Para Pasolini, la disyuntiva que se le planteaba a la Iglesia era la rendición a la civilización tecnonihilista del consumo (y con ello, el suicidio) o la vuelta a sus propios orígenes, al cristianismo primitivo, en lucha contra el poder en tanto abierta a la trascendencia y a una Verdad no resuelta ni en las razones y ni en las regiones del mundus: «es este rechazo el que podría entonces simbolizar la Iglesia: retornando a los orígenes, es decir, a la oposición y a la rebelión. O hacer esto o aceptar un poder que ya no la quiere: o sea suicidarse”.
Ratzinger, confirmando en esto su carácter de «voz incómoda para el Nuevo Orden Mundial» y tal vez incluso de «última oposición que quedaba», había emprendido el camino de la rebelión. Lo había hecho desafiando la dictadura nihilista del relativismo y el ateísmo líquido de la indiferencia, y retomando el fundamento veritativo de la trascendencia como baluarte de oposición. Es bajo esta luz como se explica su batalla cultural en defensa de la Verdad de la doctrina católica. Todas las religiones sin duda merecen respeto –explica Ratzinger– pero sería un absurdum pretender que todas ellas están al mismo nivel. De hecho, esto significaría caer en el relativismo; a juicio de Ratzinger, el hecho de que deban ser alentados «el respeto profundo por la fe del otro y la disponibilidad a buscar, en aquello que encontramos como extraño, la verdad que nos puede concernir y puede corregirnos y hacernos progresar», no puede ni debe nunca zozobrar en un relativismo de la indiferencia, con arreglo al cual todas las religiones son igualmente verdaderas. Sobre esta base, critica también las jornadas interreligiosas de Asís instauradas por Wojtyla: estas dieron lugar a malentendidos y a la mendaz impresión de que el cristianismo hubiera abdicado de su pretensión de Verdad absoluta. Contra el relativismo, así se expresó Ratzinger en la declaración Dominus Iesus del 2000: «existe una única Iglesia de Cristo, que subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él».
Desde la misma perspectiva se explica la batalla de Ratzinger en nombre de los «valores no negociables«, centrados sobre fundamentos metafísicos y teológicos, y de tal magnitud que no se pueden someter al flujo heracliteano del relativismo esceptizante o del historicismo nihilista. Al oponerse a la civilización de los mercados y a su nihilismo, se rebelaba también contra la línea hegemónica en la Iglesia, aquella que, predominante con el Concilio Vaticano II, se inclinaba obstinadamente hacia la anulación del cristianismo en el nihil de la civilización mercadoforme y relativista. En particular, Ratzinger se refirió abiertamente a la Ley natural como límite que el hombre no debe sobrepasar, como referencia a la que atenerse para evitar incurrir en la culpa de la ὕβϱις (hibris). Con las palabras de la encíclica Caritas in veritate, «la ley natural, en la que resplandece la Razón creadora, indica la grandeza del hombre, pero también su miseria cuando ignora la llamada de la verdad moral» (§ 76). Dios y la trascendencia volvían a ser el centro de gravedad de la fe del cristiano y de su vida en este mundo.
Por su parte, de manera diametralmente opuesta a Ratzinger, el Papa Bergoglio optó por el segundo de los caminos apuntados por Pasolini, aceptando un poder que ya no quería a la Iglesia y que, en realidad, hacía tiempo que había decidido deshacerse de ella. Es bajo este prisma de cesión al nihilismo relativista como, entre otras cosas, debe leerse la inequívoca declaración de Bergoglio de 2014: «Nunca he entendido la expresión ‘valores no negociables‘». Por otro lado, esta afirmación, perfectamente coherente con la civilización nihilista del consumo, lejos de poderse entender como episódica e incidental, expresaba de manera cristalina la deriva relativista y nihilista de una Iglesia que, después de Ratzinger, se había doblegado ante la tiranía del globalismo capitalista y el nihilismo relativista. En la trigésimo séptima edición del «Encuentro de Rímini«, en agosto de 2016, el padre Antonio Spadaro reveló que Bergoglio había expresado apertis verbis «su desagrado a hablar de valores no negociables, sobre todo de las raíces cristianas de Europa». Este «desagrado» era, una vez más, íntimamente coherente con el relativismo imperante, así como con las tendencias de aquel orden neoliberal que, desde la fundación de la Unión Europea, había evitado cuidadosamente referirse a las «raíces cristianas» de Europa. Además, negar la evidencia de las raíces cristianas de la civilización europea significa ser entusiastas no ya de la laicidad, como repiten los paladines del nuevo orden mental, sino de la mentira más vulgar, la que traiciona el propio origen histórico y los fundamentos de la propia civilización. En lo referente a las raíces cristianas de Europa, Ratzinger reivindicó que «se trata ante todo de un hecho histórico que nadie puede negar seriamente». Per incidens, Bergoglio no revelará, sin embargo, ningún «desagrado» en septiembre de 2019, cuando se encuentre condenando inapelablemente el populismo y el soberanismo, promoviendo sin perífrasis la openness globalista, fundamento de la hegemonía de los grupos dominantes en el marco de las nuevas relaciones de poder que se venían estableciendo desde el año-sinécdoque de 1989.
