No tiene mayor importancia que la neolengua inventada por la progresía dominante, el imperio woke, las sectas queer-lgtbi y demás gallofa intelectual sea un engendro cursi, ridículamente incorrecto, grosero en sus pretensiones —hegemonismo de la idiocia— e inútil en sus resultados. No tiene la menor importancia. El idioma español es tan sólido en la historia como en su contemporaneidad, y su robustez admite cualquier retruécano imprevisto y cualquier chapucera manipulación. Hay en nuestro idioma multitud de giros lingüísticos, vocablos, frases hechas, símiles, epanadiplosis conceptuales, metonimias y eufemismos mucho más bruscos y retorcidos que cualquier ocurrencia que esta comandita de ingenieros legos puedan urdir en contra del sentido común y —más importante— el sentido de la estética.
Por ejemplo, en Motril —Granada—, muchas localidades asturianas y otras zonas del litoral hispano se viene llamando “niñes” a los niños desde tiempo inmemorial; nadie se ha escandalizado por ello, son usos idiomáticos particulares, fórmulas idiolectales que el español puede asumir, tolerar e integrar, pues a fin de cuentas quien así se expresa no “toca” la realidad con su expresión sino que habla de él mismo —ella misma— y nada más.
Ponerse por delante en el discurso interpretativo de la realidad es tarea de necios y/o perturbados, desde luego: sólo el muy ignorante o el muy demente puede pretender que antes de escuchar lo que tiene que decir sepamos hasta el detalle quién es quien habla y el valor que otorga a sus opiniones sobre el mundo. Anular la posibilidad de ambigüedad del idioma para orientarlo ideológicamente supone penetrar a lo loco en la aridez de la inambigüedad, territorio feraz de los perturbados, pues no hay un solo orate que no esté convencido hasta la médula de que la realidad —su delirio— determina tanto su expresión como el entramado de referencias sociales en el que se desenvuelve.
No, manipular y encrespar el idioma no es un problema serio. El problema serio se plantea cuando pensamos en qué clase de mundo, de sociedad y de realidad piensa toda esta gente cuando habla de esa manera alucinada: un caos de buena conciencia donde nadie es nadie y no vale para nada más allá de su determinación biológica-racial. El “buen salvaje” ya no existe; en el catecismo neoprogre globalista ha sido suplantado por el buen quejicoso oprimido por su propio sexo, su propia raza, su propia historia y su propio ser real en la realidad inmediata. Cierto: la neolengua woke es el parásito espiritual de quienes se odian a sí mismos y aspiran a una civilización sin civilizar en la que todos se odien a sí mismos, aborrezcan la verdad de su ser y desintegren los inconvenientes de estar en el mundo con la adormidera del permanecer-durar siendo nada. Cuando acaben todos refugiados en el metaverso, nos habremos librado de ellos.