Los mismos con las mismas

Los mismos con las mismas. José Vicente Pascual

Eso decía un profesor de matemáticas que tuve durante años, en educación básica y en el primer año de bachillerato: “Los mismos con las mismas”. Se refería al modo en que cada cual atravesaba su áspera asignatura —áspera sobre todo por lo cerril que era él impartiéndola, a regletazos por lo general— : unos alumnos eran estudiosos y otros más bien vagos, unos voluntariosos y otros indiferentes o negados para las sutilezas de la aritmética y la geometría. Cada año, con el nuevo curso recién inaugurado y confirmada su presunción de que nada había cambiado en el ambiente del aula, repetía afectando desolación: “Los mismos con las mismas”. Después tomaba la regla de madera y, matemáticamente, impartía justicia contra los que no entendíamos el teorema de Tales. Yo nunca fui espabilado con los números, eso lo saben quienes me conocen, y naturalmente temía al brutal docente como a una vara verde. Cuando empezaba el curso solía hacer cuentas sobre los palmetazos, tirones de patillas y cogotazos que me quedaban por soportar, y por muy torpe que fuese con las cuentas siempre me salían. Sólo había una manera de aprobar aquella maldita asignatura en primera convocatoria: aprovechar el 13 de junio, día de San Antonio y onomástica del malvado, para hacerle la pelota, regalarle un par de cartones de cigarrillos Winston, una botella de whisky Chivas o algo parecido. Entonces, milagrosamente, el 4 de media durante el curso se convertía en un 5 por los pelos en los exámenes finales. Como yo no tenía puñeteras ganas de regalar nada a aquel perdulario y como a mi señor padre jamás se le pasó por la cabeza que mi aprobado de fin de curso dependiese de una pequeña corruptela, pitagóricamente era mi sino acudir a clase durante todo el verano y aprobar en septiembre a trancas y barrancas. Triste vida estudiantil la de quien se atragantaba con las tablas trigonométricas y no pasaba de la cotangente.

He recordado a este desgraciado profesor —porque era un auténtico desgraciado—, hace muy breves fechas, cuando un grupo de varones usuarios de la red social que más frecuento me propuso participar en un grupo que defiende a los hombres ante los maltratos psicológicos que les infligen las mujeres, por lo general la mujer de cada uno en el ámbito del sagrado matrimonio. Me dicen que ese maltrato existe, que también es maltrato emocional cuando ella te ignora, cuando se atrinchera en el silencio y te hace sentir culpable de no sabemos qué, cuando nos trata con indiferencia o desprecio, cuando nos exige pruebas de inocencia en cualquier fechoría que haya imaginado —demostrar la inocencia, ese imposible—, cuando impone su criterio mediante chantaje emocional y exige conductas determinadas, costumbres estrambóticas como llevar los pies metidos en bolsas de plástico mientras se está en casa, orinar sentado, etcétera. No se rían que conozco casos parecidos o peores.

Total a lo que iba, que me propusieron formar parte de ese grupo. Y les dije que nones, que conmigo no cuenten para hacer de víctima. Si algo me molesta, me humilla o me duele, me aguanto. Me aguanto lo que haga falta, pero no me hago la víctima. Sólo faltaba. Con la cantidad desmesurada y casi siempre artificial de víctimas que hay sueltas por el mundo hoy en día, lo último que necesitamos es más de lo mismo. Yo no he nacido para víctima ni se me ha educado para quejarme, al contrario: se me adiestró tenazmente para soportar los golpes que da la vida —la regleta de madera era anticipo de tantos…—, para seguir adelante a pesar de las arbitrariedades, las injusticias, los abusos. Incluso se me entrenó desde muy niño para soportarme a mí mismo, afrontar mi miedo al castigo y acudir al castigo sin miedo, digerir los remordimientos por haber actuado mal, la debilidad de quienes se autocompadecen, la cobardía de los que temen a la muerte, yo qué sé. Pertenezco a una generación que aparte de saber traducir latín con trece años y de paso memorizar la tabla periódica de elementos, se curtió en el convencimiento de que la queja, el llanto —sospecho que también la misericordia hacia uno mismo— eran recursos poco viriles, cosa de hombres indignos de ese sustantivo, el cual, en mis tiempos y en mi entorno, casi siempre se utilizaba adjetivado: portarse “como un hombre” era mucho más importante que ser un hombre. Aguantar aquello de que la letra con sangre entra fue un vicioso adiestramiento, y no ir a casa con lamentos era la normalidad, el deber de cada uno gallardamente aceptado y asumido. Y en casa, desde luego, mejor callar porque si el padre o la madre llegaban a enterarse de que el profesor nos había arreado dos guantazos, de otros dos no nos libraba ni el ministro de educación y descanso. Eran otros tiempos, ya se habrán dado cuenta.

Por supuesto, toda aquella retórica entre samurái y talibana que fue ideario nutricio de mi infancia y adolescencia ha ido filtrando y desprendiéndose de sus granos más gruesos en mi pobre santiscario, mas la arena fina hizo poso. Quejas, las justas. Ponerse en pie y seguir adelante sin mirar atrás y mucho menos a los lados, una obligación. Ya lo dijo en su día el santo Agustín de Hipona: “La juventud está llamada al heroísmo, no al llanto”. Caramba, dura fue la sentencia. No digo yo que para siempre y para toda la vida tengamos que ser héroes en el anonimato, en el silencio de dolores y afrentas masticados en intimidad y sin dar pistas de nuestro malestar —menuda chorrada—; pero tampoco conviene la vocación de víctimas. También afirmaba otro sabio, no tan sabio como san Agustín y desde luego no tan santo, que hoy en día se ha perdido el paradigma del héroe: nadie quiere ser héroe porque todos quieren ser víctimas. Y eso, tampoco. Bastante agua hay en Venecia, digo yo, como para sacar la fregona y empeñarse en lavar las calles.

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