La cuestión de los «valores no negociables» es de fundamental relevancia si se considera que todavía en agosto de 2021, en una audiencia general, Bergoglio afirmó respetar personalmente los Diez Mandamientos «pero no como absolutos» (sic! ): si no existen «valores no negociables» y si -esta es la inefable premisa- no existe la Verdad en su carácter absoluto, entonces incluso los mandamientos pueden ser seguidos «no como absolutos», sino como indicaciones subjetivas de vida, a las cuales el sujeto se adhiere por elección personal y sin que exista un deber moral objetivo. Por demás, si no existen «valores no negociables«, se sigue que no existe lo Absoluto, no hay Verdad y, por tanto, la propia religión católica es una más entre muchas y, acaso, a la manera del Hume de los Diálogos sobre la religión natural , casi convendría preferir el politeísmo. Así se explica el sincretismo religioso que permanentemente acompaña a Bergoglio -desde el culto a la Pachamama hasta la recepción de la estatua de Lutero en el Vaticano-, que no es más que un relativismo dispuesto sub specie theologiae. Este relativismo sincretista, entre otros rasgos, emerge con un perfil claro en la ambivalencia estructural de Bergoglio sobre los puntos fundamentales de la teología cristiana. En las cuestiones decisivas –emblemático es el caso de la exhortación apostólica Amoris Laetitia– siempre opta por ser ambiguo, contraviniendo el principio evangélico: «sea vuestro hablar: Sí, sí, o No, no. Todo lo demás viene del maligno” (Mt 5, 37).
El relativismo nihilista y escéptico genera la desvalorización de los valores, que todos -incluidos los Diez Mandamientos- se vuelvan negociables en el plano de indistinción y de indiferencia generado por la muerte de Dios. Para Bergoglio, como para cualquier intelectual laicista y liberal-progresista, los valores deben ser negociables, como sustraídos de cualquier posible referencia a la Verdad filosófica y al Dios trascendente. Para retomar la fórmula de Hegel, el nihilismo relativista es un Atheismus der sittlichen Welt, un “ateísmo del mundo ético”: el reconocimiento de la inexistencia de valores no negociables es la base real para negociarlos todos y, por tanto, para modificarlos y, llegado el caso, desestimarlos cuando interfieran con el orden de la producción y el intercambio. El ateísmo, como pérdida de interés por la verdad y como renuncia al fundamento no negociable de los valores, no es una «filosofía de la revolución», como contumazmente afirman los guerrilleros del posmodernismo. De hecho, en términos concretos, puede ser la base real de procesos desemancipatorios, como son los del nuevo capitalismo liberal-nihilista, hedonista y ateo. Una vez más, el individuo nihilista, ateo, sin perspectiva y reducido a funcionalidad, es el sujeto ideal del nuevo globalismo de mercado: libre del plano de los valores sólidos y no negociables, desvinculado de toda idea de ulterioridad trascendente y de cualquier horizonte de verdad, desligado de la comunidad solidaria y creatural de los «hijos de Dios«, ya no cree en nada más que en la vacuidad de la forma mercancía, en el nihilismo del consumo y del goce (que es su variante erótica) y en el compromiso exclusivo con su propia individualidad comercial y competitiva.
