Lúcido estuvo Carlos Marx cuando en el prefacio de El Dieciocho de Brumario de Luis Bonaparte formuló aquel célebre aserto: “La historia se produce primero con ropajes augustos y después con ropajes ajados”; o sea que cuando se repite —la historia—, lo hace siempre en forma de parodia. Y a cuento viene esta breve, algo manida reflexión por la que pido casi disculpas, de la escandalera organizada en torno a la participación de Israel en el pasado festival de Eurovisión, un evento musical de ínfimo orden, de una estética afrutada y sin salirse de lo hortera en el que nuestra representación, como siempre, hizo un papel digamos discreto. Vaya también por delante que el referido festival, sus pompas traviesas y canciones arcoíris me importan lo mismo que la liga albanesa de waterpolo, aunque sí me ha conmovido la sobreactuación caramelosa con que la mayoría de los participantes, sus adláteres y televisiones mandatarias han exigido el boicot a Israel en aquellos festejos.
Entendámonos, los medios informativos del orden globalizado, al unísono, machaconamente, obsesivamente, llevan semanas comparando algunas movilizaciones anti israelíes en algunas universidades norteamericanas con el movimiento de contestación a la guerra de Vietnam a principios de los años 70 del siglo XX, con el movimiento por los derechos civiles en aquel país, etc. Un disparate, sin duda, y una cruel parodia que causa ante todo vergüenza ajena; una puerilidad que ha tenido eco exacto y fidelísimo en el único entorno europeo donde la ganga de los mensajes supuestamente humanitarios, en pro del pueblo palestino, alcanzaría tonos de épica multicolor: el ya dicho festival eurovisivo. En un ambiente de gala pastel, exaltación lgtbi e imitaciones torpes de lo que un día fue disruptivo y hoy es ridículo, esos rasgados de vestiduras alcanzan pleno sentido. Esa es la diferencia entre las luchas populares y la gesticulación de las minorías colectivizadas que remedan las formas y voces de la protesta aunque no saben exactamente cuál fuese el fondo de la cuestión que se dirime: cuando las masas luchan, van a por todas; cuando los adolescentes sociológicos se movilizan, toman por bandera las pantallas de los televisores. Al final, el debate se convierte en una sopa melosa de titulares, pseudonoticias, pseudogestos y arrebatos simbólicos, tan llamativos como inanes, tan hiperbólicos como la admisión del estado palestino en una asamblea general de la ONU donde tendrá la misma relevancia que Malta o Burkina Faso, aunque no tendrá los mismos derechos ni la misma capacidad de maniobra ni opciones de plantear iniciativas que Malta o Burkina Faso —dicho sea esto último con todos mis respetos y mayor consideración hacia países tan encomiables como Malta y Burkina Faso—.
Todo queda en burbuja, en el aire, en el valor de la protesta ñoña y en la posibilidad de cambiar la historia con la fuerza de una caricatura. Todo queda en nada, pero eso sí: con mucho ruido, mucho grito y mucho lamento. Lo que les importa de verdad es salir en la tele y parecer buena gente aunque en el fondo sean una manga de impresentables.
¿Saben los sufridos lectores de esta sección lo que en verdad tuvo importancia la noche del pasado sábado, durante la celebración festivalera? A lo mejor me equivoco —no sería la primera vez—, y puede que me pase de entusiasmo en mis aprecios de la realidad, pero lo que realmente me pareció llamativo fue la cantidad de votos populares, por mensajería móvil, que recibieron los musicandos representantes de Israel. Durante unos minutos, su canción, que iba medianamente clasificada, alcanzó el primer lugar de la tabla, todo ello para horror y bochorno y repudio de quienes, desde el público y desde la organización, denigraban la presencia de este país en la gala. Con Ucrania ocurrió tres cuartas de lo mismo: semi ignorada por los “jurados profesionales” el “voto sociológico” volvió a auparla entre las ganadoras. Si se mira con atención este movimiento, se deduce bien fácil que el espíritu de los tiempos está donde estaba antes de que los luchadores por la libertad encarnados en el mamarrachismo eurovisivo se enlaparan a la causa anti israelí: Rusia no, Israel sí. Puro otanismo. Bien cierto también: en Eurovisión 2024, Biden y la política internacional de Biden consiguieron algo tan difícil como salvar el culo. Y seguimos adelante, hasta el ridículo absoluto.