La carrera atómica
En octubre de 1948 advertía Winston Churchill en un discurso: «Se formula la pregunta: ¿qué sucederá cuando hayan fabricado la bomba atómica y hayan acumulado un gran stock? Podéis juzgar por vosotros mismos lo que ocurrirá entonces por lo que está ocurriendo ahora. Si estas cosas se hacen en el árbol verde, ¿qué no se hará en el seco? […] Nadie en su sano juicio puede creer que tenemos un ilimitado período de tiempo por delante. Debemos llevar las cosas al extremo y llegar a un acuerdo definitivo. […] Las naciones occidentales tienen más probabilidades de alcanzar una acuerdo duradero, sin derramamiento de sangre, si formulan sus justas demandas mientras aún conservan el poder atómico y antes de que los comunistas rusos se adueñen también de esto» (citado por Henry Kissinger, Orden mundial, Traducción de Teresa Arijón, Debate, Barcelona 2016, pág. 289).
En mayo de 1949, a raíz de la crisis de Berlín, Harry Truman dio la orden de llevar a Europa tres grupos de bombardeos B-29, capacitados para lanzar armas nucleares a la URSS; era la primera vez que se ponía en práctica la táctica «de disuasión». Aunque no sería hasta el estallido de la guerra de Corea cuando los B-29 estuviesen cargados con armamento nuclear, cosa que los soviéticos supieron después.
En el verano de 1949 Estados Unidos tenía en su poder 300 bombas atómicas que podrían destruir cerca de cien ciudades soviéticas y centros industriales, y destruir el 30 o 40% de las infraestructuras de la capa basal soviética. Aun así los estrategas estadounidenses consideraron que eso no era suficiente para derrotar a la URSS, por eso decidieron acumular en 1953 en torno a unas mil bombas atómicas.
El 31 de enero de 1950 Truman declaró públicamente que había ordenado a la Comisión de Energía Atómica que «continuase trabajando en la elaboración de todas las armas nucleares incluyendo la llamada bomba de hidrógeno o superbomba» (citado por Roy A. Medvedev y Zhores A. Medvedev, El Stalin desconocido, Memoria Crítica, 2003, pág. 165). El 1 de noviembre de 1952 Estados Unidos lanzó una bomba con una fuerza de explosión de diez megatones de TNT (mil veces más poderosa que la que lanzó sobre Hiroshima) en un pequeño atalón situado al sur del océano Pacífico. Stalin recibió el informe del ensayo a mediados de mes, lo que corroboró su convicción de que Estados Unidos preparaba una guerra en serio contra la URSS. Ese mismo mes Dwight D. Eisenhower fue elegido presidente de los Estados Unidos.
Entre 1951 y 1953 los Estados Unidos incrementaron sus gastos militares de 22,3 a 50,4 mil millones de dólares. De 1950 a 1953 pasaron de poseer 299 artefactos nucleares a 841, frente a sólo 50 que poseían los soviéticos en los últimos años de Stalin. Por si fuera poco los estadounidenses eran dueños de un sistema de bases con el que podían apuntar sus objetivos, cosa de la que carecían los soviéticos. No obstante, de 1953 a 1957, los cuatro mismos años del mandato de Eisenhower, Estados Unidos descendió sus gastos militares de 49,6 a 44,5 mil millones de dólares anuales. (Véase Giuliano Procacci, Historia general del siglo XX, Traducción de Guido. M Cappelli con la colaboración de Laura Calvo, Crítica, Barcelona 2010, pág. 353).