Hija del ateísmo del mundo ético, la desvalorización de los valores y, con ello, la negación de una verdad de la naturaleza humana no produce liberación y emancipación, siguiendo el orden del discurso posmoderno, que -como ha recordado Jameson– juega el papel de lógica cultural del tardo-capitalismo. El binomio “nihilismo y emancipación” teorizado por Vattimo debe, en la práctica, ser sustituido por el de «nihilismo y desemancipación», el único del que la realidad del capitalismo posmoderno tenía conocimiento: la negación de valores no negociables y de la idea misma de naturaleza humana se convierte en la base teórica de la ofensiva lanzada por el capitalismo global tanto sobre los valores como sobre la naturaleza humana, siempre en nombre de la valorización del valor económico. Esto es lo que tematizó, entre otros, un autor no confesional como Hans Jonas, quien aclaró cómo, en ausencia de una naturaleza humana con contornos bien definidos, se hace posible hacer con ella todo lo que uno quiera. De ahí se deduce silogísticamente que el mundo se transforma en objeto de la voluntad de poder, que ahora puede desplegarse sin límites: «tal voluntad – escribe Jonas-, una vez que el acrecentado poder haya superado la necesidad, deviene puro y simple deseo, un deseo que no conoce límites”. La desvalorización de los valores y la condena a muerte de la idea de verdad, celebradas como emancipadoras por la raison posmoderna y su peculiar lectura de Foucault, aparecen en realidad como dos momentos complementarios y fundamentales en la instauración del nihilismo de la Wille zur Macht (voluntad de poder) ilimitadamente autoempoderadora.
La última comparecencia del Papa Ratzinger en la Plaza de San Pedro se remonta a febrero de 2013. Como se ha señalado, el pontífice dimisionario repitió varias veces que la Iglesia era un «cuerpo vivo«. La sentencia, aparentemente tranquilizadora, pedía ser leída entre líneas como un «exorcismo» destinado a alejar el peligro de la muerte real de la Iglesia, nunca tan cercana como en ese momento. El Papa -explicó en aquel contexto Ratzinger– no abandonaba la Cruz, sino su papel de Padre y Pastor de la Christianitas. La explicación, por más articulada y argumentada que fuera, no podía resultar convincente desde un punto de vista puramente teológico: en cuanto Pontifex, «constructor de puentes» entre Dios y el hombre, el pontífice no se agota en su humanidad, ni puede renunciar a su propio cargo, incluso si esto cuesta el sacrificio de la propia subjetividad empírica.
En verdad, el balcón de San Pedro ha quedado vacío y el pontífice dimisionario representa, a todos los efectos, la derrota de la Iglesia de Roma y del cristianismo frente a la globalización mercadista. ¿Se había cumplido la profecía formulada por Pasolini en su análisis de aquella publicidad de los pantalones vaqueros Jesus, pero también en Salò, su última película? ¿Se había completado el proceso de reabsorción del cristianismo en el nihil del tecnocapitalismo, un proceso que había iniciado el Concilio Vaticano II, que el Papa Ratzinger heroicamente había intentado frenar y que, al final, el Papa Bergoglio habría llevado a su culminación? En Salò, de 1975, como ya se ha recordado en estas mismas páginas, se muestra cómo el nihilismo de la civilización de consumo -continuando la locura totalitaria del nazismo- acaba finalmente por «fusilar» el supuesto ideal redentor del comunismo (eso representa la escena del fusilamiento del joven en la villa de los horrores de Salò) y, al mismo tiempo, sumerge en los orines y el estiércol líquido del consumismo neohedonista y relativista la trascendencia cristiana (es lo que representa la escena de las muchachas ahogándose entre el purín y los excrementos mientras invocan al Dios que las ha abandonado). La civilización nihilista del consumo se afirma de forma completa condenando a muerte tanto la trascendencia cristiana centrada en la figura de Dios, como aquella particular trascendencia sin trascendencia que pretendió ser el comunismo como sueño despierto de un mañana redimido, en cuanto alejado de la prosa cosificante del mundo en forma de mercancía.
Además del Salò de Pasolini, en tiempos más recientes hemos contado con la potencia cinematográfica de otras dos películas que han escenificado la desidealización y la desdivinización conectadas con el triunfo del tecnonihilismo de la civilización teofóbica del consumo. La primera fue Plombella rossa –Vaselina roja, en español- (1989), de Nanni Moretti. El protagonista, Michele Apicella, es un funcionario del PC, que entonces todavía significaba «Partido Comunista» y que más tarde se convertiría, con la nueva Izquierda arcoíris, en el acrónimo “Políticamente Correcto”. A consecuencia de un accidente, Michele se encuentra privado de memoria e intenta, no sin dificultad, recuperar los recuerdos olvidados: se transforma así en la imagen viva de la crisis de la izquierda en fase de definición posmoderna en los años de la caída del Muro de Berlín. Al igual que Apicella, la Izquierda ha perdido su propia memoria histórica y su propia identidad, ha dejado de creer en sí misma y en su propia narrativa, acabando por acomodarse inercialmente al conformismo gris de la civilización del consumo, de la que a la postre se ha convertido en ferviente seguidora. La película de Moretti anticipa, con extrema fidelidad, el «suicidio» de las izquierdas comunistas después de 1989, metamórficamente redefinidas como guardia fucsia del nuevo orden mental políticamente correcto del capitalismo triunfante y ya olvidadas de las luchas marxistas por el trabajo y sus derechos.
