“En el Imperio del Bien no se busca refutar los pensamientos molestos sino deslegitimarlos, no como falsedades sino como maldades”.
Alain de Benoist
La capa de plomo
En el universo ideológico neoprogre ya no hay opiniones divergentes, ideas encontradas, debate, réplica y dúplica. Como todos los totalitarismos que en la historia han sido, el imperio woke ha determinado que su visión del mundo no es una interpretación de la realidad y sus formas temporales concretas sino una verdad basal, fundamentaria, sobre la cual debe enraizarse cualquier discurso en torno al bien y el mal, sin admisión de versiones contrarias, molestas, perturbadoras o heréticas respecto al dogma improfanable que obliga a todos —y todas—.
De tal modo, quien proponga patrones divergentes de pensamiento será considerado por las élites imperiales globalistas como un demente o un malvado, sin otros matices. Por supuesto, en el trabajo de denostación y cancelación del disidente colaborarán con entusiasmo los medios informativos satelitales del poder, los políticos abrevados y apoltronados en el paraíso de lo políticamente correcto, las masas órquicas de las redes sociales y los colectivos subvencionados, una grey muy ruidosa que odia lo establecido y al mismo tiempo despilfarra histéricamente los caudales del Estado. Todos ellos se confabularán de manera espontánea, sin apenas necesidad de ponerse de acuerdo, para señalar primero y después apartar al indeseable de la vida pública, ya convenientemente denigrado y reducido a escoria social.No hay posibilidad de discrepancia sin que la guillotina de la hipermoralidad, en perpetua alerta, caiga de inmediato sobre el osado que intente enfrentarse a la policía del pensamiento.
No es nuevo este horror. El siempre citado cuando se habla de estos temas —y bien citado— G. Orwell, señalaba en su novela 1984: “Finalmente haremos posible el crimen por el pensamiento, porque ya no habrá palabras para expresarlo”. Confirma esta aberración la vigilancia obsesiva sobre el idioma y su uso por parte de los nuevos inquisidores: no se admite la más leve ligereza, un concepto fuera del canon, una idea contrapuesta al dogma oficial. Como resorte automático, la calificación punitiva y la deslegitimación moral caerán sobre el disidente a través de fórmulas sancionadoras prediseñadas, como un vademécum exhaustivo en el que figuran los posibles desajustes en el recto pensar, su diagnóstico y tratamiento—esto último es un decir, la única receta que conocen los sátrapas del pensamiento único es la aniquilación del herético—; todo ello, siempre, bajo la convicción de que el disidente es un enfermo o una mala persona, seguramente las dos cosas al mismo tiempo. Así, las opiniones encontradas y contrarias al discurso woke sonfatídicamente “machistas” —maldad—, “homofóbicas” —enfermedad—, “racistas” —maldad—, “xenófobas” —enfermedad—, “negacionistas” —maldad—, “delito de odio” —maldad— y un etcétera tan largo como se quiera. La sugerencia de la ministro de igualdad, la famosa y pizpireta Montero, de que las denostaciones a su persona y gestión sean consideradas insultos “machistas”, “violencia política” y, por tanto, “violencia de género” —de momento sugerencia, ya se verá hasta dónde llega la iniciativa—, nos da una idea aterradora sobre los planes futuros de esta pléyade de políticos caprichosos, subidos a lo más alto del beaterio: prohibir el debate y la libre expresión de las ideas porque les molestan a ellos y por nada más. Y ese es, de momento, el panorama.
Un viejo teórico alemán definía el socialismo como un sistema en el que se confina en psiquiátricos a los discordantes porque su oposición a la felicidad universal sólo puede tener como causa una severa turbación mental; poco a poco, el espacio dedicado a las personas cuerdas se va empequeñeciendo mientras que las instalaciones psiquiátricas se amplían indefinidamente; al final, se colocan vallas y muros al reducido territorio de los felices porque todos intentan saltar al otro lado, sin saber que el inmenso psiquiátrico donde antes vivían los disconformes está vacío, pues los antiguos internos murieron asesinados.
Esta visión desoladora de la clásica “dictadura del proletariado” se reproduce hoy idéntica, reeditada aunque no mejorada, en lo que concierne al uso del lenguaje y la expresión de las ideas. Por ahora, los relapsos son cancelados y enviados a la muerte civil —metafórica— de los alienados y perversos; conforme los límites al lenguaje y el pensamiento se hagan más estrechos, se irá incrementando el número de zombis espirituales pululantes en la sociedad feliz de los sumisos. Así, hasta que algún ministro o alguna ministra —no sé por qué sospecho que será una ministra— tenga la idea de que el exterminio metafórico no satisface la causa de la bondadya que los muertos vivientes dan mal ejemplo a los sanos, y decida que el castigo a la “violencia política” debería ser tan mortal como sus ideas sobre el bien y cómo aplicarlas. ¿Exagero? Bueno, como dijo el que inventó la doctrina evangélica sobre el cambio climático: al tiempo.