La industria lechera, en fina alianza con el hechizo del marketing, que es el eros de estos tiempos huecos; ha lanzado al mercado un variopinto elenco de productos relacionados con las más nobles de las bebidas. La leche, al igual que el vino son dos maravillas naturales que hunden sus pies en el barro primordial de la historia humana. Una vez le pregunté a un vecino, al cual el vino le jugaba seguido muy malas pasadas, cuándo iba a ser el día que, en ayunas, cambie su vaso de vino por una ración de leche. Su respuesta fue trágica y a la vez maravillosa: “yo voy a tomar leche el día que las vacas coman uvas”.
Lo cierto, es que aquella leche que bebían nuestros padres, que llegaba en carros hasta las puertas de las casas y que sabía a frescura y esencia animal, ya ha pasado a la historia. Aquellos tarros plateados, hoy codiciados por los coleccionistas, se arrinconan en los ángulos de algunas casas, reducidos a paragüeros.
En las góndolas de los mercados encontramos leche pasteurizada, entera, descremada, parcialmente descremada, deslactosada, fortificada con hiero y hasta leche de soja, de almendras o de alpiste, que vaya uno a saber qué cosa es eso. Ahora bien, en Argentina, en nuestra peculiaridad existencial, en este abismo espiritual que parece no tocar fondo, hemos inventado un nuevo producto: la leche “custodiada”.
A cargo del Ministerio de Capital Humano – horrible nombre si los hay-, estaban confiadas hace seis meses, mil toneladas de leche para auxiliar a los distintos comedores que asisten a niños en situación de pobreza. Entre miserias políticas, denuncias cruzadas y corrupciones ocultas, el Gobierno Nacional (“nacional” por llamarlo con algún formalismo léxico), decidió empezar a repartir esa leche ante la inminencia de su vencimiento y la presión de algunas voces que reclamaban por el hambre de los más vulnerables. Así, la mañana del 4 de junio, un cortejo de camiones del Ejército Argentino salió a las calles para cumplir lo encomendado. La escena cabalga entre lo dantesco y lo ridículo, figúrese usted: un camión militar, un vehículo de custodia por delante y otro por detrás, dos motos escoltando sus laterales y algunas sirenas al viento. Sí querido lector: ¡para custodiar leche! Toda una puesta en escena para blindar de seguridad a un camión con leche, en el país de las vacas. Esta tierra, que puede bastarse a sí misma y alimentar a unos cuantos países más, cuenta, según datos oficiales, con un 55.5 % de seres humanos por debajo de la línea de pobreza y al menos 2 de cada 10 argentinos como indigentes. Y usted se preguntará: ¿Por qué pasa esto con un país potencialmente tan rico? La cuestión tiene una respuesta corta y que peca de simplismo, o una respuesta larga que, exponerla en detalles, puede aburrir a más de uno. La respuesta corta esgrimida desde el oficialismo es: “porque el robo socialista con sus gerentes de la pobreza y bla bla bla…”. La respuesta de la oposición es: “el gobierno entreguista y represor que viene a poner en venta los recursos argentinos…”. Nuestra visión es que, más hacia la izquierda o más hacia la derecha, Argentina sigue en su vocación de semi-colonia como hace 200 años, salvo honrosas excepciones en el siglo XIX (Juan Manuel de Rosas) o en el Siglo XX (Irigoyen y Perón).
La izquierda actual, a la que alguna vez la hemos denominado en estas mismas páginas como “izquierda edulcorada”, ha cultivado una mayor complexión a la sensibilidad social, pero ha contribuido en la desintegración cultural militándole todas las causas a la “piedad dulzona” de los nuevos rectores morales del mundo. La derecha actual, expresión cabal de una capitis diminutio, juzga como “socialismo” a cualquier cosa que se le oponga; es genuflexa al capital y cultora del “proyecto irrestricto de la libertad individual”, un eufemismo para ocultar el motor de su política: el egoísmo.
Hoy toca hablar de la leche como epifenómeno de un drama más profundo. Si me apuran un poquito, podría cambiar el título de esta columna, o reducirla a seis palabras: Argentina, un problema de mala leche.