La bomba que lanzaron los soviéticos en Kazajistán en 1949 era de plutonio, una copia pues de la que se lanzó en Nagasaki. No fue hasta 1951 cuando los soviéticos pudieron probar una bomba de uranio, que ya no era una mera copia de la que se lanzó en Hiroshima sino un modelo más compacto y sofisticado. El 12 de agosto de 1953 los soviéticos lanzaron en Semipalatinsk (Kazajstán) la bomba de hidrógeno ya operativa que era veinte veces más potente que un arma atómica. Los estadounidenses llamaron a la bomba atómica «Joe-4», en honor al «Tío José», como era conocido el líder soviético en Estados Unidos durante la guerra. Pero en febrero de 1954 los americanos volverían a ponerse en vanguardia explotando un artefacto nuclear de 15 megatrones de potencia, que superaba con mucho la bomba de hidrógeno soviética. El 22 de noviembre de 1955 los soviéticos lanzaron, también en Semipalatinsk, una segunda bomba más fuerte y parecida a la estadounidense. Tras este estallido a partir de entonces Novaya Zemlia (en el Ártico) sería el nuevo escenario de los ensayos de las próximas explosiones de bombas de hidrógeno aún más poderosas.
En diciembre de 1953 el nuevo presidente de Estados Unidos, el republicano Dwinght Eisenhower (tras veinte años de mandato del Partido Demócrata), pronunció un discurso ante las Naciones Unidas en pos del pacífico uso de la energía nuclear y advirtió que una guerra nuclear conllevaría «la probabilidad de la destrucción de la civilización y el aniquilamiento de la insustituible herencia que nos ha sido transmitida de generación en generación» (citado por Giuliano Pracacci, Historia general del siglo XX, pág. 352). El 12 de marzo de 1954 el nuevo presidente el Consejo, Giorgi Malenkov, también advirtió que una guerra nuclear supondría «el fin de la civilización mundial». El 25 de abril Pravda publicó un discurso que Eisenhower ofreció el 16 de abril en el que manifestó los costes y los riesgos de la carrera armamentística nuclear, y pidió a la nueva administración del Kremlin que invirtiese esa tendencia. Pero en marzo de 1955 la revista teórica del PCUS, Kommunist, publicó un extenso artículo en el que se atacaba, sin mencionar su nombre, la postura de Malenkov y se sostenía que la guerra nuclear no acabaría con la civilización sino con el capitalismo. Se trataba, pues, de dos posturas irreconciliables que Nikita Jrushov se encargó de resolver defenestrando a Malenkov y para ello eligió el XX Congreso en febrero de 1956 en el que se condenó y demonizó a la figura de Stalin. Jruschov habló de «coexistencia pacífica» entre las dos superpotencias, creyendo ingenuamente que con esta estrategia la URSS saldría victoriosa, aunque lo hacía con ambigüedad al referirse con doble negación a la «no inevitabilidad» de la guerra y por tanto la victoria soviética en una hipotética Tercera Guerra Mundial no quedaba descartada.
Mientras, por su parte, los franceses hicieron su primera prueba de bomba atómica el 13 de febrero de 1960. «Desde el punto de vista francés, la posesión de armas nucleares fortalecía las pretensiones de Francia de ser considerada como una potencia global, de que su opinión fuera respetada en todo el mundo. Las armas nucleares reforzaron de manera tangible la posición francesa como uno de los cinco miembros con derecho a veto en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, todos ellos potencias nucleares. En la perspectiva francesa, el sistema de disuasión nuclear británico era simplemente una extensión del estadounidense, especialmente debido al compromiso británico con la relación especial y al hecho de que los británicos se mantuvieran al margen del esfuerzo de construir una Europa independiente. (El hecho de que el programa nuclear francés se beneficiara de manera significativa de la asistencia encubierta estadounidense no influía en los cálculos estratégicos de Francia). El sistema de disuasión nuclear francés consolidó asimismo, desde el punto de vista de Francia, su posición de mando como la principal potencia continental, el único Estado verdaderamente europeo dotado de armamento nuclear» (Zbigniew Brzezinski, El gran tablero mundial, ESPA PDF, Págs. 154-156).
