Seguramente todos ustedes, sufridos lectores, recuerdan aquel espeluznante crimen perpetrado por un tipejo sin alma en abril de 2021, en Tenerife, quien mató o narcotizó a sus dos hijas de corta edad, metió los cuerpecillos en bolsas de viaje, embarcó con el macabro equipaje a cuestas en un pequeño navío de su propiedad y acabó tragado por el océano junto a sus hijas indefensas, vilmente asesinadas. El suceso dio mucho para hablar sobre crímenes machistas, violencia vicaria y todo el repertorio fielmente ajustado al discurso oficial en materia “feminista” y demás ingenios ideológicos doctrinales sobre este tipo de acontecimientos. Entendámonos, si el autor del horrendo crimen no hubiese sido autor sino autora —cosa bastante posible porque, como también es sabido, las asesinas de hijos propios son más numerosas en España que los asesinos de propios hijos—, no habríamos hablado de violencia vicaria ni seguramente de violencia, pues el subrayado de la noticia habría ido por cauce muy distinto. Por supuesto: ningún medio informativo hizo hincapié en el modo de vida de los progenitores y el entorno familiar-social de las pobres niñas, víctimas de un ambiente en el que las drogodependencias de su infame padre eran una especie de inconveniente, como de mala nota en sociedad y nada más porque, a fin de cuentas, ¿quién en Canarias y en España no se ha metido alguna rayita de farlopa y no se ha tomado unos cuántos cubatas de más y se ha fumado unos porros alguna vez?
Lo cierto es que la fechoría fue cometida por un psicópata con el cerebro grito por la cocaína, el alcohol, la marihuana y otras drogas de uso corriente entre el personal adocenado y adicto a la desesperación ante la vida. Su caso no es único, ni siquiera excepcional, ni mucho menos raro: es la tónica, el denominador común en prácticamente todos los crímenes cometidos en el ámbito familiar. Cada niño y cada mujer asesinada llevan consigo, al silencio de su muerte, una historia de adicciones, desintegración moral de los vínculos convivenciales, brutalidad y demencia. Hace tiempo —demasiado tiempo— solía señalarse y contemplar la relación entre el consumo de drogas y los delitos violentos, algo que parece lógico y bastante útil a la hora de caracterizar estas conductas, estudiarlas y prevenirlas. Sin embargo, desde hace unos años, el vínculo delito-drogas se ha difuminado y ha sido borrado casi por completo del discurso oficial. Solamente en los centros de rehabilitación y seguimiento y en algunos departamentos de servicios sociales continua esta observación/valoración de ambos fenómenos conjuntados. Para el resto de las instancias administrativas, el problema de la drogadicción ha desaparecido. Sólo hay que prestar atención a las campañas sobre salud pública y hábitos saludables de consumo promocionadas por el gobierno para hacernos una idea: tabaco, carne, bollería industrial, precocinados, vino… De las drogas “duras” nos olvidamos, así como de la presión social sobre el tráfico y consumo de estas sustancias. Tiene más posibilidades de sentirse rechazado y vilipendiado un viajero en el metro sin la preceptiva mascarilla que quien se hace un “chino” en las escaleras vomitorias del mismo metro. Tal cual: las drogas ya no son un problema para la sociedad sino una realidad con la que estamos destinados a convivir. No importa que todos —todos— los “crímenes machistas” cometidos en 2021 fuesen perpetrados por varones dependientes del alcohol, el crack o la cocaína, a menudo simultáneamente; no importa que en un 60% de los accidentes de tráfico dolosos estén presentes esas y otras drogas; nadie encuentra motivo de alarma en que más de la mitad de los menores de treinta años, tanto hombres como mujeres, reconozcan usar “drogas recreativas” —haschis, marihuana y alcohol sobre todo— de manera recurrente, es decir: cada fin de semana y cada vez que hay ocasión. Para nuestros mandamases, el problema del consumo masivo de drogas entre la población sencillamente no existe; y si existiera, tampoco se insistiría en la cuestión más de la cuenta: lo importante es el machismo. Y el cambio climático.
Que esta situación de “mirar hacia otro lado” frente a la realidad del consumo de drogas tenga por protagonista a un gobierno indiferente, cesante en la cuestión y muy amigo de las grandes narcodictaduras suramericanas, naturalmente no tiene nada que ver. Habladurías. En todo caso: mala intención y ganas de fastidiar la felicidad universal en el impresionante estado del bienestar en que vivimos y en el que nos drogamos en libertad, con responsabilidad y sin que un perro ladre a otro perro. Esa es la cuestión, me temo.