Libertad de expresión

Libertad de expresión. José Vicente Pascual

Físicamente hablando, la única hostia bien dada que he soportado en esta vida me la arrimó en 1978 un miembro del servicio de orden de CCOO, en la manifestación del 1º de Mayo. Yo iba en el cortejo de la Liga Comunista Revolucionaria y aparte de la bandera roja con el emblema de la Cuarta Internacional llevábamos un par de tricolores, en aquellos tiempos desterradas por el PCE, las Juventudes Socialistas y no digamos el PSOE porque el asunto de la República había quedado fuera de escena —es decir, en la pura obscenidad—, tras las elecciones del 77 y los consensos constitucionales que culminarían con el referéndum de diciembre de año siguiente. Cuando nos conminaron a plegar la enseña, respondimos muy animosos: “¡Libertad de expresión en la manifestación!”. Bronca al canto, contusiones y alguna magulladura de pronóstico leve. Desde aquel momento supe que mi relación con la izquierda ascendente y también con la descendente, en lo que concernía a la libertad de expresión, iba a ser complicada. Lo ha sido.

Al principio no es que llevase la cuenta de las veces que fui censurado, cancelado, apartado de actividades diversas, relegado en mis posibilidades de acceso a editoriales, periódicos y revistas, y etcétera, pero las tenía muy en cuenta, muy presentes, y sentía enorme desazón cuando la herida se agrandaba. Ahora me da bastante igual, pero en aquellos tiempos pasé más de un insomnio y más de un día de tristeza por culpa de la obsesión del entramado mediático y la industria de la comunicación y el entreteniendo en depurar sus contenidos y fijar la limpieza ideológica de quienes acudían al pesebre. Recuerdo —por poner un ejemplo, uno sólo— el cerrojazo que impuso a su patrocinio de una revista literaria granadina el responsable de cierta gran superficie comercial, famosa por su dedicación al ámbito de la cultura, porque yo, colaborador y director editorial de aquellos papeles, había cometido la imperdonable fechoría de escribir un artículo en la prensa local quejándome de la patrimonialización de la cultura andaluza por parte del tándem IU-PSOE, la normalización de la censura y los filtros ideológicos, el reparto de canonjías entre afectos y arrimados y otros desmanes. Nuestra preciosa revista, huérfana de apoyo económico, desapareció y de ella no queda ni el recuerdo, seguramente para bien de la literatura universal. Así se las gastaban y así se las siguen gastando.

Pero mi caso y mis cuitas son raya en el agua, anécdota, datos irrelevantes en el océano del intervencionismo doctrinal, partidista, sectario y trincalonchas que ha padecido la cultura española durante los últimos 60 años. Digo 60 y digo bien porque desde mucho antes de la muerte de Franco la cultura oficial era de izquierdas, un mundo aparte y una burbuja indemne en los postrimerías de la dictadura; “parcelas de libertad” llamábamos entonces a los espacios ganados para el relato progre-sesentayochista sobre la realidad inmediata. En esos tiempos, quien no era de izquierdas y razonablemente gramsciano, si no pertenecía a “las fuerzas de la cultura”, una de dos: era un fascista o peor aún, un aventurero irresponsable, marioneta del régimen, colaborador de la dictadura y siete u ocho pecados más.

Ha llovido. En el camino y con el beneplácito de casi todos los afectados, bajo la indiferencia de la inmensa mayoría de los españoles que son, como es natural, ajenos a estas guerras, la interpretación tardomarxista-woke de la sociedad, sus contradicciones y conflictos se ha instaurado como pensamiento oficial, obligatorio e incontestable; y está práctica y civilmente muerto quien no comulgue con esta pesadísima rueda de molino. Sé que esta última afirmación es muy tremenda, quizás algo pomposa, pero créanme: es tal cual. Quien no haya vivido y sufrido la experiencia no lo va a comprender cabalmente por mucho que se le explique; este lodazal tiene mucho de incomprensible, se mueven demasiados resortes sutiles y hay demasiados agentes en la partida, cada cual, en apariencia, en su línea y a lo suyo, en el fondo todos a lo mismo: mantener un sistema de supervivencia cultural parasitario del Estado y de una industria editorial/audiovisual que vive igualmente arrimada al momio de lo público. Quien conozca por propia trayectoria el intrincado mundo al que me refiero, sabe perfectamente de lo que hablo. Sería retórica preguntarse cuántos —y cuántas— de estos últimos han sufrido en primera persona la censura invisible, tenaz, insidiosa del sistema hegemónico. Sí, pura retórica porque todos hemos sufrido esa censura. Unos han conseguido “salir adelante” por el único sistema posible: plegarse a lo que hay, entender las reglas del juego y aprovecharlas en beneficio propio; otros, los que no piden carta en la partida, se arreglan como pueden a sabiendas de que su obra y su mirada sobre el mundo no van a merecer siquiera el desprecio de la biempensantía establecida. Silencio y olvido. Publicaciones, premios, distinciones, ayudas, becas, subvenciones, palmaditas de la crítica, loores y cargos administrativos, la llave del erario para administrar lo propio y compartirlo con los amigos y demás interesados… Ese cielo es para unos pocos, los elegidos para la bondad universal que han salido de la criba como niños de primera comunión. Los demás al purgatorio, que es la nada.

Otra pregunta que igualmente se cae por la inanidad de lo retórico es dónde queda la libertad de expresión en estas simas abisales de la cultura entendida como dogma del bien arrasador. Hablar de libertad de expresión, hoy, en España, en el mundo de la cultura y en cualquier espacio en el que nos desenvolvamos, es una broma. Discúlpenme la expresión: una puta broma. Ver a oligarcas de la ideología dominante como Pedro Almodóvar (click) o el ministro Iceta protestar destemplados y reivindicar la libertad de expresión porque un alcalde de pueblo se ha hartado del Disney-gay hasta en la sopa, o porque un concejal de Vox ha retirado una obra de teatro de un espacio público, y subirse al montón de la hipocresía y la histeria y rasgarse las vestiduras, es una broma de pésimo gusto, tan ridícula como los bailes del ministro o las películas ochenteras del manchego. Sería de risa si no fuese porque a uno —y a muchos unos y muchas unas— les sienta mal que los tomen por idiotas.

Libertad de expresión, para esa gente, sólo quiere decir una cosa: dadme dinero a mí y no se lo deis a ellos. Y como vislumbran un futuro incierto en tal sentido, pues a la faena: a clamar, que es lo suyo y se les da muy bien.

Libertad de expresión, dicen… Menudo chiste. Hay que joderse con los cachondos de la receja.

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