El pasado domingo, jornada de elecciones, no tuve otra que levantarme a las siete de la mañana porque actuaba como apoderado en una mesa comicial. El estrago fue inmenso. Me quejé de aquellas deshoras a los interventores del partido que contaba conmigo. Asómbrense, uno de ellos replicó sin anestesia: “Nosotros somos gente que madruga”.
Yo, fijo en mi convencimiento: una democracia y unos usos democráticos que no dan para levantarse a las once de la mañana, ni son democracia ni son nada. Es la dictadura del despertador. No me extraña que el emergente Vox apele en su propaganda electoral a “la España que madruga”. No porque madrugar sea virtud sino porque, supongo, la gente trabajadora les votará con esperanzas de futuro bienestar, suficiente para dejar de madrugar. No y de ninguna manera: madrugar nunca fue sano. Según estudios de varias universidades europeas —Oslo y Cambridge entre otras—, las personas que se levantan entre las 9’30 y las 11’00 a.m viven más tiempo, son más felices, tienden al peso ideal y votan a opciones políticas más progresistas —es decir, más mejores y más buenísimas—; los que se levantan entre las 6’00 y las 8’00 propenden fatalmente al colesterol, la infidelidad matrimonial, la depresión, las multas de tráfico y, en casos severos, el suicidio de sus familiares porque no pueden soportar la vida a su lado. Yo creo que es por esa razón, evidentemente científica, por la que la izquierda odia a Vox. Hacer apología del madrugón no sólo es inhumano sino que prefigura un futuro laborioso como de sirena de fábrica al amanecer, algo que de natural repugna a los partidarios de las 30 horas semanales, el teletrabajo, llevar las mascotas a la oficina, la discontinuidad subvencionada por el Estado y vacaciones de dos meses y medio que faciliten la militancia solidaria de sofá y twitter. Esos beneficios no armonizan con los pitidos del despertador, mucho menos cuando la manecilla pequeña está en las seis y la grande en las doce. No, el socialismo y demás doctrinas redentoras nunca ha alcanzado sus sueños pero, pragmáticos ellos, cuidan del sueño de cada cual. Como decía el otro: ya que no podemos evitar que nos amarguen el vivir, por lo menos que nos dejen dormir.
Hablando de durmientes y no durmientes, también el pasado domingo, mientras el personal votaba, vi y escuché una entrevista en La2 de TVE realizada a una activista contra el racismo. Tuvo una frase poderosísima y sagaz: “El racismo ya existía antes de que llegase el partido de las tres letras”. Maravilla semántica. Olé tu glándula vestibular mayor.
A la noche, cansado, sobreinformado y un poco saturado tras la intensa jornada, me costaba conciliar el sueño, en recordación de la manera en que la señora se había referido a Vox. Malo es atribuirle ser racista porque sí, porque ella así lo ha dicho y establecido y así lo cree, y porque todas las personas de bien deben creerlo como verdad incontestable —y quienes no lo crean se situarán en el bando de la oscuridad y el mal—; todo eso, decía y digo, siendo malo de breva en marzo, se queda corto ante la ignominia suprema de definir a este partido como el de las tres letras. Por supuesto, no inventaba nada la pizpireta entrevistada. Estas gentes, por lo general, mimetizan las fórmulas woke que surgen en las universidades y cadenas televisivas de EEUU. Allí, desde hace muchos años, la palabra maldita es nigger, conocida en cualquier medio por “las seis letras”, también por “n-word” desde que Obama puso de moda el término. En el caso de los USA se trata de un eufemismo para evitar la ofensa a las minorías negras —las cuales, por cierto, sí tienen permitido usar la palabra nigger para referirse a ellos mismo, aunque prefieren el más musical y cinematográfico black people—. Reparen en la fineza de la infamia: te llaman racista por la cara, te sitúan al nivel de los nigger’s en EEUU —no hay peor denigrativo—, te borran el nombre como si el mismo nombre resultara ofensivo para las buenas personas y, encima, dan ejemplo de cortesía en el lenguaje, evitando la palabra maldita y sustituyéndola por delicado eufemismo. Eso y todo eso son las tres letras.
Vaya bocadillo de caballa que soltó la señora del antirracismo. Con lo contentos que estaban en Vox porque algún lumbreras del “bloque progresista” los había calificado como “el partido verde”, término que empezaba a extenderse. A partir de ahora será el de las tres letras, los apestados, los innombrables, la blasfemia. Aunque, claro, ya puestos a letras, quizás se ponga de moda la deconstrucción de los nombres de los partidos, atendiendo al significante de sus siglas. Así por ejemplo, en consideración a los asuntos prostitucionales conocidos y por conocer del Tito Berni, al Psoe se le podría llamar “el partido de las cuatro letras que empiezan por P”; a UP, dependiendo de sus resultados electorales que a veces son up y a veces down, como le ha sucedido en los últimos comicios, se la podría conocer por el título de una serie de Netflix: Up-Down alternative; a Más Madrid, como quiera que su amada lideresa Mónica es Médica y Madre, se le podría distinguir como “el partido de la mismísima M”; y de Podemos qué decir, no cabe buscar más traducciones: “el partido con nombre de laxante”, tanto en concepto como en resultados. Y así sucesivamente.
¿Se dan cuenta? Cuando uno no madruga, tiene tiempo y disposición de ánimo para estas tonterías. Vayan ustedes a un panadero o un conductor de autobuses a predicarle siglas de partidos cuquis… No, seguro que la ingeniosa antirracista que no mancha sus labios con las tres letras de Vox tampoco madruga; porque si madrugas aún es de noche y ya sabe: la noche es negra nigger y es oscura y alberga horrores. Por eso algunos hemos cambiado el sueño de la razón, que produce monstruos, por la sencilla aspiración a dormir tranquilos.