La segunda película, también de Nanni Moretti, es de 2011 y se titula Habemus Papam. El cónclave elige un nuevo Papa que, sin embargo, huye presa de un ataque de pánico al no poder soportar las presiones y las responsabilidades del nuevo cargo. El aparato institucional, para eludir la atención de los periodistas y del mundo laico, debe fingir por todos los medios que, en realidad, todo se desarrolla regularmente: la guardia suiza es enviada a los apartamentos papales para encender y apagar periódicamente las luces, transmitiendo de este modo al mundo exterior la impresión de que el pontífice se encuentra en plena actividad. La película pone de esta forma en escena el intento de la Iglesia de sobrevivir a sí misma, disimulando de cualquier manera posible su para entonces consumada evaporación. Al igual que Palombella rossa, también Habemus Papam se adelanta literalmente a su tiempo y anticipa la crisis que afronta la cristiandad, a semejanza de la izquierda posmodernizada y sujeta a amnesia tras la caída del Muro. También la Christianitas, de forma manifiesta con el tránsito al nuevo Milenio, ha extraviado su propia identidad, siguiendo un camino que, plagado de contradicciones y aporías, culmina con el balcón vacío de San Pedro tras la dimisión, en 2013, de Benedicto XVI, el primer pontífice derrotado por la globalización mercadista. Nunca había sucedido, en toda su milenaria historia, que el Papado se tambaleara de esa manera: no había ocurrido con la Revolución Francesa, ni con la Brecha de Porta Pía, ni, incluso, con el Concilio Vaticano II, que fue también antesala de la modernización inmanentista implementada posteriormente por el Papa Bergoglio. En rigor, se puede afirmar sin exageraciones que, en Occidente, el Papado era la única institución que nunca antes había crujido, hasta su disolución por obra del poder nihilista y luciferino de la civilización tecnomórfica.
Como el protagonista de Habemus Papam de Moretti, también Ratzinger se siente inadecuado para representar a la Iglesia en el tiempo del relativismo nihilista triunfante. En su crisis humana se refleja plenamente la crisis de la Iglesia y de la Cristiandad toda, sometida a asedio a manos del nihilismo, de la técnica, del mercado y del progresismo neohedonista. Ratzinger dimite no porque ya no esté seguro de la justicia de su propia lucha cultural y espiritual, sino porque ya no es capaz de contener los poderes anticrísticos galopantes en el interior de la propia Iglesia (infera non praevalebunt ). En esto radica lo que se ha definido como “el secreto de Benedicto XVI”. Asediado tanto desde fuera como desde dentro de la Iglesia, debe admitir el fracaso de su intento extremo – como pontífice – de detener el avance del nihil y de la muerte de Dios. Con la fuerza de la tradición filosófico-teológica y con la siempre reivindicada fidelidad al fundamento de la Veritas y de los valores no negociables, Ratzinger había intentado por todos los medios atajar la invasión omnipresente de los poderes nihilistas y teofóbicos del tecnocientifismo y del mercadismo, generando una consiguiente aversión hacia sí mismo incluso en una parte no exigua del mundo de la tecnociencia y de los potentados económicos. La Fe –explica Ratzinger– “significa el interés del hombre por lo que es eterno, por lo Eterno: el valor audaz de que el hombre pueda tener que ver con lo eterno, frente a la pusilanimidad pequeñoburguesa que no sabe mirar más allá de lo que está más cerca y es incapaz de afrontar grandes cosas, cosas mayores en la vida del hombre que el pan para mañana y el dinero para pasado mañana”.
El de Ratzinger no fue, dicho sea de paso, un “desafío oscurantista” o, más concretamente, un rechazo oscurantista de la modernidad y del conocimiento científico, como pretendieron etiquetarlo los voceros de ese progresismo que deslegitima como regresión todo lo que no se doblega a su avance. Era, si acaso, la vibrante llamada encaminada a garantizar que economía, ciencia y técnica no negaran a Dios y al hombre como su imagen terrenal. En particular, la técnica y la economía merecían, a su juicio, ser promovidas sólo en la medida en que favorecieran el desarrollo humano respetando la ley natural y los valores no negociables de la vida: por ello, más bien deberían ser rechazadas una economía como la liberal, enfocada al crecimiento desmesurado y al canibalismo salvaje, y una técnica igualmente entendida como la capacidad ilimitada de crear objetos en nombre de una voluntad de poder incontestable e, incluso, de un consumismo desenfrenado que acabaría por consumir al hombre mismo. La batalla teológica y cultural de Ratzinger defendía, por tanto, las razones de un humanismo radical, fundado sobre la concepción del hombre como imagen de Dios.
