Once veces NO al Nuevo Orden Moral – 5
Decía Chesterton que el feminismo consiste en que la mujer salga de casa donde ayuda a su marido para ir a la fábrica para que la explote su patrón. Naturalmente, debería existir un término medio entre la mujer conformada en su hogar, en tareas maternales y domésticas, y el extremo que supone alterar ese panorama con inusitada vehemencia para que las mujeres puedan meter codo y merecer ser explotadas en el mercado de trabajo con preferencia sobre los hombres. Para la izquierda y el feminismo tóxico, ese punto de virtud se llama “empoderamiento”, un ideal darwinista en el que las mujeres ricas y las mujeres pobres están igual de realizadas porque todas mantienen convulsa vigilancia en su permanente competencia contra los hombres; contra los hombres y no contra el sistema que secularmente ha explotado a hombres y mujeres. A eso llaman también “sororidad”, que significa, traducido a hechos reales, que la señora de la limpieza del banco de Santander debe sentirse muy feliz porque la dueña del banco de Santander sea otra mujer. A la viceversa no funciona, pues, seamos realistas, a la dueña del banco de Santander le importan un pimiento la vida, pensamientos y sentimientos de la señora de la limpieza.
La incorporación de los individuos al mercado de trabajo, hombres y mujeres, es un hecho natural, voluntario, casi siempre necesario y protegido por las leyes de cada país. No es el culmen de la realización humana, ni en hombres ni en mujeres. No es la vía infalible para autorealizarse ni para ser felices, tampoco para prosperar en la vida porque la inmensa mayoría de los trabajos se realizan bajo condiciones salariales penosas. El trabajo por obligación es condena y trabajar para mantener los mínimos imprescindibles —comida y techo— la maldición de los esclavos. Por comida y techo sudaban los constructores de las pirámides y los recolectores de algodón en los campos de Alabama. Que se represente y considere el trabajo en masa de las mujeres, en las condiciones reales en que se ejerce, como una conquista extraordinaria del progreso humano, supone el maquiavélico triunfo de las élites globalistas que controlan los resortes de la economía y diseñan —imponen— el ideario colectivo en las sociedades occidentales. Ser explotados en masa —explotadas en masa— no es un derecho, ni un avance social de primera magnitud, ni un privilegio ni la senda correcta hacia un futuro mejor. Es, sencillamente, ser explotados. En masa.
Está la cuestión de la independencia y la autonomía personal, naturalmente. Hace treinta, cuarenta, cincuenta años, la inmensa mayoría de las mujeres no eran dueñas de sus vidas porque no disponían de ingresos propios, un divorcio las conducía a la pobreza inmediata y enviudar era una tragedia para las economías domésticas —dejando aparte lutos y duelo, en esa materia, allá cada cual—. Resultaba imperativo corregir aquella situación de desigualdad. Lo malo de la solución tramada por los ingenieros del sistema fue su resultado. Medio siglo después, las mujeres, por lo general, ya no dependen de sus maridos pero continúan sin ser dueñas de sus existencias consagradas al trabajo. Ahora dependen de la empresa, el patrón —la patrona—, los precios de las hipotecas y los alquileres, la cuenta del supermercado, el recibo de la luz… La figura del esposo como intermediador con el mundo de lo posible ha desaparecido; ahora, son las mujeres quienes se enfrentan a ese mundo. Por supuesto, el precio del supuesto avance se paga doblemente: la precarización de todos los empleos es una evidencia tan clamorosa que no merece la pena volver a insistir en el detalle; por otra parte, la disolución del núcleo familiar tradicional —primero el concepto, después en los hechos—, ha convertido el mismo concepto, familia, en un rejuntado de individualidades en conflicto, bien por diferencia generacional, bien por encontronazo de género. La natalidad se desploma porque el mercado, por más vueltas que se le dé al asunto, no puede asumir que el cincuenta por ciento de la nómina laboral se ausente cuatro o cinco meses cada dos o tres años porque está en la faena de traer hijos al mundo. Por supuesto, como solución al problema, la anticoncepción es práctica de urbanidad y el aborto un derecho inalienable de la mujer —derecho humano, nada menos—, y poco le falta para convertirse en el primer sacramento de la nueva religión feminista. En plata: la naturaleza de la mujer es incómoda para el mercado, opuesta a la lógica del rendimiento y el beneficio, y en consecuencia hay que destruir la mismísima noción de mujer y sustituirla por un género cajón de sastre en el que cabe cualquiera, y a la recientemente aprobada ley trans me remito; al mismo tiempo, siendo como siempre fue la mujer el eje vertebral de la familia, se impone evaporar la idea de familia, suplantarla por realidades diversas y pintorescas, como si la vida fuese una comedia de Netflix, y redefinirla más o menos como “el conjunto de personas que viven en el mismo piso, realquilados incluidos”. Sin hijos, sin hogar verdadero, sin sexo ni género definidos, sin más obligación en la vida que trabajar y consumir todo lo que puedan, el hombre y la mujer ya están en condiciones de enfrentarse al mercado con todas sus consecuencias. Ya son libres, ellas sobre todo.
Antes de que alguien me dé el arañazo ya me pongo la tirita. Por supuesto, no estoy abogando por la vuelta de la mujer a la vocación exclusiva del hogar. Disparates, cuantos menos mejor. Pero entre el ama de casa atada a la cocina y la mujer transformada en “persona potencialmente gestante” que se desloma cuarenta horas a la semana para llevar mil euros mal contados a ese mismo hogar del que salió para ser libre, habrá un camino para la razón, la justicia social, la verdadera igualdad y la dignidad de las personas. Digo yo. Será por caminos…