Seguramente todos ustedes han tenido noticia, en el transcurso de los años, del extraordinario hallazgo arqueológico de “Ötzi”, el cuerpo momificado de un cazador muerto hace unos 3500 años y encontrado en un glaciar de la zona alpina fronteriza entre Italia y Austria, en 1991. En excelente estado de conservación y con todo su equipaje acompañándole —tanto los útiles de caza como los necesarios para la vida al aire libre en aquel tiempo y en aquel entorno—, Ötzi constituyó una fuente de datos impagable para conocer la vida, usos y costumbres de la población europea continental durante el período mesolítico y hasta la edad del cobre. Sabemos de Ötzi por qué murió y a qué edad, qué enfermedades había tenido, qué comía, cómo cazaba, cómo organizaba su vivac bajo las estrellas, qué armas utilizaba y cómo se relacionaba con sus congéneres, por no hablar de la información genética que sus restos han aportado y que ahondan hacia estudios biomédicos de enorme calado; en definitiva: un descubrimiento espectacular de esos que ayudan realmente al avance de la ciencia. Sobre el mismo se han publicado cantidad de monografías académicas y una docena de libros divulgativos, y se han realizado infinidad de documentales, incluyendo una película de respetable factura cinematográfica. Aunque, ay… Subyacía un problema tremendo, insalvable: los expedicionarios que descubrieron a Ötzi eran todos hombres, y encima la dirección de los estudios subsiguientes, a los que antes me refería, estuvo también en manos de científicos, no de científicas. Mas no se apuren, que el feminismo militante moderno es ingenioso aparte de incansable. Las activistas que defienden la importancia trascendental de las mujeres en la historia de la ciencia aunque dicha aportación habría sido aviesamente ocultada, “invisibilizada” por el malvado patriarcado, encontraron una radical solución. Llamemos al entusiástico plan por el nombre que merece: “Ötzi-2”. Vamos a ello.
En el mes de junio de 2007, un grupo de investigadoras y científicas, todas ellas mujeres —en aquel tiempo no había ley trans, no tuvieron en cuenta ese detalle y no colocaron a ningune en la expedición—, de paseo por los mismos Alpes donde había aparecido Ötzi casi dos décadas antes, pesquisa que pesquisa encontraron los útiles de caza de una persona cuya existencia transcurrió más o menos al mismo tiempo que el ya conocido momificado. Digo “persona” porque nunca se supo si el dueño de aquellos aperos —un arco, flechas en su funda, un trozo de los ropajes, algunas pieles, un cuchillo, piedras de amolar y pedernal para el fuego— fueron propiedad de un hombre o de una mujer, por la sencilla razón de que nunca se encontraron los restos humanos de quien hubiese portado los utensilios. Aun así, con la prospección arqueológica a medias y mientras se buscaba afanosamente al ancestral propietario de las antiquísimas herramientas, se dio inaudita publicidad al hallazgo, comparándolo inmediatamente con el de Ötzi. Ötzi-2 era igual de importante porque su impedimenta estaba mejor conservada. Y ya está. El arco y las flechas y los demás bártulos fueron instalados con prontitud en una sala del museo de historia de la región, las investigadoras científicas hicieron un montón de entrevistas e incluso un documental que se emitió por tv, en todos los canales divulgativos europeos, a partir de 2015. Huelga decir que en aquel documental se hablaba muy poco de la auténtica relevancia del fantasmal Ötzi-2 como descubrimiento arqueo-antropológico, pero sí se argumentaba muchísimo acerca del papel determinante de las mujeres en la ciencia moderna. Como debe ser.
Pasaron unos cuantos años, no muchos, y la historia de Ötzi-2 empezó a perder consistencia. Muchos investigadores e historiadores especializados en la época se preguntaban cómo era posible que se hubieran encontrado aquellos objetos, mucho tiempo congelados en un glaciar, y no hubiera restos humanos en decenas de kilómetros a la redonda. Imposible pensar que un cazador —o cazadora, más adelante se verá que en materia de aportación femenina a la cinegética primitiva también hay materia de debate— hubiese abandonado útiles tan preciosos como sus armas y su ropa en un entorno inclemente; y aunque alguien lo hubiese trasladado vaya usted a saber dónde por fuerza o necesidad, a nadie se le habría ocurrido despreciar el valor, en esos tiempos enorme, de un buen arco, flechas y un cuchillo entre otras pertenencias. En breve: si no había cuerpo, no había caso. Y lo peor: el asunto empezaba a oler a fraude. Al final, como suele suceder, un manto de silencio cubrió aquella historia de las científicas excursionistas, el documental dejó de exhibirse y desapareció de las plataformas televisivas, los objetos fueron a un rincón del museo, junto a numerosos instrumentos parecidos, y en fin: no hubo nada. Eso sí: quedó bien fijo en la memoria de la lucha bulldozer feminista que las mujeres siguen siendo minoría en los ámbitos de la ciencia y para colmo, a mayor delito, sus logros continúan ninguneados.
