Siempre me pareció un espanto llegar a convertirse en una de esas personas que suspiran por la llegada del fin de semana y después consumen el tiempo de asueto deprimidos porque el lunes se acerca. Aunque también es verdad que desde la infancia me enseñaron que “el tiempo es oro”. Si la sentencia se formulaba en lengua inglesa, “time is gold”, adquiría el prestigio casi glamuroso del estilo de vida anglosajón, americano nada menos, moderno y dinámico, un lema para la acción y un acicate de superación y perfeccionamiento personal que solía recompensar a sus devotos con la fortuna monetaria. América (los Estados Unidos), eran un gran país porque el botones de un banco podía llegar a millonario y un repartidor de periódicos a presidente de la nación. Siempre y cuando hubiesen tenido por guía y norte en su existencia el principio sagrado de “time is gold”, todo aquello era posible.
Y tanto que el tiempo es oro. En clase de matemáticas se aprendía a calcular con precisión el valor de dicho elemento: I = CxRxT//100, siendo I el interés de una inversión financiera, C el capital arriesgado, R los réditos y T la materia más preciosa de la que disponemos gratuitamente, el tiempo. ¡Qué desperdicio una vida en la que no se utilizase el tiempo en su dimensión más provechosa, como parte fundamental en esta ecuación de la riqueza! El tiempo, por tanto, para las teorías y filosofías economicistas que involucran y constriñen la actividad humana al ámbito supremo de “lo provechoso”, es una constante abocada por necesidad y obligación a la consecución de beneficios contables. Lo demás no cuenta porque no tiene valor, no hay fórmulas algebraicas que establezcan el prestigio del tiempo como devenir confuso, lejos de los límites razonables y mensurables de la opulencia como meta fundamental del ser humano.
La falacia es evidente porque, por mucho que nos empeñemos en repetir la fórmula hasta el aburrimiento, la realidad certifica que toda sociedad posee un conjunto determinado, finito, de bienes acumulables, sea en objetos o títulos valorables (dinero sobre todo), y, de pura lógica, si unos ciudadanos acumulan mucho será a costa de que otros acumulen muy poco, nada o menos de nada. Esto también es matemática pura, y de sentido común “popular”. Al célebre ejemplo de la tarta a repartir entre más o menos gente me remito. Pero como el principio se mantiene inalterable y la obligación de acumular permanece indeleble en la esencia misma de la sociedad mercantilizada, va de suyo que las personas pasen la vida entera obsesionadas por el tiempo y su relación inmediata con la razón monetaria. Así, la inmensa mayoría de la población dedica la vida a acumular y pagar, pendientes del “plazo” (el tiempo objetivamente necesario para conseguir los bienes intercambiables), y haciendo cálculos sobre cuánto más podrán empeñar de ese tiempo para conseguir más bienes y satisfacerlos a su justo precio. El tiempo ha dejado de ser una dimensión que posibilita el crecimiento del espíritu y la conciencia para transmutarse fatídicamente en su maldición dorada, condena anticipada y muy bellamente expresada por la sabiduría clásica mediante los mitos de Midas y Sísifo.
No hay tiempo para no hacer nada, que es lo más importante que se puede hacer en la vida (luego volveré sobre esta consideración no tan estrafalaria). No hay tiempo para nosotros mismos ni, en realidad, tiene sentido la expresión “nuestro tiempo” cuando nos referimos al tránsito excepcional entre nacer y morir. Todo el tiempo lo debemos al mercado y a la fórmula que lo convierte en aliado inexcusable del Capital – Rédito – Interés. De esta forma, la existencia individual comienza a regirse desde la cuna por una imposición (a su vez fundamentada en el consenso social sobre el tiempo como mercancía), ajena a la verdadera naturaleza de los seres humanos: el tiempo como factor no variable en la metódica de producción-adquisición-satisfacción de bienes. La gradación del proceso mediante el que se produce esta alienación esencial varía según los entornos culturales y la legislación de cada país. En España el proceso de extrañamiento y despojo del tiempo propio comienza, aproximadamente, a los tres años de edad, cuando los casi recién nacidos se incorporan a la educación preescolar. A partir de ese momento, en el cual los niños inician su “preparación” para la vida (es decir, su adiestramiento para ejercer como ciudadanos solventes), cada etapa de adquisición de conocimientos e incorporación de experiencia vendrá determinada por el calendario “educacional”, a grandes rasgos y con excepciones que no alteran lo esencial del planteamiento: tres años de preescolar, seis de enseñanza básica, cuatro de enseñanza media, dos de bachillerato y otros cuatro de formación superior, sea en el área de la formación profesional o universitaria. La diferencia entre una y otra, por cierto, tiene sus tintes pintorescos. Mientras que la formación profesional prepara para el ejercicio de una actividad concreta, acreditando mano de obra cualificada, la universitaria deja un poco más abierta la incógnita, mediante la instrucción de individuos versátiles en campos abiertos.