En sustancia, Ratzinger, contrariamente a cuanto le atribuían sus numerosos detractores, no demonizaba la técnica y la economía en sí mismas, sino su desarrollo alejado de la ética y de Dios: técnica y economía en el mundo global, de hecho, eran para él la expresión de una «libertad que quiere prescindir de los límites que las cosas tienen en sí» (Caritas in veritate, § 70) y que subrepticiamente hace coincidir «lo verdadero con lo factible» (§ 70). Ratzinger extraía la consecuencia de que resultaba imperativa la exigencia de una libertad radicada en la ética y en el amor Dei, por tanto a la debida distancia de la libertad liberal como licencia individual desregulada, como capricho hedonista y como voluntad de poder liberada de toda medida. Con las palabras de Caritas in veritate, «debemos fortalecer el amor a una libertad no arbitraria» (§ 68), es decir -diríamos en términos hegelianos– a una libertad «ética» (sittlich), situada y arraigada en la experiencia del límite, de la comunidad y de la finitud.
De manera directa, pues, Ratzinger -de nuevo en Caritas in veritate– atacaba al globalismo como reductio ad unum del planeta bajo la alienante bandera de la forma mercancía y la dictadura falsamente pluralista del relativismo. Estigmatizaba la presencia de «un peligroso poder universal de tipo monocrático» (§ 57) y auspiciaba el advenimiento de un «gobierno de la globalización» (§ 57), capaz de disciplinarla y dirigirla de manera plural y polifónica hacia fines éticos y respetuoso de la imago Dei. Evocaba expresamente una autoridad «organizada de modo subsidiario y poliárquico» (§ 57), apartada por tanto del imperialismo de la monarquía del dólar y de sus instituciones. Anteriormente, Ratzinger había criticado la globalización capitalista no sólo por el aspecto material de la producción de desigualdades y asimetrías, sino también por su vertiente cultural y espiritual de la homologación, refiriéndose a la imagen de la Torre de Babel, emblema de «una forma de unificación y una relación de dominio con el mundo y con la vida que sólo aparentemente crea unidad y eleva al hombre. En realidad le despojan de su grandeza y de sus dimensiones más profundas”. Dios –explica Ratzinger– aborrece el tipo de unificación típica de la globalización y se opone a la “malvada unidad” de Babel, que “es uniformante; los hombres son un solo pueblo y hablan una sola lengua. La diversidad deseada por el Creador es comprimida en una falsa forma de unidad”. Bajo esta mirada, la globalización -imposición planetaria de lo inauténtico- no es otra cosa que «la voluntad de ampliar los espacios del propio dominio, de la propia ideología, del control de los mercados. En este contexto han quedado destruidas antiguas estructuras sociales, fuerzas espirituales y morales”.
Desde estas y desde muchas otras consideraciones similares llevadas a cabo por Ratzinger antes y durante su pontificado se puede deducir, una vez más, cómo representó el extremo intento catecóntico respecto de los rampantes poderes luciferinos del nihilismo relativista y, en sus propias palabras, del » desencanto total» que genera la «clausura de la trascendencia». Era como si, ex abrupto, la trayectoria emprendida por el Concilio Vaticano II y el consiguiente proceso de evaporación del cristianismo se hubieran interrumpido y la Iglesia hubiera intentado, con inédito vigor, reencontrarse a sí misma y su fidelidad a las razones de lo sagrado y de la trascendencia. Si el orden globocrático de los mercados aspiraba a la remoción integral de Cristo y de la trascendencia, con el suplemento de la reducción de la religión a cuestión privada o humanitarismo ecuménico, Ratzinger, a título de pontífice, se opuso abiertamente a esa línea de desarrollo: y optó por la vía de la centralidad absoluta de Cristo y de la trascendencia. A este respecto, basta recordar que él eligió llamarse Benedicto en honor de San Benito de Nursia, que había reivindicado la centralidad absoluta de Cristo: «nada absolutamente antepongan a Cristo«, se lee en la Regola (72, 11).
