El hombre del año (III)

El hombre del año (III). José Vicente Pascual

La oposición

La primera vez que estuve en París fue en el verano de la flebitis de Franco, allá por 1974. A punto de la mayoría de edad, la ciudad resacosa tras el florido mayo del 68 se me abrió como una esperanza rotundamente confirmada: era posible una sociedad luminosa y feliz donde nadie miraba con la ceja levantada a los chavales que iban con el pelo largo y en la que nadie abroncaba a los novios que se besaban en la calle. Claro que yo en aquel tiempo era jovencísimo y todo lo que no fuera la adustez sacramental española, las películas de Alfredo Landa y José Sacristán en calzoncillos corriendo por los pasillos y los titulares de los periódicos dando cuenta de los asesinatos de ETA, me parecía el paraíso.

El día en que cumplí los 18 hice dos cosas importantes. La primera, pasar la mañana en el Louvre, contemplando la Gioconda y la Virgen de las Rocas en la sala dedicada a Leonardo. La segunda, plantarme en un cine del barrio latino, por la tarde, provisto de pasaporte y DNI, justificantes de la edad que me legitimaba para ver El último tango en París, una película que en sus tiempos dio mucho que hablar y que al cabo de los años, revisitada, me pareció un pestiño.

Ya metido en harina, saciadas por así decirlo mis inquietudes culturales, me dediqué en lo sucesivo a participar en eventos políticos, una distracción que en ese tiempo nutría profusamente la agenda social parisina, en especial la de los españoles progres —de la época— que pasaban sus vacaciones en París. Cada día se celebraban cuatro o cinco actos, mítines, conferencias, mesas redondas, presentaciones de libros, debates públicos… Aquello era un no parar, un menú casi pantagruélico para los miles de jóvenes —casi todos estudiantes— que deambulaban por las dos orillas del Sena en busca de estímulos ideológicos, programas antifascistas que discutir, polémicas doctrinales sobre ortodoxia marxista, revisionismo, reformismo, frentes revolucionarios, agitación insurgente, maoísmo, trotskismo, en fin, qué sé yo: una orgía de posiciones teóricas enfrentadas en el seno de la izquierda y de iluminados análisis sobre el fracaso del 68, aquella revolución estudiantil frustrada de la que nada quisieron saber los sindicatos y los partidos obreros y sobre cuya debacle se echaban las culpas unos a otros, a veces con inusitada vehemencia; a veces, incluso, con violencia: más de una de aquellas reuniones acabó a mamporros, doy fe.

La primera actividad a la que acudí fue un mitin conjunto del FRAP (Frente Revolucionario Antifascista y Patriota) e Izquierda Republicana. Se celebró en la Casa de Marruecos, donde media docena de estudiantes de esa nacionalidad hacían huelga de hambre en respuesta a no recuerdo qué fechoría cometida por el gobierno de Hasán II. En una sala muy espaciosa, aquellos estudiantes de inequívoco aspecto norteafricano reposaban en colchones tendidos en el suelo mientras el orador de Izquierda Republicana advertía a la audiencia sobre «el inminente, si no ya efectivo fallecimiento del dictador», subrayando el espíritu de los tiempos venideros, una etapa de grandes movilizaciones y negociaciones políticas que concluirían, sin duda, con el advenimiento de la Tercera República Española. Aquel señor, caballero en edad provecta, canoso repeinado hacia atrás al estilo 1931, enchaquetado y encorbatado, tenía el mismo aspecto de los dirigentes históricos de la república que yo había visto en fotografía, en los libros de historia; quizás él era uno de aquellos dirigentes aunque, en la cortedad de mis conocimientos, no era capaz de identificarlo. Su verbo era caudaloso y prolijo en denuestos contra Franco y su régimen, recuerdo unas frases que me llamaron la atención por el chusco paternalismo y el inconsciente racismo que subyacían en la execración al Caudillo, algo así como: «Se dice Generalísimo de los ejércitos un militar cuyas únicas victorias fueron obtenidas luchando contra estos pobres moros…», señalando a los estudiantes marroquíes enflaquecidos por la huelga de hambre, penosamente tendidos en sus colchonetas. Pensé en aquellos momentos que si toda la artillería del antifranquismo era tan rancia y disparatada como aquel representante de IR, mal iban las cosas para la oposición al régimen.

Días más tarde —puede que al mismo día siguiente—, acudí a un acto de más trascendencia y con gente más documentada: nada menos que la presentación en París de la recién nacida Junta Democrática, alternativa real —eso decían—, al régimen tras el deceso de Franco, cuya vida estaba pendiente de un hilo, decían. Por el Partido Comunista de España, principal impulsor de aquella plataforma opositora, intervino un joven barbudo y dinámico, muy entusiástico, con acento como de ser de Valladolid, tal vez de La Rioja. Tras su ardorosa exposición se abrió el turno de palabra, y como allí estaban los pro-albaneses del FRAP-PCE(ml), los maoístas del PCE(i) y de Bandera Roja, los trotskistas de la LC y la LCR y gente afín, el maremagno que se organizó fue morrocotudo. De «traidores» para arriba, la izquierda radical y combativa dijo de todo al pobre chaval del PCE, quien no podía explicarse por qué un acuerdo antifascista del calado e importancia histórica de la Junta Democrática, en vez de despertar ilusión y adhesión levantaba tanta inquina a gentes que, igual que él, se habían educado en los asuntos de la izquierda leyendo a Marta Harnecker. La reunión no acabó con golpes pero sí en gresca, con insultos, descalificaciones y epítetos vergonzantes. Un cafarnaún.