La paradoja se produce cuando tanto los beneficiarios del sistema educativo reacomodan sus preferencias vitales, intereses y, por encima de todo, posibilidades reales, para incorporarse, conforme al albur de cada cual, a lo que se denomina “mercado de trabajo”; de tal modo, no es extraño encontrar un ingeniero de minas trabajando de auxiliar de vuelo o un electricista como funcionario de hacienda. La ventaja del sistema es que la pérdida de tiempo (el gran valor irrenunciable) resulta mínima, justo el lapso necesario para que cada cual, una vez finalizado el plazo oficial de su período de formación, haga una interpretación objetiva y a ser posible realista de sus condiciones concretas y tome la decisión que considere más adecuada. De todas formas, como la inmensa mayoría de quienes entregan sus vidas al calendario académico incluirán su “valor tiempo” en la ecuación de la productividad sin resultados inmediatos (el porcentaje de desempleo está ahí para convencer a cualquiera de esto último), no tiene demasiada importancia el mucho o poco tiempo que se emplee en “orientarse” profesionalmente, ese tiempo, por decirlo así, sin control en el organigrama productivo. Lo que interesa es el “tiempo controlado”, el cual, si bien por parte de los individuos afectados se considera perdido durante el casi obligatorio interregno del desempleo, no supone desperdicio alguno para el sistema inconmovible de administración del tiempo de los humanos a lo largo de su vivir. Aclaremos esto último un poco más.
Tal como está concebido y tal como funciona, el sistema (esto es, el mercado), no se altera lo más mínimo por la existencia de muchos o pocos parados. Lo importante es integrar las individualidades demandantes de empleo (exigentes de su derecho a alienar el tiempo propio para intercambiarlo por bienes producidos y obligaciones de pago), en un esquema tutelado y una gradación sostenible en la incorporación de las masas al núcleo de producción. Así, comprobamos cómo los estudios se alargan año tras año en cursos de “especialización”, másters post-licenciatura, post-grado, cursos de capacitación laboral para empleos concretos, etc, etc. Cuando estos mecanismos se evidencian insuficientes, entran en juego los llamados “estabilizadores sociales”, el principal de ellos la familia aunque no el único: los subsidios compensatorios, el trabajo a tiempo parcial, los contratos de formación (¡más todavía!), en “prácticas”, para becarios. Incluso la asistencia social como último recurso. Lo determinante e imperioso es convertir el plazo de espera en período útil, entendiendo por utilidad una miscelánea de iniciativas y disposiciones legales que favorecen la ficción de que el desempleado “no está perdiendo el tiempo”, al igual que se mantendrá la misma ficción simétrica cuando, ya plenamente absorbido por el sistema laboral, estará “aprovechando el tiempo” cuando, en realidad, se dedicará a enajenarlo en aras de una vagarosa realización personal, consistente en apalabrar y vender tiempo personal (materia que no se extingue hasta la muerte, gratuita aunque no inagotable), a cambio de la recepción y disfrute de bienes reintegrables mediante la producción de otros consumibles por parte del sujeto.
