Si la mayoría tuviese siempre la razón los equipos que juegan en casa ganarían infaliblemente cada partido de fútbol, con el aliciente de que el árbitro habría sacado al equipo contrario veinte o treinta tarjetas amarillas y diez o doce rojas y habría pitado siete u ocho penalties a favor de los locales. También se darían casos de extraña gravedad, como que las siglas RIP con que veneramos a nuestros difuntos correspondan a la locución inglesa rest in peace —se asombrarían de la cantidad de gente que lo cree—, que el programa televisivo de tortura psicológica titulado Sálvame se considerase bien público de interés cultural o que el más plagiario de los poetas twitteros, con cientos de miles de seguidores, merecería el premio Nobel de literatura. Y aberraciones parecidas.
La gente, por lo general, suele confundir la legitimidad de las mayorías con la razón mayoritaria, y lo que es peor, asume sin ningún escrúpulo de conciencia que tener la mayoría implica —en todo caso posibilita— la acción contra las minorías con objeto de anularlas y si es posible hacerlas desaparecer. Decía Manuel Pombo en su magistral novela La sombra de las banderas que los paraísos de nuestro tiempo son tan atroces que exigen la aniquilación del paraíso del contrario; o sea y a la española: lo importante no es tener coche nuevo sino que el vecino se quede sin coche.
Escribo estas líneas durante la jornada electoral del domingo 28 de mayo. He recorrido esta mañana algunas calles de la localidad donde habito actualmente y he contemplado, no sin inquietud, la saña con que supuestos demócratas, progresistas y gente así han pintarrajeado y destrozado carteles propagandísticos del “enemigo”. Saña, no otra cosa. Entiendo la pequeña gamberrada de pintar bigotes o poner subtítulos a un cartel electoral, del estilo “Que te vote Txapote”, “Fascista”, “Ladrón” y paridas parecidas. No lo justifico, claro está, pero lo entiendo porque somos así, estamos casi siempre muy convencidos de nuestra rectitud moral en lo que concierne al óptimo argumento sobre lo público y al mismo tiempo sentimos la atávica pulsión de ridiculizar y desacreditar al oponente, aunque la acción en sí no sea legítima: la emoción por encima de los propios principios, por supuesto por encima de la ley. No está bien pero bueno, tampoco tiene tanta importancia. No me refiero a la irrelevancia vandálica del zascandil urbano politizado sino al odio prácticamente homicida que algunos han aplicado durante la campaña contra quienes consideran sus enemigos. Homicida, cierto. Odio homicida porque si pudiesen, si se supieran anónimos e impunes en la fechoría, matarían a quienes discrepan. Y eso ya no encaja en los ámbitos de lo natural sino en los síntomas de la psicopatía. Otro ejemplo, puede que más descorazonador: una señora asomada a una ventana, chillando como una loca porque afiliados de Vox han puesto un cartel electoral en una farola frente a su domicilio, quejándose la buena mujer, “mis hijos no tienen por qué ver la foto de un fascista cuando se asomen a la calle”; al final llama a la policía y la guardia urbana le dice que se peine y la señora grita más todavía: “Estamos peor que en el franquismo”.
¿Quién ha tramado y organizado esta feria? ¿Quién se ha empeñado en convertir a cada español en un activista fratricida, convencido de que las urnas y los números de un porcentaje dan derecho a borrar del mapa a quienes molestan? La democracia es todo lo contrario desde mi punto de vista y, espero, desde la perspectiva de cualquier persona que toma el sol y sabe cómo se llama: no es tanto el derecho de las mayorías a gobernar como el derecho de las minorías a seguir siendo, y seguir siendo intactas, sin que la razón mayoritaria las avasalle. Las mayorías que no se imponen a sí mismas y como primera obligación la integridad ideológica, jurídica y cultural de la minoría, serán mayoría en efecto pero también son dictadura. No me aparto de esa idea: las dictaduras no son el gobierno de unos pocos en contra de todos los demás sino el abuso contra lo minoritario, su exterminio político y condena a desaparecer de la vida civil. Y esa es la tendencia que se corresponde hoy con lo cotidiano: el derecho de una mujer alterada a llamar a la policía porque frente a su domicilio alguien ha tenido la osadía de colocar una propaganda política que no le gusta. El corazón tiene razones que la razón no entiende, dice el aserto y es verdad. Lo malo de estos tiempos de infamia en que nos ha tocado vivir es que ese corazón destila un odio funerario que la razón entiende perfectamente. Encima, para degradar el panorama hasta lo intratable, nunca faltará el político —la política, claro, estaba faltando aquí la política—, nunca faltarán el político y la política que argumenten con fruición y vehemencia todas esas razones que ni el corazón ni la razón ni el hígado entienden pero que cuadran perfectamente con el fondo mortal de su discurso. De ahí al manicomio autogestionado, dos crisis de identidad, media de pánico y cuatro pastillas. Sí, no cabe duda: bien venidos a los tiempos del odio.