Yo no soy flor nacida para todos los vientos
ni camino perdido
para todos los pasos:
ªde destinos y acasos
arrojada a los aires,
cual despojo maldito.
Yo he nacido a la sombra
de un mandato infinito,
de un misterio fecundo donde,
en letras de estrellas,
mi sendero está escrito…
José Mª Pemán
Estos versos de Pemán evocan la nostalgia de estar conectados con nosotros mismos, como nación. Como dice el poeta, esa conexión implica crecer en dos direcciones, como una flor: hacia la tierra y hacia el sol. Crecer hacia la tierra es asumir críticamente nuestros desaciertos, y crecer hacia el sol es reconocer y cultivar lo que de bueno hay en nosotros. Sin embargo al igual que nuestros compañeros de viaje europeos, los españoles hemos optado por vivir en un mundo que se mueve con prisas, sin tiempo ni espacio para conectarnos de verdad reposando para reflexionar sobre quiénes somos, porque preferimos conocer muchas culturas ajenas a conocer bien la propia, de tal manera que ya no sabemos entendernos.
Esta vida superficial, deslizante, nos lleva a bajar la guardia, dejándonos llevar por la corriente y quedando a merced de los vientos y las tempestades que otros generan. Dicho de manera más prosaica; hemos decido delegar nuestra soberanía, aceptando conformarnos con reglamentar un simulacro de lo político, que nos infantiliza como sociedad y nos inhabilita para decidir nuestro propio destino. Ebrios de sesgo de normalidad, evitamos conscientemente dudar de que nunca pasa nada. Hasta que pasa, claro está.
El libanés Nassim Taleb introdujo el término Cisne Negro, refiriéndose a eventos inesperados cuyas repercusiones son más significativas que la simple suma de sus partes¹. Algunos notables ejemplos serían los efectos económicos de los atentados de las Torres Gemelas, el accidente de Fukushima y la quiebra de Lehman Brothers.
Por su parte, el francés Didier Sornette acuñó el término Rey Dragón para conceptualizar que hay opciones para anticipar o predecir “eventos desconocidos” si tenemos información en tiempo real sobre el comportamiento de los sistemas complejos, porque están sujetos a dinámicas, correlaciones y patrones, canarios en la mina que permiten anticiparse al caos². Con todo, es difícil decir a ciencia cierta si en el ecosistema de mediocridad perpetua en la que subsistimos tiene más propiedad hablar de cisnes que de dragones³.
La debilidad intrínseca del modelo económico español no puede coger a nadie por sorpresa cuando arrecian las tormentas. Esta febledad tiene mucho que ver con otro animal fabuloso, en este caso la gallina de los huevos de oro, mejor conocida entre nosotros como industria turística⁴. Este sector no ha dejado de crecer desde que el Plan de Estabilización de 1959 facilitó su desarrollo masivo, hasta llegar a suponer en torno al 13% del PIB nacional⁵. No es de extrañar, pues, que al debutar la gran pandemia, el Banco de España augurase una caída del PIB⁶ de ese mismo orden, y que según la consultora Deloitte, el 40% empresarios pensaran reducir sus plantillas⁷, mientras que poco más de la mitad de ellos confiaban en recuperar su actividad a después de la pandemia⁸.
La eufórica salud de la que gozaba el sector turístico hasta darse de bruces con el inconstitucional confinamiento sanitario, propició la desindustrialización del país, resultando en la incapacidad de generar suficiente empleo, acompañada de la exagerada demanda de puestos de trabajo poco cualificados para actividades intensivas en mano de obra⁹. Al mismo tiempo, la universidad pública española subvenciona los sistemas educativos de países más ricos que el nuestro, mediante la formación profesional de trabajadores altamente cualificados, emigrantes a los que nuestro modelo productivo es incapaz de emplear¹⁰ dignamente.
Nuestra perenne carencia de una política industrial proactiva guarda una correlación directa con la inexistencia de procesos de crecimiento dirigidos por la innovación; en suma, por no poder crear valor añadido y vernos obligados a competir en precio¹¹. Siendo esto negativo de por sí, la crisis pandémica puso de manifiesto la extrema vulnerabilidad estratégica e insuficiencias en las que nos ha situado la dependencia industrial y de conocimiento que hemos contraído a lo largo de los años, gracias a la hoja de parra del turismo, que no puede disimular que, como en el cuento de Andersen, nuestro tejido industrial no tapa nuestra desnudez¹². Y lo que es peor, delata nuestra impotencia para actuar estratégicamente y con autonomía¹³, y no digamos ya ambición.