Dentro de esta lógica, no es de extrañar que las etapas naturales que componen la existencia humana (infancia, juventud, madurez, ancianidad), sufran notables cambios en la consideración de su influencia por épocas, de tal manera que si hace treinta años un joven de dieciocho era hombre hecho y derecho, en condiciones de trabajar o de estar cursando una carrera universitaria (o haciendo el servicio militar), y no había más excusa que lo redimiera de la presunción de vagancia, hoy, con esa misma edad, es de lo más frecuente encontrar niños en los institutos que aún no saben si acabarán el bachillerato superior o dejarán que pasen un par de años más antes de abandonar los estudios y dedicarse a alguna actividad profesional menor. Y al mismo tiempo que se alarga el plazo de incorporación a la dinámica del mercado, se hace inverosímilmente extensa la etapa de juventud (hasta los cuarenta o cuarenta y cinco años, aproximadamente y según qué casos), la edad de “irse de casa”, la de contraer matrimonio y tener hijos… así como se dilata la entrada en “la tercera edad”; lo que hace unos años era un jubilado de sesenta y cinco, ahora es un trabajador en edad de rendir y sin apenas posibilidad de acceder a una pensión tras el retiro laboral. Como toda ideología generada en torno al tiempo es ficcionaria, estos casos de longevidad laboral se presentan como un avance de la “calidad de vida”, los avances de la medicina, etc, factores que elevan las expectativas de supervivencia y prorrogan por tanto la permanencia en el núcleo productivo directo; igualmente, los jóvenes son jóvenes hasta que casi son viejos porque “el espíritu de los tiempos” es joven y debemos participar alegremente del mismo sin reparar en arrugas y canas. Falacia interesada aunque muy popular, claro está. No es lo mismo plantear claramente la necesidad de trabajar hasta los setenta o más años porque el sistema de pensiones se encuentra al borde la quiebra, o la juventud hasta los cuarenta y tantos porque no hay empleo para todos, que dar apariencia de progreso a la adversidad, proclamando un juvenismo insensato y abocando a los más mayores a una ancianidad zascandil, convirtiéndolos por fuerza de ley en aquella patética figura del jubilado que no conseguía desapegarse por completo del trabajo que había hecho durante toda la vida, se presentaba en la oficina cada dos por tres, con cualquier pretexto, y daba la tabarra a su antiguos compañeros con mil puñeterías sobre asuntos que ya ni le importaban ni le concernían.
El curso académico se alarga, comienza a primeros de septiembre para los escolares y a mediados del mismo mes para la enseñanza superior; las vacaciones de escolares, enseñantes y empleados en general se acortan; el verano ya no dura hasta primeros de octubre (los “veranillos” del membrillo y de San Martín de otras épocas, quizás algunos los recuerden), sino hasta el uno de septiembre. Es preciso condensar, resumir el tiempo de descanso y ocio (quien pueda permitírselos), en cuatro semanas escasas, consumiendo la ficción de tiempo libre con una voracidad obsesiva y esterilizante. Cada año resulta espectacular la euforia con que los medios de comunicación, en especial los de propiedad pública, proclaman el final del verano, tajantemente, oficialmente, el 31 de agosto. Una arbitrariedad que no tiene que ver con las nociones de tiempo lineal, propio del ideario de la sociedad industrializada, o el tiempo circular-recurrente, característico de la cultura rural, sino que se corresponde plenamente con la ficción reincorporativa de unas masas trabajadoras ocupadas sólo en apariencia a un mercado de trabajo existente sólo en parte.
No hacer nada puede ser una alternativa a este absurdo del tiempo sin dueño, enajenado, acaparado por intereses extraños a la propia individualidad y malgastado en un sistema economicista que no funciona. Antes lo señalaba a modo de avance. No hacer nada supone aceptar uno de los retos más elementales que todo sujeto debería plantearse como obligación para consigo mismo, inexcusable: saber estar con el propio yo, dejarse oír, escucharnos, prestar atención a las sugerencias (a veces súplicas) con que el ego interior nos interpela sin que, por lo general, la ficción ruidosa del tiempo-engranaje permita que lo escuchemos. Saber estar sin hacer nada, asomarse al balcón para contemplar la calle sin otro propósito que permanecer quietos y oír en calma lo que tengamos que decirnos, es una tarea sencilla de imaginar y difícil de cumplir por la falta de costumbre. No hacer nada y ser capaces de no hacer nada desde la soberana conciencia y nuestra completa, inalienable posesión, es el primer paso para repensar el tiempo como único bien propio, y empezar a utilizarlo a conveniencia de nuestra voluntad y espíritu, no de una leyenda epistemológica cada vez más vaga e irrealizable. No hacer nada es el primer acto de dominio sobre la realidad y conquista de nuestro destino privativo, nuestra vida y nuestro tiempo. Porque el devenir entregado al mecanismo de “lo urgente” nos negará siempre la posibilidad de atender lo importante y, a mayores males, nos convierte en esclavos de una temporalidad artificiosa que tiene como única meta de llegada la muerte. Ser y saber estar entre los seres vivos o entregarnos a un precipitado cortejo funerario al que la ideología del mercado denomina “vida”, esa es la disyuntiva. Aceptar el desafío, la única potestad decisoria del ser humano libre.