Si Anthony Hopkins interpreta a un librero de Charing Cross lustrándose los zapatos para ir a trabajar, se convierte en un librero de Charing Cross y lustra sus zapatos como los lustraría un librero de Chariong Cross, dedicando a la tarea esmerada atención y dejándolos impolutos, como corresponde a un honorable empleado del gremio comercial londinense. Y si Anthony Hopkins fuese el viejo mayordomo de Darlington Hall (señor Stevens), citado con Emma Thompson (señorita Kenton, antigua ama de llaves en la misma mansión) en una cafetería de moda en la costa de Cornualles (1949), no hay duda de que la señorita Kenton será recibida por un mayordomo inglés —vestido de calle— con toda la ceremonia, empaque y pulcritud que se espera en la ocasión.
Aunque haga mucho tiempo que no se han visto, aunque hayan estado enamorados —y lo sigan estando—, y aunque el matrimonio de ella que los distanció se haya ido a pique, el reencuentro tendrá lugar bajo estrictos términos de cortesía y alborozo exquisitamente contenido. Es más, aunque el señor Stevens haya pasado la vida sirviendo a distinguidos señores de la aristocracia británica y jamás haya dado una nota fuera de tono, no olvidemos que su cuna es plebeya y, por tanto, algún gesto impropio de un auténtico caballero delatará sus orígenes y empañará la brillantez mundana con que acoge la presencia, tan anhelada, de la señorita —ahora señora— Kenton. Por ejemplo: tras saludarla, toma asiento antes que ella; si bien hemos de recordar que cuando los dos servían en Harlington Hall él era cabeza absoluta del personal de servicio y, por tanto, jefe de la señorita Kenton, lo que habría conferido dispensa a Stevens respecto a esa leve incorrección. Si ambos siguen siendo lo que eran, mayordomo y ama de llaves, Stevens tiene todo el derecho del mundo a aposentar sus nalgas sobre el asiento antes de que haga lo propio la maravillosa dama Kenton, mujer, por otra parte, aún casada, ante la que no deberían exagerarse ciertas maneras galantes que, quizás, llamarían a malentendido sobre la naturaleza de la reunión. De cualquier manera, la dignidad y dominio de Emma Thompson sobre la situación es absoluta. No sé si el genio de Kazuo Ishiguro, autor de la novela, o la destreza de James Ivory, director de la película, o ambos, consiguen nutrir un evento tan normal y cotidiano, el encuentro en lugar público de dos ex compañeros de trabajo, con un vivísimo repertorio de rasgos personales y tonalidades culturales, sociales e incluso históricas, entre las que destaca la serenidad y mesura con que la señora Kenton afronta y controla el difícil compromiso. Esta escena debería enseñarse en las escuelas de cinematografía y, en general, en las escuelas españolas para mostrar al alumnado lo que es una mujer de verdad “empoderada”.
Elegancia, sensibilidad, consideración, respeto, autodominio, estima propia… Se van acabando calificativos y sigue resultando muy difícil definir esa fuerza tranquila, esa soberanía del ser y esa gallardía de espíritu con que Emma Thompson/Kenton decide dejar que la vida pase y la corriente del olvido se lleve a lo queda del señor Stevens igual que sus lágrimas, años antes, arrastraron y aniquilaron hasta casi la desesperación el amor que sentía por él.
Uno ve Lo que queda del día, compara la grandeza y entereza de Emma Thompson/señorita Kenton con el decoro de moscorrofios empoderados tatuadas hasta el culo que consideran libertad y poderío mear en la calle y, bueno, lo que hay: desde 1949 a la fecha poco hemos avanzado aunque, eso sí, mucho hemos retrocedido. Lo que no ha cambiado es la posibilidad de refugiarse en lecturas/películas como ésta y renacer en la convicción de que la belleza y la dignidad humanas todavía son posibles.