Muy oportunos aunque muy despistados andan el gobierno de España y su ministerio de Asuntos Sociales y Agenda 2030 con el anuncio “Basta de Distopías”. Desde aquellas altas rocas pudiera verse el mar, pero sólo se atisban las flores del terror. Porque la distopía son ellos.
“Lo que somos capaces de imaginar es lo que somos capaces de hacer”, afirma la locución del famoso vídeo. Otro espanto. ¿Esta gente aún no se ha enterado de que forzar la realidad para suplantarla por las ideas que sólo existen en las cabezas de los visionarios es el camino más rápido y más seguro hacia el desastre, la guillotina y la miseria? Evidentemente lo saben, pero ignorar la historia es especialidad de esta peña: contumaces, se estrellarán contra el muro las veces que haga falta; y se empeñarán en que nos estrellemos con ellos una vez y otra hasta el aniquilamiento, hasta el horizonte más negro que la noche en los desiertos del fundamentalismo neoprogre.
Mala fama y peor crédito urden contra las distopías ficcionarias, osados en su tiniebla y tal vez en su pereza, esquivando maliciosamente la simple verdad de que el tramado de distopías es un ejercicio sanísimo que nos previene contra escenarios indeseables, en tanto que proponer utopías, o sea, pasar de las ideas bondadosas a los hechos bizarros, es afilada pulsión de los redentores salvajes de la humanidad, los que están dispuestos a ofrendar las vidas de muchos —a excepción de la propia, generalmente— en aras del paraíso que nunca ha de llegar por culpa de los malos. Aunque hay algo nuevo en el discurso, lo admito; una reversión de argumentos que no deja de ser interesante, pues método pertinaz de nuestros libertadores ha sido, por tradición, comparar la sociedad real con la sociedad ideal concebida en sus mentes hiperventiladas; y ahí, claro está, pierde la realidad y gana la delirante necesidad de construir un mundo con las ruinas del anterior, cascajo a cascajo. El spotinstitucional, por el contrario, compara lo inexistente, la distopía, con la pura y roñosa realidad que ya se atisba y amanece poderosa bajo el poder de estas jarcas que nos gobiernan: básicamente, una sociedad en la que se nace sin sexo, sin familia y sin patria, se trabaja, se consume, se queja uno tres o cuatro veces de las humillaciones históricas sufridas por el “colectivo” al que se pertenezca —hay donde elegir— y llegado al punto en que la vejez nos impida disfrutar de la soledad y la pobreza se pide la eutanasia y se muere más vacío y más triste que un mitin de Ciudadanos. Y a otra cosa. Hacer hueco voluntario para las siguientes generaciones de privilegiados será nuestra última aportación a la gran utopía de la igualdad.
No y desde luego que no: no basta de distopías. Al contrario, necesitamos imaginar —imaginar— más situaciones de penuria en el futuro, alertarnos contra cualquier designio devastador de los muchos que nos tienen preparados, amurallarnos contra la utopía de quienes consideran que la justicia infinita consiste en que todos seamos esclavos de la milagrosa miseria —material y moral— propia de aquellos felices mundos habitados por unicornios carnívoros con los que ellos sueñan. Bueno, “todos” es muchos decir: hay que señalar la excepción, naturalmente, de los dueños del piano y de quienes administran el concierto en su nombre; esos no tienen por qué ser pobres ya que hacen mucho y filantrópico bien a la humanidad mientras son los más ricos del planeta. Resumiendo al fin: anda ya, hombre… No me jodas.
Por cierto y al césar lo que es del césar: el anuncio, estéticamente, es impecable. Razón de más para insistir en ello: no me jodas porque la distopía sois vosotros.
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