Hemos despilfarrado 30 años enfrascados en disquisiciones sobre el reparto de la soberanía interna, al tiempo que cedíamos risueñamente soberanía externa con pretextos orteguianos y ganivetistas, y consentíamos que cada vez más decisiones que nos atañen las tomen otros por nosotros¹⁴. Tal parece que la política nacional no sea más que un teatro de sombras, chinescas o platónicas, tanto da, en el que los políticos españoles, en la estela de Godoy, actúan como vicarios de intereses extranjeros, primariamente ocupados en proteger sus intereses particulares vertebrando redes clientelares, a las que arengan con distracciones políticas irrelevantes para los intereses nacionales, mientras entregan la soberanía nacional y perdemos peso geopolítico.
Así, y aun cuando la exportación de nuestras manufactureras -principalmente centradas en actividades de ensamblaje y poco valor añadido- ha visto un crecimiento continuado desde la crisis anterior, se da una tendencia a que el accionariado de estas empresas esté pasando a manos extranjeras, por lo que las decisiones de los Consejos de Dirección –que representan los intereses de los accionistas- acerca de inversiones, remuneración y contratación laboral, se toman cada vez menos en clave española¹⁵. Por ende, el peso de la producción manufacturera en la generación de empleo sigue descendiendo en España, en buena medida porque la globalización de las cadenas de valor ha permitido rebajar costes salariales externalizando la mano de obra y llevando a cabo la deslocalización de las operaciones de producción que requieren más mano de obra a países con sueldos más bajos¹⁶.
Esto ha supuesto una fragmentación de las fases de producción, que, al estar distribuidas a lo largo y ancho del planeta, han impulsado tanto el comercio multidireccional como la especialización de nuestra industria en el ensamblado de componentes producidos en otros países, cuyo corolario es nuestra incapacidad para producir bienes de consumo independientemente¹⁷. O dicho con otras palabras; nuestra producción industrial no es más que un eslabón en una larga cadena internacional de unidades productivas, dotadas de entidad jurídica propia, y que operan bajo sistemas legales e intereses sobre los que no tenemos influencia alguna¹⁸.
Las ondas de choque causadas por la pandemia ya aludida desnudaron estas fragilidades fundamentales de nuestra economía, pero también sacaron a la luz nuestra impotencia fiscal¹⁹. Mientras que aquellos países solventes que cuentan con Banco Central -Estados Unidos, Reino Unido, Japón- tienen capacidad para determinar sus políticas fiscales, monetizando la deuda que emiten para estimular el gasto doméstico y evitar así la destrucción de empleo, nosotros dependemos de nuestra capacidad coyuntural para endeudarnos en los mercados financieros, bajo la tutela subsidiaria del Banco Central Europeo²⁰.
La respuesta de las autoridades españolas se centró en atajar los problemas de liquidez empresarial a corto plazo, aumentando la oferta de financiación a corto plazo²¹. Siendo esto coyunturalmente necesario para mitigar la insolvencia inmediata, si a largo plazo España no lleva a cabo inversiones públicas orientadas a reformular nuestro modelo productivo, nuestra economía seguirá siendo vulnerable a las disfuncionalidades entre unos flujos de oferta y demanda dependientes de factores que no podemos controlar²². No parece tener mucho sentido limitarnos a poner parches que nos aboquen a otro ciclo de deuda-austeridad, solo para seguir siendo un mercado cautivo de China, prestatario de Bruselas y con una economía indolente²³.
Otra fragilidad axial de nuestra economía es la triada de baja productividad, innovación limitada y reducida internacionalización, lo que incentiva buscar la competitividad en los bajos costes salariales, antes que en la excelencia²⁴. Sin ser este un fenómeno nuevo, fue crítico cuando la reducción de la rentabilidad subyacente, propiciada por las dinámicas de acumulación propias del sistema financiero inmobiliario, produjo distorsiones en la economía, que tras el colapso financiero en la gran recesión originaron tales excedentes de mano de obra, que hubo un deterioro de la balanza de bienes, acompasado con una renqueante actividad económica, que todavía hoy adolece de un débil crecimiento exportador, que a duras penas arrostra el empeoramiento del balance entre las inversiones en el exterior y las inversiones procedentes del exterior²⁵; un cuarto de las cuales se hacen en el sector inmobiliario, estimulado por el acrecentamiento de las importaciones turísticas²⁶.
El corolario de este cúmulo de circunstancias es que nuestra economía gira en un círculo vicioso, caracterizado por un marco estructural que nos aboca a competir en precio, y no en calidad²⁷. Pero con todo, en los círculos del poder político se tiende a creer que la economía es otra cuestión de relato, y de hecho así lo expresaron al anunciar que la política del Ministerio de Asuntos Exteriores apostaría por la diplomacia económica²⁸.
Siendo esto a priori correcto y positivo, nuestros problemas no son de márquetin, sino de base y de superestructura, que hacen que España sea una anomalía comparativa²⁹. Por ejemplo, España está en la vigesimocuarta posición en el número de patentes industriales registradas³⁰, y no tenemos ni un solo premio Nobel en física, lo que contrasta con los obtenidos por nuestros vecinos, que van desde los 17 de Alemania a los 5 de Italia, pasando los 11 de Francia, y no se corresponde con el octavo lugar que nuestra economía ocupa en el ranking mundial³¹.
