Se les empieza a notar inquietos, hasta con miedo, la verdad, a quienes hoy dominan el mundo. No sólo a quienes lo hacen con la fuerza del dinero o del poder político. También a quienes lo dominan impregnándolo todo de un «espíritu» cuyo materialismo es la negación misma de cualquier aliento espiritual: periodistas, burócratas, eurócratas… Tanto ellos como quienes los siguen llevan años bañando y bañándonos en la gran delicuescencia en la que el individualismo, el atomismo y su gregarismo hacen que se diluyan los pueblos, se licúen los arraigos, se descompongan los ideales, se disuelvan las identidades (¡hasta las sexuales!…) al tiempo que llega el último hombre, sonríe, hace un guiño y dice —decía Nietzsche— que es feliz.
Felices eran nuestras élites (dejémoslo en pseudoélites: esa gente no tiene otra excelencia que la de la pasta) y felices siguen siendo aún; pero la inquietud se adueña de ellas (y de sus seguidores) cuando ven el reguero de pólvora que no logran detener mientras va extendiéndose.
Está claro, el renacer de los pueblos y lo que ello implica: arraigarse en la historia, enfrentarse a la disolución de las identidades nacionales y culturales; combatir asimismo las necedades de lo políticamente correcto, sin olvidar la fealdad del mundo (la de los monstruos urbanos, la de la naturaleza degradada y la de un «arte contemporáneo» cuyas obras pretenden que lo feo es bello); rebelarse, en suma, contra la vulgaridad de un orden vil y gris que ignora lo grande y desprecia lo noble: todo ello lo tenemos ya ahí, pujando con fuerza por afirmarse, por triunfar. Pero la partida aún está lejos de haber sido ganada. Nos encontramos hoy mismo en una especie de terreno de nadie, en una de esas encrucijadas en las que un mundo viejo ya no se sostiene, se tambalea, bastaría casi con darle un empujón…, pero ningún mundo nuevo está ya ahí, presto a dárselo.
¿Un mundo nuevo?
Sí, de eso exactamente se trata: de que se configure en el mundo todo un nuevo espíritu. No se trata sólo de cambiar determinadas (y nefastas) políticas. Bienvenidos sean los cambios de gobierno. Pero de lo que se trata no es de cambiar de gobierno. Se trata de cambiar de mundo, de acabar con ese orden caduco al que cabe calificar con un término compuesto: el orden (el desorden, en realidad) liberal-libertario. Dos son, en efecto, sus componentes, como dos son los grandes frentes en los que se despliega el combate.
Por un lado, el frente liberal o, más exactamente, liberal-capitalista: ese capitalismo liberal (o socialdemócrata, si se prefiere: tanto monta, monta tanto…) que parecía haber alcanzado una especie de generalizado Reino de Jauja durante las décadas de gran bonanza económica que siguieron al término de la II Guerra Mundial. Pero el Reino de Jauja se acabó. Sobre todo desde que, allá por 2008, se inició la Crisis que estremeció los cimientos del sistema financiero-bancario internacional, se ha venido abajo todo aquel ensueño que, aumentando las migajas caídas de la mesa de los más opulentos, hacía creer a sus receptores que también el ámbito económico era terreno en el que plasmar el ideal igualitario que subyace en la concepción moderna del mundo.
Derrumbados aquellos señuelos, despertados de aquellos sueños, es entonces cuando se han ido abriendo los ojos de los receptores de las migajas. Sumidos éstos, no en la pobreza, es cierto, pero sí en la precariedad, es lógico que hayan acabado poniendo en la picota al Sistema: a ese neoliberalismo que ha dejado de ser, en cuanto a lo fundamental, capitalismo industrial productor de bienes (lo que de él queda traslada sus factorías a lejanos enclaves de trabajo casi esclavo) para pasar a ser mero productor de viento —y de ganancias para sus emisores. El viejo capitalismo industrial se ha convertido en ese alucinado tinglado especulativo-financiero por cuyos remolinos revolotean y se cruzan a diario, de un extremo a otro del planeta, miles de millones de divisas, bonos y acciones no sustentados en nada: ni en cosas ni en trabajo.
Pero la pauperización de las clases populares a la que conducen la especulación y la globalización no lo explica todo. Queda el otro ámbito, el otro frente: íntimamente ligado al económico, pero distinto también. Queda el ámbito liberal-libertario. Queda el nihilismo que destila su nada por los poros de un cuerpo social concebido… como un no-cuerpo, precisamente: como lo radicalmente opuesto a un todo orgánico. Queda, en una palabra, la concepción de lo que hoy llamamos «sociedad» (en otros tiempos se la denominaba «polis») como la apelmazada, masiva suma de átomos tan individuales como gregarios.
Y queda todo lo que de ello se deriva. Quedan las mil disoluciones de un mundo en el que, sin entidad ni arraigo, todo —recordábamos antes— se hace líquido, delicuescente: desde la desintegración de la identidad sexual cuya expresión última es la ideología denominada «de género», hasta la disolución mayor: la de la identidad colectiva de los hombres que por primera vez en la historia se convierten en apátridas voluntarios.
Los apátridas voluntarios
Queda también lo que, a su vez, se deriva de ello. ¿Cómo los apátridas para quienes da exactamente igual ser de Europa, África, Asia, América o Arabia, no iban a dar la bienvenida (Welcome Refugees!) a las muchedumbres de una invasión migratoria que las oligarquías atraen por obvias razones económicas, y que, si no se corta, acabará con la identidad cultural de Europa?
Carecer de identidad significa no saber ni quién es uno ni quiénes somos todos. Ocurre, sin embargo, que «nadie —subraya José Javier Esparza— puede vivir sin saber quién es, y menos pensando que es un miserable»: como miserable es —pretenden los apátridas— el pasado de los pueblos otrora grandes y poderosos que van hoy dándose compungidos golpes en el pecho, maldiciendo y arrepintiéndose por sus glorias de ayer.
Nadie puede vivir sin identidad —aún menos escupiendo sobre ella. Cabe intentarlo, es cierto —nuestros tiempos lo prueban—, pero a la larga no es posible. Y como no lo es, empiezan ya a quebrarse las insustanciales pero férreas cadenas con que los hombres —esos locos, esos desventurados— han intentado asirse a la nada.
Mientras empiezan a soltarse las cadenas, empieza también a cundir el miedo entre los creadores y beneficiarios del asidero.