La viruela del moño

La viruela del moño. José Vicente Pascual

Antiguamente la prensa subsanaba la sequía estival de noticias con las llamadas serpientes de verano, sucesos aparatosos que ocurrían en lugares remotos, como un descarrilamiento de trenes en la India causante de siete u ocho mil muertos, o cotilleos picantes como el supuesto romance del príncipe de Beckelar con una infanta española. Las señoras, en la peluquería, alzaban la vista y comentaban: “No saben qué poner para llamar la atención”. El director de un periódico para el que trabajé durante años, persona curtida en la profesión y con sentido muy práctico sobre el desenvolvimiento de la industria comunicativa, me aclaró una vez con certeras frases el sentido de todo aquello: “Noticia es lo que sale en el telediario, pero como en los periódicos damos cuenta de lo ocurrido ayer o antes de ayer, tenemos que rellenar muchas páginas con el fútbol, que sirve para las barberías, y los sucesos y chismorreos que sirven para la pelu de señoras; todo lo que las haga charlar mientras se arreglan el moño, es noticia”.

El mismo director de mismo diario, al siguiente verano, se sirvió de mi humilde persona para darme una lección de ese periodismo de subsistencia y argamasa tan propio del tiempo vacacional: en pleno mes de agosto envió una reportera a mi casa para que me hiciese una entrevista… sobre nada. La abnegada muchacha, sin duda becaria, un tanto azorada me explicó que en la redacción andaban un poco escasos de noticias, de modo que su misión era “sacarme” alguna exclusiva jugosa. Hice lo que pude y la entrevista versó sobre una novela que yo estaba escribiendo —notición: novela a la vista—, sobre la manera que tenían los antiguos de combatir el calor en tiempos en los que no existían ventiladores ni aire acondicionado, los fresquitos que eran los palacetes de los ricos, todos de mármol, y cosas así. Al día siguiente, mi escueta contribución al vacío estival ocupaba página y media del periódico, un montón de letras sin ningún interés pero que cubrían un espacio valioso en el que se habían insertado cinco anuncios, que era lo importante.

Yo creo que las serpientes de verano tuvieron su cénit y su punto final el día en que Diana de Gales se estampó en París y perdió la vida junto a Dodi Al Fayed y el conductor Henri Paul. Aquello fue la revolución, pues como nos encontrábamos a 31 de agosto y la mayoría de los redactores de los periódicos estaban aún de vacaciones, hubo de recurrirse a colaboradores no expertos para cubrir el siempre obligatorio “lado humano” de la noticia. A un servidor le tocó escribir en extenso sobre la personalidad y dramas existenciales de Diana de Gales, hecho insólito que de la noche a la mañana me convirtió en especialista sobre una materia que ni en sueños ni en pesadillas habría nunca concebido que iba a concernirme de lejos. Así la vida y así el mundo de las publicaciones periódicas y los diarios.

A partir de este suceso, igualmente creo que el aparataje de las serpientes de verano se vino abajo en demolición controlada. Si una noticia de aquellas dimensiones podía suceder un 31 de agosto, era necesario revisar la vigilancia de los periódicos y los medios en general sobre la actividad veraniega noticiable. Se empezó por tanto a prestar atención y dar importancia a elementos de la actualidad que en otras épocas habrían sido de irrelevante consideración: olas de calor, ahogamientos en las playas, asesinatos inducidos por la efervescencia canicular, accidentes de tráfico… Aunque estas cosas, como les digo, ocurrían en el pasado. Ahora los veranos son una época tan frondosa en noticias como la navidad —pongamos por caso—; los crímenes pasionales son asesinatos machistas, las temperaturas extremas se llaman cambio climático, los siniestros automovilísticos sirven de fundamento para intensas campañas preventivas de la DGT y etcétera. Y contamos además con la vigencia estruendosa de dos guerras en plena actividad, la de Ucrania y la de Gaza, ambas con posibilidades de trascender su ámbito más o menos local y alcanzar niveles de conflagración internacional, con el consiguiente acabamiento del mundo por catástrofe atómica o, en su caso, apocalipsis por colapso súbito de la economía globalizada. O sea que en estos tiempos de sangre y flama —y miedo— las serpientes de verano tienen ya poco sentido. Muy poco, claro está, a menos que los mandamases del tinglado sugieran renovación y otra vuelta de tuerca en su pacto con la ciudadanía: “Nosotros os acojonamos y vosotros obedecéis a cambio de sobrevivir”. Como parece que la fechoría del covid está medio olvidada, con sus usos despóticos de arresto domiciliario, encajonamiento universal para las masas en pánico, derogación de los derechos civiles y criminalización de la disidencia, de nuevo la alarma general decretada por la OMS adquiere dimensión humanitaria en el ideario común y amenaza con retorno a la inquisición. La han llamado viruela del mono como podían haberla llamado mosquito del Nilo si el famoso mosquito hubiese sido más activo y más hábil quitando gente de en medio; pero en fin, hay que reconocer que la viruela tiene más nombre, más peso y asusta más. Viruela será, del mono. La etiqueta del mono siempre ha tenido predicamento, como el anís, y si no que le pregunten a los actuales editores de Bajo el volcán, novela que se sigue vendiendo casi setenta años después de la muerte de su autor y en la que esta bebida espirituosa tiene un papel importante. Ficciones, dirá el afectado por el dogma científico. Ficciones son, no cabe duda: ¿alguien conoce algún entorno, algún fenómeno y alguna verdad universal contemporánea que no sea un concienzudo trazado de ficciones? Cierto, el mono vende y se vende muy bien, será por proximidad genética, digo yo. Y una plaga amagada como una advertencia: “Portaos bien o volvéis a la sopa de sobre y el pan hecho en casa”. Eso sí que vende, eso sí que lo compra la gente. Esperemos que el tiempo deje sin sentido esta última frase, aunque temo que no. Siendo como es la última frase: al tiempo.

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