no se llevó a cabo y se procedió al bombardeo incendiario y atómico. 

No obstante, sí es cierto que los americanos no sólo se ahorraron «las bajas que hubiera supuesto una invasión a Japón, sino que, al haber perdido la carrera atómica, el Ejército Rojo dejó de contemplar la posibilidad de atosigar a las reducidas y exhaustas Fuerzas Armadas de los británicos y los norteamericanos y de hacer realidad el sueño de Lenin y Trotski de una Unión Soviética que abarcase desde el Atlántico hasta el Pacífico» (Donald Rayfield, Stalin y los verdugos, Traducción de Amado Diéguez Rodríguez y Miguel Martínez-Lage, Taurus, Madrid 2003, pág.480). Es decir, la bomba atómica en posesión del Imperio Estadounidense acabó definitivamente con la revolución mundial o, más en rigor, con el expansionismo soviético de imponer la revolución en los territorios que su fuerza militar conquistase. También consolidó a Estados Unidos el poder absoluto en la región asiática, aunque la proclamación de la República Popular China el 1 de octubre de 1949, con la inestimable ayuda de la URSS, supuso finalmente una derrota estratégica de Estados Unidos en Asia (aunque dos décadas después retomaría el control al pactar de facto con China aprovechando el conflicto sino-soviético). 

El mismo mes de agosto de 1945, medio millón de soldados estadounidenses tomaron y ocuparon Japón, y pusieron en marcha la reconstrucción económica y social del país desmilitarizándolo y democratizándolo (avance de la democracia o derecha liberal estadounidense frente al comunismo soviético o quinta generación de izquierda). El 15 de agosto Japón se rindió, aunque acabaría firmando el acta de capitulación el 2 de septiembre a bordo del USS Missouri. La ocupación estadounidense, que se mantuvo hasta 1952, no alteró seriamente el sistema oligárquico japonés, dado que era considerado fundamental para los intereses norteamericanos en el contexto de la Guerra Fría en marcha. Por lo tanto, Japón continuó siendo un país conservador y anticomunista, lo cual benefició su economía al posicionarse con Estados Unidos frente a la Unión Soviética, recuperándose económicamente en los años 50, esto es, el denominado «milagro económico» japonés. De hecho, fue el país que más prosperó en la Guerra Fría; y el segundo, pese a quien le pese, fue España.

Continúa. 

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