Las perspectivas no eran del todo malas cuando llegué a aquella ciudad holandesa, diría yo. Ahora, que ha pasado el tiempo, afirmaría que solo hablamos de dos caídas a los infiernos. Porque de eso se trata. La primera fue para el Madrid aquella noche de 1988; la otra, para este tipo que les escribe cuando todo, una vez más, ocurrió en Eindhoven, casi cuarenta años después.
Uno decidió salir allí, a esa ciudad, para conocer mundo –aunque eso siempre sea algo cursi, por vanal-, para trabajar como cartero en bicicleta en postNL o para comportarse como un disoluto una noche al mes en el coffee shop del barrio de Groenewoud. También pudo que uno lo hiciera para dejar pasar primero a unas señoras de elegante hiyab en la cola del cajero del “Albert Heijn” con una botella de Sherry Medium Dry en la mano, o para intentar ser algo parecido a un disfuncional padre de familia. Las variables, eso es cierto, aquella vez, fueron infinitas. Casi todo lo probé. Pero, por una vez, yo lo hice por amor. Esa estúpida manía.
Pudo ser, tal vez, que uno saliera por allí afuera para constatar, de nuevo, que la verdad estaba lejos de aquí, tan al sur, o incluso –no lo recomiendo-, para creerse un tipo razonablemente multicultural y progresista, prototipo de un telefilm alemán de sobremesa de una tele que no refleja absolutamente nada, por mucho que mi antigua asesora y amante fiscal se empeñe. Llevando Vans o babuchas por la calle, según las circunstancias lo requieran. Estás dentro, dijeron. La familia. Ya era hora, tío. Sienta la cabeza. Enhorabuena. Estamos orgullosos. Estás en el ajo. Por fin.
Yo aún era un niño la noche en que Hugo Sánchez falló aquella chilena que Hans Van Breukelen paró una fría noche llamada veinte de abril. Y eso no estaba escrito en ningún sitio; menos aún en el Philips Stadion de Eindhoven. Una parada con guantes de portero desafió al destino aquella noche de miércoles. De nuevo, alguien, partió en dos el nudo gordiano.
Partido de vuelta de la eliminatoria de semifinales de la Copa de Europa de 1988: la Copa, generacional, predestinada al Madrid, después de tantos años. ¿Cómo demonios no iba a entrar aquella maldita pelota? ¿Qué Dios, esta vez, impidió que ese balón Adidas Tango chutado por un mejicano apellidado Sánchez rompiera aquella red de portería de un equipo de fútbol holandés pagado a base de bombillas y televisores?
Se enfrentaban el PSV –Philips Sport Vereniging- y el Real Madrid infinito de Ramón Mendoza. El equipo calvinista de las teles de nuestras madres contra nuestra, posiblemente, última oportunidad de orgullo razonablemente maldito.
Era su Copa de Europa, la del Madrid, anhelada después de tantos años, la de la “Quinta del Buitre”. Había llegado el momento. Daba igual que no fuera la Final; las campanas de las iglesias del barrio de Chamartín doblaban a victoria y en España gobernaba Felipe González. Los ultrassur suplicaban un nuevo Saqueo de Amberes.
Pero Dios, aquella vez, se equivocó.
Guus Hiddink y Leo Beenhakker, dos holandeses, comandaban los banquillos de ambos equipos. El destino, por absurdo que pareciera, los juntó aquella noche en Eindhoven; quizás el centro del Mundo por una vez. Holanda, si alguna vez lo hizo, dejó de respirar.
Nada tuvo por qué haber salido mal. El Madrid había eliminado a todos los favoritos, incluido el Nápoles de Maradona. Y en eso pensaba Miguel Porlán “Chendo” cuando, en uno de sus arrebatos -nunca se supo si gimnásticos-, embarcó una pelota en el área del PSV que acabaría en córner. Tendillo, a lo suyo, siempre anduvo por allí.
Antes de topar y caer de bruces contra la ética calvinista del trabajo, Rafael Gordillo recorrió para nada aquella banda del estadio de Eindhoven decenas de veces aquella noche de abril del 88 y, si alguien le preguntara, contestaría que un católico como él –como cualquiera de nosotros- no pudo más que ir a echar un vistazo e irse.
Tranquilo, Gordillo, le hubiera dicho el filósofo Gustavo Bueno: Europa es el problema, no tú.
Hugo Sánchez falló aquella chilena a pase de Míchel y el Madrid nunca pasó a la Final de una Copa de Europa que siempre debería haber ganado. Fue una derrota que asombró y desconcertó a una generación. Quizás a varias. Eindhoven, si se parara a pensarlo, sabría que desde entonces no ha vuelto a ser la misma. Y eso, la ciudad en la que viví, es mucho. Es todo.
Aquello imposible que sucedió en Eindhoven en el 88 desconcertó a un Mundo entero.
Cuarenta años después, cuando viví en Eindhoven, hubo cosas que sí hice. Escribí artículos para el Diario de Jerez, guisé lentejas en fogones protestantes, monté en bicicleta sobre la nieve, fui falangista a tiempo parcial, marxista antiposmoderno al atardecer y también, quizás, conservador en las duras noches de enero. Materialista filosófico lo fui a la hora del almuerzo, justo después del aperitivo.
Estuve en el estadio del PSV, fui abstemio –a ratos-, probé la crema de cacahuete, escuché a C. Tangana y visité cementerios con césped.
Una vez estuve en Breda.
Y en una ocasión una señora me preguntó por Butragueño recién salía de comprar un desconcertante ramo de tulipanes en el Jumbo de la esquina.
Estuve, después, unas semanas saliendo al jardín de una casa con la pala a limpiar nieve. Aproveché para liar tabaco, casi a escondidas. Ahí donde comenzaron las nuevas costumbres. Las nuevas leyes. Las nuevas censuras.
Dicen de aquella generación de futbolistas merengues que lo perdió todo contra el PSV Eindhoven que fumaba tabaco americano en los vestuarios, durante el descanso de los partidos. Algo más inocente que una pequeña fiesta ya de mañana en una habitación de hostal de tercera. Al fin y al cabo. No seré yo quien los juzgue. No yo.
No fui Hugo Sánchez aquella fría noche de abril en Eindhoven. Pero sí lo más parecido que hayan visto por Eindhoven desde el 88.
Lo más parecido a un antihéroe ejemplarmente vestido con pantalón de pana.