Desguazar España debe de ser más complicado que desmontar la torre Eiffel, un monumento a la modernidad exageradamente iluso que se levantó en 1889 con motivo de la exposición universal de París. Cuando acabaron los fastos propios del evento, la famosa torre tendría que haber sido desmantelada al igual que todas las instalaciones, pabellones, máquinas y artefactos montados con motivo de aquella celebración, pero los responsables de la maniobra se vieron superados por los trescientos metros de altura, las siete mil quinientas toneladas de hierro y los dos millones y medio de tornillos, aparte de otros miles de toneladas de otros materiales que componen el ingenio. El humorista Leo Harlem describe así los motivos de los encargados de desarmar la colosal estructura: “Oye, Eiffel, que hemos pensado dejar aquí la torre, en el mismo sitio donde está, como símbolo histórico de la exposición y para que todo el mundo se acuerde para siempre de ti y de tu puta madre”.
Puede que nuestro presidente del gobierno, el partido que le apoya y los crédulos que le votan piensen que desmontar una nación, trocear su soberanía, desarticular sus instituciones y recoser su constitución al gusto de una élite delincuencial con líderes fugitivos es operación sencilla que puede pactarse en un despacho y ahí queda eso, todo arreglado y atado para los próximos cuatro años. La presunción de simplicidad del mal es algo muy propio de los criminales sin talento para delinquir, de los psicópatas y los dementes. Por eso todos los dictadores, tarde o temprano, acaban por encontrarse ante el monstruo en el espejo, porque el mal nunca se detiene y cada uno de sus salivazos genera más veneno y hace más daño y ahonda más en la herida.
El presidente que inventó el método Frankenstein para alzarse con el poder piensa ahora, en sus cortas luces, que pactando su investidura con el golpismo catalán, la mafia abertxale y la canalla canaria lo tendrá todo más o menos bajo control, que en adelante todo será cuestión de ir conciliando con unos y otros, sacando adelante las leyes con arreglos aquí y allá, con estos y los otros y etcétera. No sé si lo ignora o le da igual, yo creo que no quiere enterarse de que el monstruo respira nueve veces por minuto y cada vez atrapa más aire y necesita más almas que deglutir en su infierno. Cuando el malhechor Puigdemont exija que el gobierno de España pida perdón a Cataluña, es decir, a él, por reprimir el referéndum de 2017, y el presidente y cada uno de sus ministros hagan cola para besarle las pantuflas, empezaremos a darnos cuenta del alcance de esta locura. De momento sólo nos habrá costado la quita provisional, anterior a los pactos, de quince mil millones de euros que se embolsa el régimen separatista, más otros cuatrocientos treinta mil millones pagaderos en breve plazo por la afrenta económica del “España nos roba”, más otros catorce o quince mil millones anuales por el artículo 37 y no sé cuántas líneas de crédito avaladas por el estado español —o sea, vocacionalmente impagadas—, más el perdón, el olvido y la legitimación del golpe separatista, más la validación del referéndum ilegal del 17, más lo que ellos quieran. Querrán la independencia, naturalmente, pero no la independencia de cualquier manera, como luego se dirá. El separatismo es un parásito insaciable que le ha crecido a España y que sirve, fundamentalmente, para que una oligarquía territorial se enriquezca de manera escandalosa mientras que el pueblo —catalán— apenas alcanza el 50% de participación en los procesos electorales, casi felices en la inopia bóvida de los acolchonados; también sirve para que se forren otros casi igual de listos, a sí mismos llamados progresistas, que hacen sus negocios y chanchullean lo que les parece en los ámbitos angélicos de la equidistancia. Pero esto no siempre va a ser así: cuando se plantee en serio la independencia, los dirigentes separatistas van a exigir rigurosa compensación por el agravio histórico que calificarán de “colonial”, desde que “en 1939, acabada la guerra civil, el ejército español invadió Cataluña” (Història de Catalunya, Ed. Només, 2011, 3º de ESO) hasta nuestros días; se irán pero con todo pagado, para no empezar de cero, así de indecente: se irán y encima España tendrá que sufragar los gastos su país independiente durante los primeros cincuenta o cien años: sanidad, seguridad social, enseñanza, pensiones, ejército, diplomacia… Eso es lo que va a pedir el monstruo, en su astucia, al aventurero irresponsable que quiso entregar la soberanía nacional y pactar el futuro de España con él, con el diablo y con quien hiciera falta.
Eso y mucho más que ahora mismo cuesta imaginar va a pedir el catalanismo separatista a cambio del Sí a Sánchez. Pero, en serio, ¿alguien cree acaso que los nacionalistas vascos son ingenuos, lerdos, pastueños y fácilmente manipulables? Por imaginar, ¿alguien imagina a qué piedra pueden subirse los capos de la txapela? Si se ha amnistiado a los golpistas catalanes, ya abierta la vía, ¿cuánto van a tardar en exigir lo mismo para “los suyos”: amnistía, olvido y perdón para los asesinos etarras que continúan presos, para los procesados, para los que todavía pueden ser perseguidos por la ley y los tribunales españoles; y un relato nuevo sobre el “conflicto”, una revisión de la historia según la cual el crimen organizado euskaldún fue un movimiento patriótico que luchaba contra la opresión de su sagrada patria, una gente de paz, democrática, tolerante y encantadora que no tuvo más remedio que echarse al monte y poner bombas en Madrid y en Barcelona porque ningún gobierno español quiso atender sus justas reivindicaciones. En serio: ¿cuánto van a tardar? Lo que la fiesta vasca va a costarnos de pecunio, de los impuestos de todos, en bienestar y progreso, mejor lo dejamos para otro día, aunque ese detalle, hablando de imaginar, lo puede imaginar perfectamente cualquier lector de este artículo que ya va siendo demasiado largo. A fin de cuentas, ¿en qué otro lugar del mundo a excepción de Sicilia, Calabria y alguna región de Rumanía puede encontrarse tanta gente de acuerdo en las mismas ideas y con los mismos principios sin estar en la cárcel? La amnistía, como anillo al dedo.
El psicópata, el sociópata, el dictador, en su delirio, siempre encuentra monstruos que no sospechaba que existiesen. Lo malo de este caso va a ser que cuando aparezcan y llegue el horror, el sociópata, el psicópata, el dictador, hará como que no ve ni siente ni padece y convencerá a todos los que pueda de que tanto sufrimiento y tanta vergüenza, tanta ignominia y tantísimo latrocinio son por el bien del pueblo, de España y del futuro de nuestros hijos. Y nos dirá, con toda su cara de psicópata, de dictador, de sociópata ante el espejo, que como es por bien de todos nos toca pagar el estropicio entre todos. Es decir: todos menos él y los suyos. Y a seguir sobre el carro aunque el monstruo les haya dejado sin ruedas; o peor aún, que se las tenga alquiladas; o mucho peor, que entre todos decidamos que no merece la pena desmontar una torre tan alta; y que bueno, un monstruo de hierro en el futuro no molesta tanto en un paisaje antiguo que alguna vez fue bello, en el que alguna vez convivimos en paz y en el que nos hacía ilusión ser todos iguales ante la ley.