En 1961 los soviéticos detonaron en Siberia la Bomba Zar, que tenía una potencia 3.000 veces superior a la de Hiroshima, potencia suficiente para romper cristales de ventanas situadas a 900 kilómetros. La bomba fue lanzada en paracaídas desde la máxima altura por un bombardero supersónico que la onda expansiva estuvo a punto de aniquilar aun estando a un kilómetro.
Tras el rocambolesco episodio de la crisis de los misiles en Cuba, Kennedy y Jruschov firmaron un tratado de No Proliferación de Armas Nucleares y en 1963 se instaló una línea directa, el famoso «teléfono rojo», entre el presidente de los Estados Unidos y el Secretario General del PCUS para casos de urgencia y para que personajes de segunda fila no tomasen decisiones catastróficas.
Si los soviéticos fueron capaces de construir armas más poderosas, los americanos gozaban de superioridad estratégica al tener mejor posición en la marina y en la aviación y podrían transportar su arsenal nuclear a estos barcos y aviones, aunque pronto se diseñaron los proyectiles dirigidos a distancia, los «misiles» que harían llegar las armas a territorio enemigo, y así los misiles de largo alcance harían innecesaria la superioridad aérea y naval. En 1964 los estadounidenses poseían 800 misiles intercontinentales y los soviéticos 190, pero sólo dos años más tarde las dos potencias estaban casi a la par. Pero mientras que los Estados Unidos invertían un 4% de su presupuesto en armas, la Unión Soviética invertía un 16% y más de un 60% de la producción industrial iba destinada a la producción de armamento. Jamás un país invirtió tanto para transformarse en una potencia mundial (sobre todo en lo que al poder militar de la capa cortical se refiere).
Estados Unidos, la URSS y Gran Bretaña firmaron en 1968 un Tratado de No Proliferación Nuclear (NPT) en el que se comprometían a prevenir toda propagación de armamento nuclear. Francia y China no lo firmarían hasta 1992, tras el fin de la Guerra Fría. La proliferación nuclear abundó en el gran dilema: «aun cuando las armas nucleares reducen la probabilidad de la guerra, amplifican de un modo gigantesco su atrocidad, si la guerra tuviera lugar» (Henry Kissinger, Orden mundial, pág. 339).
En 1971, con Richard Nixon en la Casa Blanca y Leonid Breznev en el Kremlin, se llegó a un acuerdo de limitar las armas estratégicas, que pasó a la historia con el nombre de SALT 1 (Strategic Arms Limitation Talks). El acuerdo no tuvo mucho éxito, y sólo fue un gesto simbólico que sin embargo ayudó a que las dos superpotencias ratificasen, no sin solemnidad, el principio de «coexistencia pacífica». Menos éxito aún tuvo el acuerdo SATL 2 (que firmaron James Carter y el propio Breznev). El acuerdo de SALT 1 trataba sobre la limitación o supresión de misiles, y el SALT 2 sobre la paridad de armas nucleares.
Con Jimmy Carter en la presidencia la OTAN desplegó por toda Europa cohetes de alcance intermedio (de hasta 2.400 km) para contrarrestar los nuevos misiles soviéticos (los SS-20) que se instalaron en el interior de la URSS apuntando a blancos ubicados en toda Europa. Y así las defensas de Estados Unidos y la Unión Soviética quedarían «acopladas», y por tanto la URSS no podía atacar a Estados Unidos o Europa sin generar una guerra nuclear. Los estadounidenses afirmaron que ambos países tenían la capacidad de provocar una «Destrucción Mutua Asegurada», que en inglés se escribe Mutually Assured Destruction, cuyas siglas son MAD (es decir, «locura»), formula que acuñó Henry Kissinger.
Cuando Ronald Reagan llegó a la Casa Blanca se pusieron en marcha con los soviéticos las conversaciones START (Strategic Arms Reduction Talks) en 1982 y en 1985. Pero los acuerdos no prosperaron sobre todo a causa de la guerra soviética contra Afganistán, que desacreditó y desmoralizó al ejército soviético (en lo que vendría a ser un Vietnam para la URSS).