En la homilía pronunciada durante la Misa de toma de posesión en San Pedro, en 2005, Ratzinger dejó claro que su pontificado estaría bajo el signo de la Tradición, sin ninguna posible apertura al espíritu del mundo y a las cada vez más insistentes presiones para la redefinición del Cristianismo en función del mundo mismo: «mi verdadero programa de gobierno es el de no hacer mi voluntad, no perseguir mis propias ideas, sino escuchar, con toda la Iglesia, la palabra y la voluntad del Señor y dejarme guiar por Él, de manera que sea Él mismo el que dirija a la Iglesia”. Con estas palabras, Ratzinger reiteraba que la Iglesia y el Papa están obligados a la fidelidad al «depósito de la fe» (depositum fidei), vale decir a la naturaleza misma de la Iglesia. Esta última no depende de la voluntad del hombre, sino que ha sido deseada y construida por Dios mismo. Por eso, como ya había aclarado Ratzinger, no se la puede “reorganizar libremente según las exigencias del momento”, inventándola o reformulándola ad libitum según el capricho o las modas de la época. El de la Iglesia y el de la Fe es, por su esencia, un depósito que sólo pide ser comprendido y fielmente custodiado. Y así deben ser interpretadas las consideraciones de Ratzinger cuando, como Sumo Pontífice, explica que la Iglesia no es nuestra sino de Dios. Ya en Dominus Iesus, de 2000, Ratzinger había insistido en el hecho de que la doctrina católica tradicional representa el fundamento de la Iglesia, contra las tendencias del relativismo à la page.
En términos análogos, el 17 de mayo de 2005, durante la misa en la Basílica de San Juan de Letrán, Ratzinger aclaró que el Papa no es «un soberano absoluto» y que el ministerio del Papa es una «garantía de obediencia a Cristo y a su palabra», de modo que el objetivo es «vincular constantemente a sí mismo y a la Iglesia a la obediencia a la palabra de Dios, tanto frente a toda tentativa de adaptación y de debilitamiento, como frente a todo oportunismo». Era una manera diferente de afirmar que la Iglesia no es una mera organización cultural o social, libremente gestionable por quienes de tanto en tanto la administren, quizás también para hacerla compatible con el siempre cambiante espíritu del mundo. En estas palabras de Ratzinger no sólo estaba contenido el planteamiento que distinguiría su pontificado, improntado por el vínculo de fidelidad a la Iglesia y a la Tradición; también estaba ya presente la enemistad hacia las razones del mundo, destinada a culminar, menos de diez años más tarde, en la declaratio y en el advenimiento de un pontífice de orientación opuesta, porque estaba dispuesto a actuar como un «soberano absoluto», desligado del depositum fidei y presto a reorganizar la Iglesia según las demandas del mundus.
Por demás, Ratzinger era consciente de que la letal tendencia a la mundialización de la Iglesia, destinada a llevarla a la decadencia, había comenzado con el Concilio Vaticano II, cuyo espíritu defendió siempre, sosteniendo -de manera realmente poco convincente- que el culpable de ello no fue el propio Concilio Vaticano II en sí, sino una interpretación demasiado «libre» y nada neutral del mismo. Lo que sí es cierto, para Ratzinger, es que «en el post-concilio evidentemente no se han logrado transmitir de forma adecuada los contenidos de la fe cristiana». Es verdad que Ratzinger ha venido distanciándose de las posiciones progresistas que, en cierto modo, había alimentado y vivido en primera persona durante el Concilio Vaticano II (en el que no participó personalmente, pero estuvo entre los fundadores de la revista teológica de orientación progresista «Concilium«, en 1964), hasta el punto de tomar abiertamente una posición contraria a la reforma litúrgica llevada a cabo por Pablo VI tras el Concilio. Incluso confesó estar «horrorizado» debido a la prohibición del misal antiguo, puesto que nunca había sucedido algo parecido en toda la historia de la liturgia: «se hizo pedazos el edificio antiguo y se construyó otro» en sintonía con los tiempos. El latín fue sustituido por las lenguas nacionales y el sacerdote empezó a decir misa vuelto hacia el pueblo, y ya no hacia Dios.