Yo seguía desanimado en mis expectativas de que surgiese un movimiento político poderoso que hiciera frente al régimen de Franco. Casi un año antes, en septiembre de 1973, había acudido a una reunión semiclandestina en los locales de las Hermandades Obreras de Acción Católica, en Granada, con el propósito de debatir y analizar el golpe de estado de Pinochet contra el gobierno de Salvador Allende (11/09/1973), y durante el evento, en vez de escuchar proclamas antifascistas oí multitud de denuestos contra el difunto Allende, la socialdemocracia, el reformismo, la «vía democrática al socialismo» y demás ingenios de la nueva izquierda «civilizada». O Palacio de Invierno o Nada, era la fórmula de los revolucionarios, y de ahí no se apeaban. Al pobre Allende lo llamaron «traidor» —un clásico—, «etapista criminal», «enemigo del pueblo» y yo qué sé cuántos vituperios más; y se lo llamaba la misma gente que al día siguiente defendería la democracia, las libertades políticas y la legitimidad parlamentaria del gobierno socialista chileno. Todo pura contradicción; o dicho más en claro: no eran demócratas, eran gente que consideraban la «democracia burguesa» como un paso transitorio, a veces necesario, hacia el socialismo entendido como dictadura del proletariado. Por eso negaban el honor póstumo a Allende, porque no había aprendido de la historia, con la gran lección de la guerra civil española, y no había armado al pueblo contra el ejército golpista chileno. Yo pensaba: «Para esta gente, todo lo que no es sangre y muerte es miseria».

Hablando de muerte, Franco no murió aquel verano de 1974. Tardó un poco más en marcharse de este mundo. Cuando se fue, por todos los rincones empezaron a aparecer gentes que nunca habían estado, a las que nadie conocía y que jamás se habían significado lo más mínimo en su lucha contra el régimen. Todos ellos —casi todos— se decían socialistas, bien adscritos al partido de Tierno Galván (PSP), bien al renacido PSOE, organización que empezó a dar señales de vida a partir de la Ley de Reforma Política del presidente Suárez, en diciembre de 1976. Recuerdo las explicaciones que un pintoresco dirigente del Partido Socialista Popular —que pocos meses después acabaría en el PSOE, como todos—, dio sobre esta desaparición histórica: «Es que estábamos en la clandestinidad». En efecto, en una clandestinidad tan clandestina que ni estaban ni se les esperaba: acudieron cuando la CIA y la socialdemocracia alemana empezaron a inyectar millones y millones de dólares en el proyecto socialista español, eficiente barrera de contención ante la potencia que el PCE había tenido en la lucha antifranquista y los supuestos réditos electorales que aquella actividad en pro de las libertades formales le habrían deparado. Al final, en las elecciones de 1977, los comunistas españoles se quedaron con 20 diputados rasos. «¿Para esto hemos luchado tanto?», se lamentaba la militancia. «Para esto», respondía la dirigencia, eso sí: sin abandonar la compunción.

Aquella primera labor de ingeniería política y de inflacionismo ideológico —convertir al PSOE, desde la irrelevancia, en un partido moderno y pujante, con dirigentes carismáticos y benditos de popularidad—, inauguró en España, por así decirlo, la política de escaparate, el trazado marrullero de la conversación política y el resultado de la apariencia impuesto sobre el peso de la realidad. No importaba que el PSOE no hubiese tenido un auténtico historial de lucha antifranquista, lo importante era que sus dirigentes resultaban simpáticos, progres, con encantador gracejo andaluz, graciosamente informales con sus chaquetas de pana y muy jóvenes. Eso gustaba a la gente, a los españoles y, sobre todo, a las españolas. No es anecdótico que el presidente Suárez, vencedor de las elecciones del 77 con la Unión de Centro Democrático, inaugurase su campaña electoral con una entrevista a todo color en el semanario Hola, refinado icono de la prensa rosa de la época; a fin de cuentas, todo el mundo sabe que al presidente del gobierno lo eligen las amas de casa. O lo elegían en aquellos tiempos, ahora lo eligen las charos, que viene a ser lo mismo. Si eres guapo y dicharachero tiene medio camino resuelto.

Medio siglo después, el mismo PSOE renacido a tiempo y a base de influencias y dinero de la CIA y SPD alemán, se queja de las «injerencias» de Elon Musk en las elecciones de países europeos; y a mayor filigrana monta un año de Franco, con más de 100 actos antifranquistas aunque no creo que lleguen a celebrarse todos porque de momento la iniciativa no les va yendo muy bien. La mejor definición que he leído sobre esta ocurrencia es la de Ricardo Dudda en The Objective: «Lo que se busca conmemorar en este Año Franco no es la dictadura (o su final), sino de nuevo la Guerra Civil. Para que siga viva, con sus trincheras claras». No hace falta explicarlo más.

No obstante, ya que nuestro gobierno se encuentra cómodo en estado de guerra civil ideológica y recurre a la memoria —no a la historia—, cada vez que le interesa ahondar las trincheras, hablaremos de la guerra civil en sucesivas entregas de esta serie dedicada al hombre del año. Próximamente.

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