El otro ante el espejo

El otro ante el espejo. José Vicente Pascual

Si echamos una casa abajo es muy difícil edificar otra nueva y flamante con las ruinas y cascotes que sobran. Si destruyes el paraíso del contrario resulta imposible validar el edén propio, pues todo lo obligatorio —salvo el código penal— deviene tarde o temprano en rutina aborrecible. Ratificar la propia identidad por comparación con los defectos de los demás es un absurdo y además una mala costumbre. Necesitamos al otro no para aniquilarlo —retóricamente hablando— sino para que nos obligue a ser mejores. Refutar unas ideas porque son torpes, a un individuo o un colectivo porque son nefastos, no entraña mérito ninguno; al contrario: desluces, y mucho, sobre las supuestas bondades de nuestra posición. Por eso es conveniente no denigrar demasiado al adversario en cualquier ámbito en que se produzca la controversia: cuanto más sólida y gallarda su exposición, más mérito en el triunfo si es que se produce y más honor en la derrota, que también se han dado casos.

Me acordaba de estos sencillos principios hace unos días, cuando a un comentarista deportivo se le inflamaba la carótida común al denostar al equipo que acababa de ganar un partido de fútbol al club de sus amores: los árbitros, la suerte, las mañas rastreras… Pero hombre, por Dios, si tan malos son, si aciertan antes a un pedrusco que al balón, ¿cómo es que os ganaron? El cuento viene a cuento para cualquier situación parecida, donde un grupo determinado se ve —o sesiente, algo muy de moda—, disminuido en sus derechos por culpa de otras gentes otros muy distintas a ellos, engañados, sometidos y tal vez humillados. Denigrar al supuesto infractor hasta reducirlo a inhumana brutalidad es juego delicado. Hay un diálogo muy conocido en la película Trainspotting  que ilustra maravillosamente dicho riesgo. Uno de los personajes pregunta al protagonista, Ewan McGregor: “¿No te enorgullece ser escocés?”. A lo que responde el joven aprendiz de narco: “Es una mierda ser escocés, somos lo más bajo de entre lo más bajo, la escoria de la puta tierra, la basura más servil, miserable y más patética jamás salida del culo de la civilización; algunos odian a los ingleses, yo no, sólo son soplapollas, estamos colonizados por unos soplapollas, ni siquiera encontramos una cultura decente que nos colonice, estamos gobernados por unos gilipollas, esto es una grandísima mierda…”.

Corolario: si van a colonizar tu paraíso, procura que el colonizador merezca la pena; en todo caso, afina la crítica y no digamos la revisión histórica sobre el mismo hecho colonizador, no sea que al final, cavando, cavando, se llegue a lo conclusión de que cuatro mastuerzos codiciosos fueron capaces de destruir a naciones enteras, altísimas civilizaciones, culturas ancestrales y admirables pueblos vernáculos. Hay un político catalán con sillón en el parlamento español que, en sus redes sociales, cada vez que se refiere a España escribe el palabro “Ñordia”; y como su ocurrencia le parece memorable, se pasa la vida lamentando y denunciando las iniquidades que “Ñordia” comete contra su sagrada y colonizadísima Catalunya. Este buen hombre faltó a la escuela el día que explicaron el valor del “caballero moro” ante el “caballero cristiano”: a más decencia en uno, más honra en el otro; lo contrario supone admitir que eres tan débil y tan pazguato que te dejas dominar por cualquiera que pase por la puerta de tu casa, por “Ñordia” sin ir más lejos. En fin.

Lo anterior para la anécdota. Para preocupar, las declaraciones de figuras relevantes del independentismo catalán, la pasada semana, sobre la pertinencia de un conflicto civil a la ucraniana entre España y su “republiqueta”. Uno de ellos es el diligente y cabreado crónico Santiago Espot, denunciante semi-profesional de los comercios que no rotulan en catalán —en Cataluña, se entiende— y organizador ocasional pero muy vehemente de pitadas al himno de España y a Felipe VI en las finales de la Copa del Rey que juega el Barça. La otra es Clara Ponsatí, eurodiputada fugitiva de la justicia española. Según ambos, si la independencia de Cataluña exige el sacrificio de una guerra, habrá que ir a la guerra. Naturalmente ellos no irían a pegar los tiros de rigor ni se expondrían a recibirlos, entendamos que el señor Espot andará muy ocupado en busca de comerciantes a los que denunciar, así como la señora Ponsatí liadísima con sus asuntos de eurodiputada, por no mencionar su provecta edad. Irán otros. A la guerra, digo. Irán otros, los más jóvenes y preparados. Ya sabemos que la juventud no está llamada al placer sino al heroísmo; según esa lógica, está llamada a sacrificarse por individuos como Espot e individuas como Ponsatí. A ver —lo digo en serio—, que se empieza perdiendo la perspectiva de la real controversia y llega un momento en que se confunde al otro con la propia figura distorsionada ante el espejo. ¿En qué momento de su delirio, en qué instante roñoso de la demencia ideológica que los coloniza concibieron la idea o fueron benditos por la revelación de que los jóvenes de Cataluña y España deberían matarse para que ellos y sus convicciones se queden bien a gusto, tan anchos y tan panchos? Si lo de estos visionarios no es delito de odio, que santifiquen a Pablo Hasél. A ver si los tribunales dicen algo. Y si a quien corresponda denunciarlos no sabe cómo, que pida consejo al señor Espot, que del tema sabe más que nadie.

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