Esta «modernización», que fue inmediatamente saludada por la mayoría como una apertura progresista de la Iglesia al mundus, representaba la base de su propia gradual neutralización, según esa tendencia a la sustitución del depositum fidei por un «producto» humano siempre actualizable que -como se ha visto– el pontífice Ratzinger condenó sin reservas en 2005: desde el Concilio Vaticano II, “está desarrollada la impresión de que la liturgia sea ‘hecha’, que no sea algo que existe antes que nosotros, algo ‘dado’, sino que depende de nuestras decisiones”. Y de nuevo: «Estoy convencido de que la crisis eclesial en la que hoy nos encontramos depende en gran medida de la crisis de la liturgia, que a veces incluso se concibe etsi Deus non daretur«, como un simple constructo humano convencional, coherente con los tiempos del relativismo inmanentista. El error está, precisamente, en pensar que la Iglesia debe ser concebida «como una construcción humana, un instrumento creado por nosotros y que, por tanto, nosotros mismos podemos reorganizar libremente conforme a las exigencias del momento», olvidando que, por supuesto, la Iglesia está habitada por hombres que organizan su cara exterior, pero detrás de ella están siempre las estructuras queridas por Dios, por tanto intangibles. En palabras de Ratzinger, «detrás de la fachada humana se esconde el misterio de una realidad sobrehumana», que no puede ser reformada ni modificada arbitrariamente («la Iglesia no es nuestra sino Suya»).
La misma pérdida del latín como lengua de la misa representa una de los muchos impulsos centrífugos respecto de la tradición y también de la ortodoxia, si se considera, entre otras cosas, que, en la historia del cristianismo, el origen de la ruptura entre el Occidente latino y el Oriente griego fue también una cuestión de incomprensión lingüística. En particular, para Ratzinger la práctica del sacerdote de celebrar vuelto hacia la gente constituye un grave error, ya que de este modo el sacerdote se convierte en el punto de referencia de toda la celebración y la atención «se dirige cada vez menos a Dios«. Con la sustitución de los altares vueltos coram Deo por aquellos vueltos coram populo, la comunidad de los fieles se cierra en sí misma, perdiendo la apertura hacia la trascendencia, a la que ahora el propio sacerdote da la espalda. Aparte, como hizo notar Ratzinger, con la misa preconciliar el sacerdote no volvía la espalda al pueblo, como se buscó sostener para justificar la nueva organización de la misa. Al contrario, asumía la misma orientación y la misma mirada que el pueblo, mirando junto a él en dirección a Dios. Por eso, según una línea que distinguiría su pontificado, Ratzinger –que también insistía en la importancia de arrodillarse para dirigirse a Dios y en el empleo del latín como lengua litúrgica- intentó reabrir el cristianismo a la trascendencia y, por tanto, a la tradición, en coherencia con lo que él mismo había presentado no como una «huida romántica a lo antiguo», sino más bien como un «redescubrimiento de lo esencial”. Se trataba, por tanto, de invertir el rumbo con respecto al Concilio Vaticano II para poner a salvo el cristianismo, en la creencia de que la apertura al mundus acababa, además, por producir el efecto contrario a la deseada capacidad de conquistar a las masas en fase de descristianización: “cuanto más se adaptan las iglesias –había sostenido Ratzinger– a los estándares de la secularización, tanto más pierden adeptos y, sin embargo, se vuelven atractivas cuando indican un sólido punto de referencia y una clara orientación”.
Por eso era necesario un redescubrimiento de la Tradición, que se opusiera a los «discursos aproximativos» y al «infantilismo pastoral» que, después del Concilio, «degradan la liturgia católica al rango de club de pueblo y quieren rebajarla a un nivel caricaturesco”. La liturgia, de hecho, representaba para Ratzinger una praxis fundada sobre repeticiones solemnes y sobre el misterio de lo sagrado. No podía, por tanto, continuar siendo entendida como «un show, un espectáculo que necesita directores geniales y actores de talento». Después del Concilio Vaticano II, se había visto cada vez más fuertemente atropellada en el fatal «vortex” del «hágalo usted mismo», banalizándola» y mutándola paulatinamente en una práctica subjetiva «creada» arbitrariamente por el individuo. El mismo concepto de actuosa participatio, tematizado por el Concilio Vaticano II, había sido declinado unilateralmente como participación externa, con cantos, homilías y lecturas, descuidando el silencio que permite una participación verdaderamente profunda por parte del cristiano.