En un discurso ante la Dieta japonesa en Tokio en noviembre de 1983, Reagan afirmó que «nunca se puede ganar una guerra nuclear, y nunca debe entablarse» (citado por Henry Kissinger, Diplomacia, Traducción de Mónica Utrilla, Ediciones B, Barcelona 1996, pág. 839). Reagan, que creía en las profecías del Apocalipsisa pies juntillas, soñaba, al igual que Gorbachov, con un mundo libre de armas nucleares y quería que éstas se hiciesen caducas, pero sus adversarios afirmaban que su visión de eliminar las armas nucleares era un tapadera para acelerar aún más la carrera armamentística nuclear de Estados Unidos, a medida que se iba desmantelando la de la Unión Soviética. La administración Reagan obligó a los soviéticos a una aceleración del incremento militar (fundamentalmente nuclear) que la economía soviética no podía sostener. Breznev comprendió que los recursos soviéticos no eran capaces de resistir aquella vertiginosa carrera, la cual, dado su enorme coste, impidió a la URSS tener capacidad para reformarse.
En 1985, cuando Reagan y Gorbachov se entrevistaron en Ginebra, acordaron su «voluntad común de impedir la guerra» y el compromiso de «no buscar cada uno la superioridad» (citado por José Luis Comellas, Historia breve del mundo reciente, Ediciones Rialp, Madrid 2010, pág. 290). En octubre del mismo año, en la Conferencia de Reykiavik (Islandia), se acordó la reducción de misiles intercontinentales y de otras armas que progresivamente se irían destruyendo, aunque Reagan se mostró inflexible en relación a su proyecto de Iniciativa de Defensa Estratégica, argumentando que sólo se trataba de un proyecto defensivo con el que no se pretendía atacar a nadie.
La Iniciativa de Defensa Estratégica, conocida popularmente como «la guerra de las galaxias», como indicaba su nombre oficial no era ofensiva sino defensiva al tratarse de un sistema de misiles-antimisiles que cubría como un paraguas todo el territorio estadounidense a fin de hacerlo invulnerable y así, en caso de guerra nuclear, ya no existía la posibilidad, o más bien la seguridad, de la «locura» de la «destrucción mutua». Ante esto, los soviéticos organizaron una campaña contra Estados Unidos advirtiéndoles a los europeos occidentales que sus aliados americanos al cubrir su espacio dejaron en descubierto el europeo, lo cual supuso que muchos europeos protestasen contra sus aliados. El sucesor de Breznev, Yuri Andropov, protestó afirmando que la Iniciativa de Defensa Estratégica haría que la URSS tuviese que llevar a cabo un esfuerzo semejante y que peligraba más que nunca la paz entre las dos superpotencias: que de guerra fría pasaría a guerra caliente, o hirviendo porque hubiese sido una guerra nuclear.
Finalmente la Iniciativa no salió adelante pues el coste hubiese sido disparatado y lo único que pudo realizarse en su forma más simple fueron bombas y proyectiles «inteligentes». Aunque el Plan de Defensa Estratégica no se llevó a cabo, terminaría acabando con la moral de los soviéticos y fue muy importante para el colapso y derrumbe del país de la Revolución de Octubre.
En diciembre de 1987 se firmó el Tratado de Washington en el que se preveía la destrucción de misiles de corto y largo alcance y sus respectivas bases de lanzamiento. La URSS consintió por primera vez la visita de inspectores para que supervisasen que lo acordado en Washington efectivamente se estaba cumpliendo. En 1988 se celebró la Cumbre de Moscú que fue un encuentro lleno de cordialidad y de mutuo respeto y en el que los soviéticos anunciaron la retirada de sus tropas en Afganistán, con lo cual prácticamente se ponía fin a la Guerra Fría. No obstante, en los años 80 soviéticos y americanos llegarían a gastar la cantidad de 100.000 millones de dólares anuales en armas de destrucción masiva. Éstas sí existían… y siguen existiendo.