Por consiguiente, estas loables intenciones son una condición necesaria, pero no suficiente, para que no sólo vendamos más aceite de oliva y paquetes vacacionales, sino para que nuestra industria genere empleo digno y de calidad³². Lograr esto requiere crear las condiciones organizativas y estratégicas de las que puedan surgir empresarios-directivos y trabajadores que crean en el país; y que hagan país, compitiendo con Alemania, no con Marruecos³³. Requiere, sobre todo, de un liderazgo político que ostente una visión nacional desacomplejada que se propague a todos los niveles del Estado, para que el sector público sea un facilitador del crecimiento del sector privado³⁴.
Para ello, la inversión estratégica es crucial³⁵. Los empresarios más perspicaces saben que ni Silicon Valley ni el Nasdaq son fruto de «manos invisibles» o curvas de Leffer³⁶. Por el contrario, en los países cuyo crecimiento proviene de la innovación, el Estado ha sido siempre un socio clave de la iniciativa privada, asumiendo riesgos e inversión que las empresas rehuían, y que ha llevado a la creación de nuevos sectores de actividad y al desarrollo de mercados globales³⁷.
Productos y servicios como Internet, la Inteligencia Artificial o el GPS, surgieron de proyectos de la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada de Defensa; el buscador de Google fue financiado por la National Science Foundation, y la industria aeroespacial, la electrónica, la energía atómica y la biotecnología nacieron también gracias a una ingente inversión pública, recuperada después con creces en clave de prosperidad nacional y pleno empleo³⁸.
Por lo tanto, la función pública puede reformularse para desempeñar un papel activo en la co-creación de valor, en lugar de limitarse al rol de corrector de disfunciones del mercado que le otorga la teoría económica neoclásica³⁹. Dicho de otra manera; nuestros gobiernos deberían pensar en términos de inversión, y no sólo de gasto, superando la dialéctica fiscal de los incentivos y las subvenciones, para llevar a cabo inversiones directas dirigidas a objetivos estratégicos, que faculten al tejido empresarial para desarrollar productos y servicios innovadores, orientados a los mercados internacionales, poniendo al alcance de las empresas nacionales instrumentos a fin de promover y proteger inversión extranjera directa que amplíe la presencia global de productos y servicios españoles con valor añadido, y permita adquirir empresas tecnológicas extranjeras⁴⁰.
Además, difícilmente se puede pretender ejercer un poder blando sin apoyarse en una base sólida. Es decir, sin hacer de la cultura una cuestión de Estado, pero también una cuestión de interés social y económico, tal y como entienden nuestros vecinos europeos, y tal y como comprenden los propios Estados Unidos, cuyo poder blando descansa en una generosa combinación de subsidios, deducciones fiscales y medidas proteccionistas, así como en una red de lobbies que sabe encontrar grupos de interés en países como el nuestro, bien dispuestos a socavar su propia industria cultural para asegurar la predominancia anglosajona.
No obstante, los gobernantes españoles harían bien en contener toda tentación de hiperactividad legislativa, recordando que Tácito nos enseñó que los países que más leyes tienen, no suelen ser los más virtuosos⁴¹. España ya tiene un marco legal complicado y complejo, cuya ocasional inestabilidad, y frecuente incumplimiento, por parte de las mismas administraciones públicas, son factores que tienden a la inseguridad jurídica⁴². En este ámbito, menos sería más⁴³.
Es por otra imprescindible apuntar que las externalidades de la libre circulación de capital material y humano alteran la urdimbre nacional, tanto en términos de soberanía económica, como de cohesión social⁴⁴. No hay más que revisar las cifras de desempleo femenino, cercano al 20% de la población activa, y en torno al 40% entre las menores de 25 años, para apreciar la endeblez del postulado que favorece la inmigración sobre la natalidad, en aras a propiciar el acceso de la mujer al mercado laboral⁴⁵. Y no hay más que ver las cifras de empleo intermitente y flexible, para constatar la aparición de una nueva clase social, el precariado, cuya diferencia sustantiva con el proletariado es que no pone su vejez en manos de su prole, sino en las de inmigrantes⁴⁶.
Para concluir, no podemos dejar de recordar que uno de los atributos políticos de la deuda pública a largo plazo es compartir la carga de las inversiones públicas con las generaciones futuras⁴⁷. En este sentido, el verdadero riesgo moral derivado de habernos convertido en una nación de deudores, consiste en que el endeudamiento del Estado no se haga como inversión, para que las generaciones futuras dispongan de la capacidad económica y de la independencia estratégica de las que nosotros carecemos, y que no se vean obligados a heredar a beneficio de inventario⁴⁸.
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