En este sentido, el pontificado de Ratzinger puede leerse en su conjunto como un intento decidido de llevar a cabo una «reforma de la reforma», es decir, una revisión no tanto del Concilio Vaticano II en sí, sino de su distorsión mediática, frenando así las aceleraciones progresistas y el vaciamiento del cristianismo mediante su apertura autoneutralizante: «la teología en estos años -se sostiene en el Rapporto sulla fede– se ha dedicado enérgicamente a armonizar la fe y los signos de los tiempos para encontrar nuevos caminos para la transmisión del cristianismo», adaptando la fe al mundus en el intento de «volver humanamente interesantes (según las orientaciones culturales del momento) algunos elementos del patrimonio cristiano» y eliminando aquellos considerados poco interesantes o incluso en desacuerdo con el Zeitgeist del hiperinmanentismo. Muchos, entre teólogos y obispos, se han encontrado así ante la ardua elección entre el disenso hacia la sociedad en fase de descristianización y el disenso con el magisterio cristiano.
También por esta razón, Ratzinger, en calidad de pontífice, ha encontrado tanta oposición, sea entre los grupos dominantes del novus ordo global-capitalista, sea entre la fiel sierva de estos, la neoiglesia post-cristiana. Buena parte de la obra de Ratzinger como pontífice se deja encuadrar como un intento de restauración y de salvaguardia de la tradición, con especial atención por la liturgia. La restitución a la Iglesia de la misa tradicional con la epístola Motu Proprio Data “Summorum Pontificum”, del 7 de julio de 2007, se inscribe plenamente en este proceso: «la liturgia -había afirmado Ratzinger– es cuestión de vida o muerte para la Iglesia». Este trabajo de corajuda y “a contracorriente” preservación de la Tradición y del depositum fidei, va a ser frenado a posteriori por parte de la neo-iglesia de Bergoglio, con un proceso de revisión que sitúa en el centro la «creatividad litúrgica», confiada a la deliberación de los obispos sin ningún control específico y normativo de la Santa Sede. Así lo atestigua, entre otras, la publicación de la Carta Apostólica motu proprio “Magnum Principium”, del 9 de septiembre de 2017. Con ella, la neo-Iglesia de Bergoglio reacciona al intento de «reforma de la reforma» iniciado por Ratzinger y retoma el camino, momentáneamente interrumpido, de modernización posconciliar.
Esculpido en el imaginario común, el proverbio en virtud del cual «Muerto un Papa se hace otro» ha desempeñado desde siempre una función tranquilizadora: mueren los representantes, pero la institución y el espíritu de la Cristiandad católica sobreviven en el tiempo, in saecula saeculorum. Pero ¿qué pasa cuando el Papa no muere, sino que renuncia en vida al ejercicio de su cargo? ¿Cuáles son las consecuencias cuando no es un Papa el que muere, sino la Iglesia misma? ¿Es posible, también en este caso, «hacer otra»? ¿O es necesario, con desencantada resignación, dar por sentada la crisis irreversible de la institución, conectada a su vez con la crisis más profunda de lo sagrado y lo trascendente? En 2013 la Iglesia católica, como es notorio y como era previsible, optó por la primera opción, nombrando un nuevo pontífice que secundase el Zeitgeist, en lugar de intentar, como había hecho Ratzinger, contrarrestarlo en nombre de Dios y de lo sagrado. Como se ha evidenciado, “desde 2013, tras la salida de escena de Benedicto XVI, la Iglesia también se ha rendido”. Se ha plegado al nihilismo de la civilización de la forma mercancía, que hasta ese momento, con el pontificado de Ratzinger, había tratado de combatir. En efecto, Ratzinger había asumido conscientemente la ardua tarea de enfrentarse al nihilismo relativista partiendo del concepto y, por tanto, en el plano teológico y teorético. Así se expresó en la ya evocada Missa pro eligendo romano pontefice, la homilía del 18 de abril de 2005: «Se está instaurando una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo y sus deseos”.
Era, a todos los efectos, una clara toma de postura respecto al relativismo nihilista coesencial al nuevo espíritu del capitalismo liberal-nihilista, centrado en la figura del superhombre con voluntad de poder consumista ilimitada en el contexto de la muerte de Dios y el crepúsculo de todo ideal. En particular, la «dictadura del relativismo» evocada por Ratzinger –a la que siempre contrapuso el fundamento de la Verdad y de los valores no negociables– ha de entenderse en la doble acepción -subjetiva y objetiva- del genitivo. Es, por un lado, una dictadura que el relativismo instaura, imponiéndose como única forma admitida y reconocida. Y es, por otra parte, la dictadura de los mercados y de la técnica, que se basa en el nihilismo relativista. Antes que Ratzinger, aunque tal vez no con la misma fuerza del concepto, también Juan Pablo II, en Evangelium vitae de 1995, había denunciado los peligros del relativismo nihilista: «la vida social se aventura en las arenas movedizas de un relativismo total. Entonces todo es convencional, todo es negociable.»