Más remedio a la injusticia científica y más ingenio. Ya avisamos antes que el feminismo acérrimo nunca descansa. Otro caso singular viene a ilustrarnos. Se lo cuento en dos párrafos.
Primero el contexto. PLOS es una publicación digital y según propia definición: “una comunidad de publicaciones inclusivas”. Publicaciones científicas, se entiende; una especie de National Geographic pero muy feminista. Publica trabajos eminentes sobre asuntos muy serios, como por ejemplo “la brecha de género en el tratamiento del cáncer”, o análisis “de clase” sobre la “agrupación longitudinal de conductas de salud y su asociación con multimorbilidad en adultos mayores en Inglaterra”. Cosas así. En esa revista digital, con fecha 28 de junio de 2023, las científicas Abigail Anderson, Sofía Chilczuk, Kaylie Nelson, Roxana Ruther y Cara Wall-Scheffle —todo un equipo—, publicaron un artículo sobre “El mito del hombre cazador”, aportando cuantiosos datos y evidencias históricas que desmontaban la vieja mentira machista de que en la prehistoria, básicamente, los hombres cazaban y las mujeres se ocupaban del fuego.
Según las autoras del artículo, las mujeres participaban en la caza de grandes presas al mismo nivel y en mismo número que los hombres, como en una serie de Netflix, con mujeres poderosas usando el arco y las flechas, el cuchillo y la lanza y matando bichos como posesas. Naturalmente, el concienzudo estudio alcanzó de inmediato una difusión espectacular. “Se acabó el mito del hombre cazador”, titulaba la prensa cotidiana; insistía: “Un estudio científico revela que en la antigüedad las mujeres cazaban y ejercían el poder igual que los hombres”. Y etcétera, en fin, la pamplina de siempre. Yo no sé de dónde sacaron las científicas y la prensa campanillera la idea estúpida de que cazar era más importante que asegurar el entorno habitacional, recoger bayas, frutos y raíces, capturar pequeños animales, cuidar unos de otros, alimentar a los ancianos, asistir a la prole y mantener el fuego encendido; tareas que, por otra parte, eran ejercidas por todos los miembros del núcleo humano, fuera cual fuese su sexo o edad. La tribu que no cazaba podía sobrevivir, pero la tribu que dejaba extinguirse el fuego moría. Al parecer, la idea de igualdad entre hombres y mujeres que prospera en esas mentes científicas feministas consiste en que las mujeres, por fuerza, tienen que haber sido igual de diestras que los varones en las artes del manejo de armas y de matar bichos y otros seres a dos patas que no son simples bichos. Pues amén.
Total, que menos de un año después de aparecido el famoso artículo en la no menos famosa revista, media docena de estudios igualmente científicos —alguno de los cuales se ha publicado en el mismo PLOS-ONE—, revelan la inconsistencia científica y la manipulación de datos utilizados por Abigail Anderson y demás compañeras de causa: citan masivamente información de tribus no cazadoras en las que, por lógica, la poca caza habida provenía de colaboración sin distinguir sexos; omiten multitud de tribus en las que está documentada la participación fundamentalmente masculina en la caza y, en fin, otro etcétera muy largo de tergiversaciones. Da la impresión de que a un núcleo no muy grande pero muy activo —y un poco desquiciado— de investigadoras y activistas dedicadas a la ciencia les importa menos el rigor de su trabajo, el avance real que el conocimiento científico supone, que el “avance ideológico” en la construcción de un imaginario popular conforme a su discurso hegemonista, utilizando para fin tan descabellado la autoridad que el común de las gentes concede a la ciencia. Si una revista “científica” publica un artículo sobre la idoneidad de las relaciones sexuales entre hombres para cuidarse la próstata, casi nadie hará caso porque casi nadie va a leer ese estudio. Pero si lo anuncia a todo titular Europa Press, entonces la perspectiva cambia. La gente, se diga lo que se diga, continua creyendo lo que dice la prensa.
Por cierto, aún se espera por parte de Europa Press y de todos los altavoces que incendiaron la actualidad en el ámbito de la divulgación científica con “el mito del hombre cazador”, una rectificación o una simple noticia que indique los estudios recientes y el desmentido a esta pseudo teoría. Aunque podemos esperar sentados, desde luego, porque en la asfixia ambiental doctrinaria que nos ha tocado vivir, los hombres debemos tener mucho cuidado con lo que decimos o escribimos —este mismo artículo, por ejemplo— porque al menor desliz nos llamarán machistas o algo peor. Por el contrario, las brigadas de la justicia feminista pueden soltar todas las coces que quieran y en el tono que les dé la gana; y sin remedio: las científicas de la causa pueden concebir, escribir y publicar las estupideces que se les antojen sin que nadie se tome la molestia de calificarlas como falsarias cuando se las refute y se demuestre que eran lo que eran: bobadas y falsedades.
Y ese es el tono de los tiempos, y mejor que no protestemos porque nos llamarán cavernarios, mucho más antiguos y más asilvestrados que el bueno de Ötzi.